Vengo de pasar dos semanas en otro de mis necesarios y placenteros retiros de yoga y meditación. Todo un paréntesis paradisíaco donde disponer de mi tiempo a mis anchas, dedicándolo exclusivamente a mí mismo y los hobbies que más me gustan y me convienen: leer, escribir, meditar, pasear y yoguear. Pero quince días solo dan para pensar muchísimo sobre lo que aquí vine a buscar: mi propia compañía y las paradojas, pros y contras de la soledad. He disfrutado muchísimo de cada segundo plenamente conmigo, pero mi atracón de soledad autocomplaciente me hizo sentir por momentos extraño, desubicado, incluso puntualmente confuso. Porque… ¿Dónde acaba el onanismo de la propia compañía y dónde empieza la soledad? ¿Cuándo es útil y placentera, y cuándo una carga contraproducente? Si te interesa saberlo…
La gestión de la soledad es la asignatura pendiente del ser humano. Tan enriquecedora y necesaria para llegar a construirnos como la persona autónoma que estamos llamados a ser, como altavoz del pánico atávico que nos despierta nuestra herencia evolutiva de animal gregario. Así que, siendo tan enriquecedora y necesaria como perturbadora y desequilibrante… ¿Qué hacer con la soledad? ¿Buscarla con ahínco y exprimirle hasta la última gota de su lucidez latente? ¿O rehuirla como de la peste por la incomodidad y confusión que puede comportar?
Una vida entera reflexionando, viviendo, sufriendo, disfrutando y aprendiendo de la soledad me ha llevado a una retahíla interminable de conclusiones contradictorias respecto a ella. Pero entre la maraña de dudas, despuntan algunas certezas, entre las que destaco algunas por resultarme especialmente clarividentes. Y sobre todo útiles para aprender a utilizar la soledad y no que ella me utilice a mí.
1. LA SOLEDAD ES INELUDIBLE. Tarde o temprano, de una manera u otra, en forma de aislamiento físico, decepción acompañada o mera insatisfacción respecto a alguien o algo, vamos a sentirnos solos. Por muy bien acompañados que estemos o por mucho que centremos nuestra vida en nuestros amados, la vida es algo que se enfrenta, en última instancia, impepinablemente solos (incluso, la decisión de vivirla acompañada). Sea porque no hay nadie o porque los que hay no nos llenan como necesitamos, llegan momentos en que sentimos la ausencia de un otro amable como un zarpazo. Que ese zarpazo ineludible se convierta en un mero rasguño más o menos profundo o en herida mortal dependerá de cómo hayamos aprendido a vivir la soledad, como la signifiquemos y qué causas y consecuencias le atribuyamos.
2. LA SOLEDAD DESEQUILIBRA. Tanto por evolución como por cultura, la soledad prolongada puede hacernos sentir incómodos. Por naturaleza, a nuestro cerebro reptiliano no le cabe duda: la soledad no conviene. Como ya vimos en DEL TEMPERAMENTO AL CARÁCTER: la soledad como anécdota, la mejor manera de hacernos huir de ella es provocándonos un conjunto de emociones negativas que, cuanto más intensas, más nos impelerá a abandonarla a la mayor brevedad posible y a cualquier precio. Para hacernos huir de la soledad, la emoción más útil del cerebro primitivo es el aburrimiento pues, de su mano, el cerebro se pone a pensar compulsivamente y sin norte alguno. También vimos en El milagro de la cordura que la principal función del cerebro es detectar peligros y amenazas reales o potenciales, y que el cerebro siempre acaba encontrando aquello que busca confirmar. Así, la soledad conlleva fácilmente aburrimiento y el aburrimiento acaba acarreando la conciencia de más peligros, meras inseguridades o incertidumbres. Y claro, sentirnos rodeados de latentes amenazas al bienestar abre la puerta, de par en par, al resto de emociones desagradables de las que huimos en cuanto podemos: angustia, miedo, tristeza, confusión, etc.
Si la bilogía no lo pone fácil, tampoco la cultura ayuda: la soledad tiene muy mala prensa. “Te vas a quedar para vestir santos”, “Se te va a pasar el arroz…”. Pero de todas las frases denigratorias de la soledad, la que me resulta más interesante es la maldición andaluza: “Te vas a quedar solo como un perro”. La comparación no deja de tener su gracia: primero, porque el perro es un animal de manada; segundo, porque el perro solo puede sobrevivir perfectamente… hasta que la domesticación a un otro al que se subordina (el amo) no le castra la autosuficiencia. Y tal vez el gregarismo a ultranza de la sociedad humana provoque eso: personas que nos relacionamos con los demás (especialmente, con nuestros más queridos) como perritos domesticados y a los que, por una dependencia convenientemente maquillada como amor, entrega o cualquier otro palabro aceptable, nos acabamos subordinando. Para que la soledad del perro sea mal… primero se ha debido dejar domesticar hasta la dependencia. Y seguramente ahí está el problema.
3. LA SOLEDAD COMO ARQUITECTO DEL INDIVIDUO. La naturaleza gregaria del humano le lleva a buscar, por encima de todo, la pertenencia a la manada. Con esta tendencia, para no acabar diluyéndose en el grupo que tanto necesita, el ser humano precisa de un montón de acciones que sólo puede facilitar la soledad. Reflexionar, poner su vida en perspectiva, corregir los desvaríos automatizados de los hábitos, desrutinizarse, reelegir críticamente caminos propios, reinventarse… Nada de ello puede hacerse, con la calidad y profundidad que requiere, rodeado de esos otros que tanto necesitamos para sentirnos completos, y mucho menos hipnotizados por unos hábitos tan arraigados que nos permiten avanzar con el piloto automático. De no servirnos de la soledad, un ser tan gregario como el humano multiplica exponencialmente las ya infinitas posibilidades que tiene de desdibujar su personalidad y acabar por convertirse en una copia facsímil de los valores, creencias, acciones y objetivos de la sociedad en la que vive (o de esos seres queridos a los que necesitamos más que elegimos). Sin la soledad que nos permite construirnos como las personas únicas que somos, tenemos todos los números para degenerar nuestra individualidad en un gregarismo impropio que nos alejará irremisiblemente de quienes queremos ser. Y no olvidemos uno de los sinónimos más comunes de locura: enajenación. En-ajenado: proceso de convertirnos en alguien ajeno a nosotros… a base de camuflarnos con los demás.
4. LA SOLEDAD COMO VACUNA. Así que tan ineludible como incómoda, y tan incómoda como beneficiosa. ¿Podemos aprender a vivirla mejor, optimizando sus ventajas y minimizando sus inconvenientes?
Todavía recuerdo mi perplejidad al leer, de adolescente, como los médicos medievales ayudaban a los reyes a inmunizarse contra el veneno: a base de írselo proporcionando en cantidades progresivas. Al administrarlo en pequeñas dosis progresivamente mayores en sus comidas diarias, los realísimos cuerpos iban inmunizándose y aprendiendo a responder mejor cuando llegara un intento real de envenenamiento. Que, como la soledad a nosotros, a ellos siempre les acababa llegando…
Las vacunas son igual de fascinantes: se inocula el virus contra el que se quiere luchar muerto o en pequeñas dosis, y así el sistema inmunitario aprende a no sucumbir frente a la verdadera invasión masiva cuando se intenta producir.
Así, la razón por la que la soledad es tan necesaria es, precisamente, porque nos prepara contra los peores rigores… de ella misma. A pequeñas dosis voluntarias y planificadas, la soledad se convierte en el mejor antídoto contra la cara oscura de la propia soledad.
Solos aprendemos a no aburrirnos solos; solos nos construimos una personalidad fuerte que tal vez prefiera, pero no necesite imperativamente de los demás para dotar de sentido su vida. Sólo desde la soledad se siente la necesidad y se aprende a descubrir, confeccionar y ejecutar planes de acción para construir una vida tan propia que la presencia o ausencia de los demás influya en nuestra felicidad, pero no la determine como si hace desde la invalidez de la dependencia.
De la misma manera que a nadar se aprende nadando y a hablar hablando, sólo la soledad puede enseñarnos a estar solos. Y conviene aprenderlo, pues antes o después lo estaremos. O ya lo estamos. Por ello, mejor aprender a estarlo, aprovechando sus innumerables ventajas y minimizando sus desventajas.
La penúltima y más socarrona paradoja de la soledad: sin cultivar la soledad nos acabaremos convirtiendo en víctimas… de la soledad. Por lo tanto, déjame que te pregunte: ¿Cuándo fue la última vez que pasaste unos días o semanas solo? ¿Qué te despierta la mera mención de la palabra? Si eres de los que la rehuyes compulsivamente, ¿De qué te escondes? ¿Qué temes encontrarte tras la coartada de la compañía compulsiva? Y si eres de los que la buscas desaforadamente: ¿Qué te empuja a rehuir nuestra tendencia natural a los demás? ¿De qué te justificas?
Porque no lo pasemos por alto. Una vez declamada esta presunta apología de la soledad, permitidme un aviso para navegantes: no la idealicemos, pues como todo tiene sus efectos secundarios indeseados. Tampoco la busquemos demasiado: sencillamente, porque va a acabar llegando ella solita en un momento u otro. Para qué perder tiempo persiguiendo lo que, más tarde o más temprano, te va a encontrar a ti.
Ernesto Sábato, hablando de otros temas, ya nos avisó que “Todo principio llevado hasta sus últimas consecuencias tiende a negarse”. Y tanto nos acabará negando la compañía a cualquier precio como las apologías exageradas de la soledad. No reneguemos de la soledad, pues nos estaremos castrando la asertividad imprescindible para no convertirnos en meras marionetas del prójimo y de los instintos más primarios. Pero tampoco hagamos de la soledad un fin, cuando no es más que un medio para equilibrar la tendencia innata de los humanos a diluirse en la manada. Te animo a cultivar sin idolatrar esa soledad que, si aprendes a utilizarla tú a ella, te ayudará a convertirte en tu mejor versión de ti mismo. Y última paradoja: a disfrutar mejor y más libremente de tu manada elegida. Qué mejor momento que el verano para ello.