“No sólo de pan vive el hombre” (Mateo, 4:4)
Cuando nos falta algo de lo esencial para sobrevivir (alimento, salud, calor, techo), tendemos a creer que al satisfacerlo seremos olímpicamente felices. Pero al conseguirlo empezamos a echar en falta otros aspectos (caprichos materiales, reconocimiento, ocio, realización profesional…) que antes no priorizábamos, pero que de golpe sentimos como necesidades irrenunciables sin las que la vida parece cojear.
Nada más lejos de mi intención que criticarlo. Tal vez en lo exclusivamente material me parezca miope, pero en todo lo demás vindico esta necesidad humana de ir a más, pues es precisamente esta necesidad de sentido, superación y realización (más allá de la mera supervivencia biológica) lo que nos diferencia de los animales y nos convierte en plenamente humanos. ¿Esto es bueno o es malo? Sencillamente es, según A. Maslow y su pirámide de necesidades. Por las razones que veremos más adelante.
Una vez aceptado que la felicidad del ser humano precisa de mucho más de lo imprescindible para sobrevivir físicamente, y que la plena satisfacción emana directamente de alcanzar cuotas progresivamente mayores de realización y sentido…¿Por qué aceptamos existencias que nos limitan a ir tirando, pero que en el fondo nos dejan un poso de insatisfacción? ¿Por qué sacrificamos con tanta saña la vida soñada por la que parece habernos tocado en una rifa en la que ni recordamos haber participado? ¿Por qué despilfarramos unos talentos –que tenemos- y que de aprovecharlos plenamente nos construirían una vida más a nuestra medida? Si te interesa saberlo…
1. ENTRE LA TRAGEDIA Y LA INDIFERENCIA.
“Yo no veo al hombre que es, sino al que podría llegar a ser”, J. P. Sartre
Este no es un artículo para las personas que ya se sienten plenamente satisfechas en todos los ámbitos de su vida, ni para aquellas cuya insatisfacción provenga de la falta de las necesidades fisiológicas que garantizan los mínimos vitales. Tampoco –mucho menos- para aquellas a las que reconocer cualquier insatisfacción les parezca un síntoma de debilidad, invalidez o un estigma vergonzante que les marca como perdedores. Por el contrario, este post se dirige a todos los que, con unos mínimos vitales mejor o peor garantizados, notan un cierto regusto a desencanto en algún ámbito de su vida, como si les supiera a poco, y cuya prioridad no es esconderlo a ojos ajenos (y sobre todo propios), sino entender porqué y cómo llegamos a aceptar y acostumbrarnos a existencias tan acomodadas como impropias.
No es un artículo sobre las inmorales tragedias de la miseria material, sino sobre las operetas bufas del conformismo panchicontento y esa incomodidad difusa que, sin darnos cuenta, nos hace desperdiciar nuestros años en vidas meramente aceptables. ¿Por qué nos resignamos a lo que no nos llena? Mucho en ello tiene que ver, entre otros muchos ingredientes, el culto idólatra a la seguridad a ultranza y los instintos más primitivos de mera conservación.
2. LOS GENES (casi) MANDAN: supervivencia y seguridad ante todo
Ya he mencionado en diversos artículos como las zonas más arcaicas y primarias de nuestro cerebro sólo se interesan por dos cosas: que comas y que no te coman. Y todo ello con una única finalidad: que sobrevivas el máximo posible para que te reproduzcas y puentees tus genes a cuerpos nuevos que trascenderán la desaparición del tuyo (si estas líneas te parecen fuertes, ni se te ocurra abrir El Gen Egoísta, de Richard Dawkins). Además, como todo animal de manada, la supervivencia del ser humano depende de la pertenencia a un grupo estable que le ayude a cazar y a evitar ser cazado. En la trastienda más primitiva de nuestro cerebro –todavía en la sabana más paleolítica-, soledad es presagio de hambre o muerte, y de ahí el terror atávico que nos despierta instintivamente.
Por todo ello, el cerebro es conservador por naturaleza, siendo su gran obsesión la seguridad y previsibilidad de los entornos ya conocidos. Como a tus instintos se la repampimfla tu realización personal, tu integridad o cualquier otro constructo abstracto, priorizará compulsivamente la supervivencia por encima de cualquier etéreo anhelo de cambio o mejora que no se traduzca en calorías o certezas inmediatas. Especialmente en aquellos ámbitos básicos para los instintos: la comida, la supervivencia y la reproducción. ¿Nos sorprende ahora que nos cueste tanto trabajo cambiar de trabajo o de pareja? Por muy insatisfactorios que ambos puedan resultar al neocórtex, nuestro cerebro primitivo protestará enérgicamente ante el menor deseo que ponga en entredicho las actuales fuentes de comida (trabajo), seguridad (manada familiar) y reproducción (pareja).
3. ¿CRISIS = OPORTUNIDAD? SERÁ EN CHINO…
Gracias al boom de los diferentes pelajes de la denominada Autoayuda, hasta la última abuela haciendo calceta entre culebrón y culebrón sabe que el mismo ideograma chino sirve para escribir Crisis y Oportunidad. Pero en ninguna de las lenguas que conozco estos dos conceptos se parecen… ni por asomo.
Como mínimo en nuestro timorato Occidente, la palabra crisis evoca preludios de tragedia. Humanitaria… Ecológica… Económica… tan sólo oírlo nos pone los pelos como escarpias y nos activa todos los mecanismos de alerta habidos y por haber. Rara vez –por no decir ninguna- vivimos una crisis como lo que también es: una brecha en la normalidad por la que colarse y llegar a un lugar mejor. Concebimos las crisis como prólogos a catástrofes, como cataclismos naturales y aleatorios que ojalá y jamás hubiera sucedido. Además, tendemos a considerar que momentos antes de la crisis todo estaba bien, y que una crisis no es la consecuencia lógica de procesos larvados que llevaban años desarrollándose clandestinamente, sino como puntuales arrebatos de la mala suerte que ni merecemos padecer ni deseamos enfrentar. En la alergia a las crisis, donde no llegue la biología alcanzará la cultura, vía refranero: “Más vale pájaro en mano…”; “Virgencita, que me quede como estoy”; “Más vale malo conocido…”; “Detrás de mí vendrán…”, etc.
Por todo ello, la mera mención de la palabra crisis nos produce una aversión instintiva. Y lo peor de ello no es el malestar que produce, sino que al ser las crisis las mejores semillas de las grandes catarsis de cambio, a lo que realmente le cogemos miedo al temer a las crisis es al mismo concepto de cambio, que pone a temblar con su sola mención nuestros más timoratos instintos de preservación.
Pero las crisis son, amén de inevitables, necesarias para avanzar hacia vidas más propias, pues sólo tendemos a cambiar de posición cuando la incomodidad hace desagradable seguir en la misma. Sin cambios no hay evolución, y sin evolución no hay felicidad. Como ya vimos en el post anterior, la felicidad es la suma de nuestros momentos de flujo, y el flujo resulta del equilibrio entre dificultad y competencia. Si pasamos mucho tiempo enfrentando las mismas dificultades, sobredesarrollaremos las mismas competencias, por lo que éstas acabarán sobrepasando las dificultades y nos sentiremos progresivamente aburridos. ¿Nos suena el tema de algo que nos llenaba enormemente y ya no lo hace? Ahora ya sabemos porqué: por rutina, hemos desarrollado tanto nuestras habilidades para manejarlo que exceden de largo las dificultades que nos plantea.
Entonces, reitero la pregunta: ¿Por qué nos resignamos a existencias meramente aceptables pero lejos de lo que nos hace vibrar? Dejemos que una vaca sagrada y una rana hervida nos lo aclaren.
4. DE RANAS HERVIDAS…
¿Qué hace que nos acostumbremos a lo que no nos satisface? El síndrome de la rana hervida: Si sumergimos una rana en agua muy caliente, la rana saltará de inmediato fuera del recipiente. Pero si la sumergimos en un agua fría que vamos calentando poco a poco, dejándole tiempo a que se habitúe al incremento anterior, la rana se irá acostumbrando al aumento progresivo de la temperatura y lo tolerará hasta umbrales que, de golpe, le hubieran resultado insoportables. Aunque le resulte desagradable, se irá adaptando a los casi imperceptibles cambios de temperatura y llegará un momento que, debilitada por su comodidad de adaptación, no tendrá fuerzas para saltar fuera del recipiente cuando ya no pueda ignorar el inminente punto de ebullición. Las ranas no mueren hervidas por idiotas, sino por un despiste acomodaticio camuflado de tolerancia malentendida y resistencia épica ante las adversidades. Y prácticamente sin darse cuenta.
…Y VACAS SAGRADAS
Un gurú y su discípulo que viajaban por los parajes más pobres del Tíbet llegaron hasta la casa más humilde de una comarca, donde pidieron alojamiento y pasaron la noche. Allí habitaban ocho personas con poco más de lo justo para sobrevivir, resignados a trampear el hambre gracias a la leche de su única posesión: una vaca que se alimentaba con las hierbas que se criaban alrededor de la casa. El joven discípulo, conmovido por la generosidad y pobreza de sus anfitriones, pidió a su maestro que les ayudara. El maestro accedió a ello y, sin inmutarse, sacó un cuchillo del zurrón y degolló la vaca, tras lo que marchó seguido por los gritos e improperios del discípulo, exasperado por la crueldad incomprensible de su maestro. Cansado de seguirlo e insultarlo, el discípulo abandonó decepcionado todo su aprendizaje espiritual al lado de su gurú y regresó a la vida mundana.
Comido por los remordimientos, el joven discípulo regresó al cabo de unos años para disculparse frente a la familia que su maestro había privado de su único medio de subsistencia. Al llegar, no reconoció ni las tierras ni sus habitantes, de tan cambiados que estaban. Donde había una choza se alzaba una casa firme, las tierras yermas se habían transformado en un huerto fértil y toda la familia se presentó bien vestida y alimentada.
El joven pensó que sus antiguos habitantes habrían muerto o abandonado el lugar, pero su sorpresa fue mayor cuando, tras acercarse a la casa y preguntar sobre sus moradores, descubrió que aquellas personas eran las mismas. Preguntó al padre las razones del cambio y éste le contó cómo tiempo atrás perdieron su único medio de subsistencia, una vaca, y como su primera reacción fue de desesperación y angustia. Pero luego se dieron cuenta que no sobrevivirían a menos que hicieran algo, y así empezaron a cultivar la tierra en la que antaño pastaba aquella vaca. Los huertos produjeron más de lo que necesitaban para vivir, así que empezaron a vender lo cosechado a sus vecinos, obteniendo el dinero suficiente para vestirse mejor y adecentar su hogar.
El joven percibió la lección que quiso enseñarle su viejo maestro: la vaca era, precisamente, la cadena que les impedía crecer. Mientras se alejaba confuso, atinó a preguntarse: ¿Y cuáles son mis vacas?
Y yo te pregunto a ti: ¿Y las tuyas?
5. LO CONTRARIO DE LO MEJOR
“El camino que conduce a nuestro propio cielo siempre pasa por la voluptuosidad de nuestro propio infierno”, F. Nietzsche
Frente a la hambruna inminente, la familia tibetana reaccionó y se vio obligada a utilizar la tierra que ya tenía, y que sólo el miedo a perder la vaca les impedía aprovechar. Frente a la crisis del agua hirviendo, la rana no dudaría en huir de un salto del súbito calor abrasador.
En ambos casos, su aparente aliado –la vaca y el agua tibia- era en realidad su peor enemigo. Como cualquier rana o familia tibetana, lo que nos limita en realidad no son los rigores más agrestes de nuestra vida, sino precisamente aquello que nos los camufla y los disfraza de aceptables. Y el miedo a perderlo.
Lo que nos impide el asalto a nuestros cielos no son las llamas de nuestros infiernos, sino la comodidad soportable de nuestros purgatorios más anodinos pero socorridos. Es por ello que, tan a menudo, nada mejor que un buen descenso puntual a los infiernos insoportables para catapultarnos al cielo. A esos paraísos personales que sólo nos vetaba la presunta bondad de nuestros purgatorios cotidianos y asequibles.
Cuesta reconocerlo, pero lo contrario de los mejor en nuestra vida no es lo peor: es lo bueno. Todo lo mejor de mi vida ha llegado al huir de lo peor, nunca mientras me regodeaba cómodamente en lo meramente bueno. Benditos venenos en mi vida, sin los que nada hubiera hecho por destilar ni uno sólo de los antídotos que hoy me inmunizan contra el –a ratos- sinsentido de la existencia.
Os animo a abominar de todos los purgatorios que no os satisfagan. Sólo apostatando de sus cantos de sirena podréis asaltar el reino de vuestros cielos. Porque lo contrario de lo mejor no es lo malo, sino lo bueno que lo trasviste como soportable.