Probablemente, el amor es la emoción más sentida y más anhelada del repertorio sentimental humano, y supongo que por ello ha sido la más banalizada, tergiversada, sublimada y ninguneada por los más atroces topicazos y lugares comunes. Pasto de clichés, grandilocuencias rimbombantes, mamarrachadas sexistas y todo tipo de pastiches acaramelados, el amor es la emoción más decisiva, vibrante, y significativa de nuestra existencia. Y siendo la más importante para nuestra felicidad, ergo la más necesaria de entender y gestionar… es sin duda alguna la más malinterpretada. Clichés como “Sin ti no soy nada”, “Te quiero más que a mi vida”; “No se puede ser fuerte con alguien que es tu debilidad”, “Mi mástil en la tormenta”… nos llevan a una imagen distorsionada y limitante que, al haberse convertido en paradigma cultural, ha parasitado hasta desfigurar nuestro concepto del amor. Y lo peor: nos han provocado toneladas de sufrimiento innecesario, falsificando amores rotundamente ciertos y autentificando pasiones nefastamente apócrifas.
Porque… ¿Qué es realmente el amor? ¿Cómo se construye y se destruye? ¿Por qué y de qué manera nos hace sufrir y disfrutar tanto? Y lo más importante, ¿Se puede incidir sobre él para que juegue a favor de nuestra felicidad en vez de atentar contra ella? Si te interesa saberlo…
1. ¿QUÉ ES EL AMOR? ¿AMOR O AMORES?
Según José Antonio Marina, el Amor es la “Percepción de algo o alguien que despierta en el espectador un sentimiento de agrado, interés, armonía, deleite, arrobo, éxtasis, enajenación y que se continúa con un movimiento de atracción y deseo. Se puede sentir por cosas, ideas o personas, y despierta deseos de unión, posesión, compañía, disfrute, bien del otro y cuidado”.
Toda emoción consta de los dos ingredientes principales que nos permiten reconocerlas y diferenciarlas entre ellas: sensaciones (agradables o desagradables) e intensidad (activación o desactivación física). La tristeza, el aburrimiento o la desidia son emociones desagradables de sentir y desactivadoras físicamente; el odio, la rabia o la ira son igualmente desagradables, pero nos ponen las pilas. Por el contrario, la relajación o la tranquilidad son agradables y desactivadoras, mientras la euforia o el entusiasmo son tan agradables como activadoras.
Pero amamos tanto a mascotas, ideas, padres e hijos como a amantes a los que deseamos desde la pulsión sexual y sus emociones adyacentes. ¿En qué se parece y en qué se diferencia un amor del otro?
Simplificándolo mucho, los griegos hablaban de dos tipos de amor: el Eros (amor sexuado, pareja y amantes colaterales) y el Ágape o Filos (amistad, familia, ideas…). Evidentemente, toda forma de amor es agradable (tal vez no sus consecuencias, tal vez no nuestras evaluaciones, tal vez no las situaciones que creemos a partir de él), por lo que tanto el Eros como el Ágape –Filos se sitúan claramente en la banda de las emociones placenteras. ¿Qué los diferencia? La carga de activación o desactivación física que comportan: mientras que el Eros conlleva necesariamente tensión muscular y aumento del ritmo cardíaco y del patrón de respiración, el Ágape – Filos comporta relajación muscular y descenso del ritmo cardíaco y respiratorio. Por ello, no sólo su naturaleza sino las acciones a las que nos predisponen serán necesariamente diferentes. Y sus finalidades, amenazas y oportunidades.
2. ¿PARA QUÉ SIRVE Y CÓMO NOS AFECTA?
Ya sabemos de post anteriores que las emociones, principalmente, sirven para preparar cabeza y cuerpo para un determinado curso de pensamiento y acción. Las emociones agradables y desactivadoras donde se circunscribe el amor – ágape (como la tranquilidad) nos preparan para la reflexión pausada, el cuidado, la paciencia o el consenso.
A su vez, las agradables que nos aceleran con las que se emparenta el amor- eros (como la euforia) tienen como función desactivar las partes del cerebro que se dedican al pensamiento crítico en cargado de encontrar fallos y disonancias en busca de cosas que no funcionan. ¿Nos suena el discurso transido de un enamorado sobre la perfección absoluta del amante? Pues a veces puede referirse a virtudes presuntamente reales del ser amado, pero siempre se deberá en mayor o menor medida a la desactivación química del propio pensamiento crítico. En la cúspide del amor – eros, encontrarle fallos al amante o a la vida en general es como intentar ver… sin ojos. ¿También nos suena la utilidad de intentar razonar con alguien enamorado de algún indeseable? Pues eso… Además, a menor sentido crítico, mayores posibilidades de saltarnos a la torera las manías que acompañan zonas tan llenas de tabús culturales y bactereológicamente complicadas como los genitales que, tarde o temprano, el amor erótico acaba llamando a escena.
El amor erótico también nos predispone fisiológicamente al sexo tensando músculos y acelerando ritmo cardíaco y respiración para enviar la sangre allá donde más se necesite (miembros y extremidades). Y si la sangre está en cualquier miembro del cuerpo no está en el cerebro… y los cerebros pobremente oxigenados no piensan con eficiencia. Como la sangre es un bien limitado, Perogrullo diría que sí está en un sitio no está en otro. De ahí que la calidad de los pensamientos frenéticos y obsesivos del amor apasionado acostumbra a dejar mucho que desear. A la inversa, pero por razones idénticas, darle muchas vueltas al coco (para las que el cerebro necesita consumir oxígeno) no facilita precisamente que la sangre fluya hasta según qué miembros que la precisan para sus cometidos y que, de comernos mucho la cabeza, pueden verse faltos de ella.
Así que la evolución nos ha moldeado la bioquímica para que el aminoácido que segregamos al amar eróticamente nos anule el sentido crítico y active muscularmente el cuerpo, y todo ello para facilitar que el instinto de reproducción doblegue la voluntad en caso de duda. El amor erótico nos obsesiona, monopoliza e idealiza al ser amado para poner nuestro mente al servicio de la propagación de los genes, objetivo primordial –junto con la supervivencia- de nuestro cerebro reptiliano. El amor erótico –como el orgasmo- es la zanahoria con la que el instinto nos incita al sexo como súmmum de comunión última con el ser amado.
3. LA CONSTRUCCIÓN SUBJETIVA DEL AMOR COMO SENTIMIENTO
Ya vimos en Las emociones: ¿Aliados o enemigos? y ¿EMOCIÓN O SENTIMIENTO? La brecha de la autonomía humana. que, como cualquier otra emoción, el amor es un conjunto de sensaciones físicas provocadas por sustancias químicas que el cerebro destila como respuesta a la información externa que recibe y, sobre todo, a las significaciones y evaluaciones internas que sobre ella realiza. La información influye en cualquier emoción, y mucho, pero lo que la determina es nuestra propia evaluación de esa información, más o menos neutra hasta que nuestra subjetividad la significa.
El amor es tanto una emoción (cuando brota automático, involuntario e inconscientemente) como un sentimiento (cuando elaboramos cognitivamente la emoción instintiva). Sobre la primera, poco control llegamos a tener a la corta; sobre el segundo, todo el que aprendamos a ejercer. De eso parece ir la Inteligencia Emocional.
El amor como emoción espontánea brota; como sentimiento, se construye voluntariamente (aunque no necesariamente consciente de qué hacemos y cómo pensamos para construirlo). La emoción es materia prima; el sentimiento su transformación en producto elaborado; la emoción puede entrar desde fuera, el sentimiento sale de dentro; la emoción puede venir del otro; el sentimiento, de uno mismo.
De todo esto se deriva que:
a) Lo que determina a largo plazo las consecuencias del amor en nuestra vida no es la emoción a bote pronto, sino el sentimiento elaborado a bote tarde. Un flechazo espontáneo, si no lo adobamos con los relatos desaforados, poética mística y exageraciones propias del proceso de enamoramiento, se queda en mero calentón puntual sin mayor trascendencia práctica.
b) El sentimiento lo fabricamos con nuestros pensamiento y creencias, así que podemos aprender a reforzarlas o debilitarlas en función de si nos resultan limitantes o potenciadoras. El sentimiento, al ser fruto de la suma emoción + pensamiento, nos permite incidir sobre él a partir de aprender a pensar de maneras que acoten o amplíen progresivamente la magnitud (y consecuencias conductuales) del sentimiento del amor… en función de si nos endulza o nos desgarra la existencia. Tal vez seamos más o menos marionetas de la emoción amor, pero somos los titiriteros de los hilos del sentimiento amoroso. O podemos aprender a serlo.
4. DOMESTICAR LO SALVAJE, ASALVAJAR LO DOMESTICADO
El objetivo respecto al amor es el propio de toda emoción: utilizarlo nosotros a él en función del contexto y en aras de nuestra felicidad, en vez de que él nos utilice a nosotros para ningunearnos la existencia. Lo mismo ocurre con la tristeza, la rabia, la relajación, la euforia o el asco, sólo que el amor es la más determinante de todas las emociones. Por dos razones principales: primera, porque es la emoción que más sentido y realización otorga a nuestra vida; segunda, porque es, probablemente junto a la ira y el asco, la que conecta más directamente con los instintos más arraigados por la evolución en nuestro cerebro primitivo (y ya sabemos que, cuanto más instintiva y arcaica, más complejo incidir sobre la emoción). El amor es no sólo la emoción más decisiva, sino la más difícil. Por ello, el reto de gestionarla resulta doblemente necesario.
No es sólo que el amor sea un arma de doble filo (fuente de la máxima felicidad o amargura): es que el propio filo también es doble. Con el amor puedes cortarte por, parapetados de supuesto pragmatismo y tirando más del miedo a perder que de la ilusión por ganar, dejar de disfrutar a la persona que realmente amas. Pero también puedes cercenarte la vida, tirando de impulsividad mal entendida y travistiendo de temeridad el mero pánico a la soledad, dejándote llevar a relaciones tóxicas blandiendo el amor como excusa inapelable y cheque en blanco que todo lo justifica. El reto del manejo inteligente del amor es doble y ambiguo, además de complejo: ni domesticar el lado salvaje que nos permite vivir intensamente y con autenticidad con la persona verdaderamente amada ni dejarnos llevar por ese lado salvaje a relaciones dolorosas, desiguales o profundamente denigrantes e insatisfactorias.
He visto gente muy diferente cortarse con uno u otro lado del filo del amor. En lo que todos sí coinciden es en las amputaciones lacerantes que se han provocado de por vida con uno u otro filo.
5. CONCLUYENDO…
Entender la elaboración subjetiva y arbitraria del amor, cómo y qué pensamos para convertir a alguien en objeto de nuestra pasión, así como su base físico química, no le quita la más mínima importancia al amor como el verdadero, principal y prioritario motor del ser humano. Es más, entenderlo más allá de boutades de telenovela previsible, concursito de Tele 5 o estribillo manido de radio fórmula a mí me lo hace admirar y anhelar todavía más. La magia del amor, como cualquier otra, no estriba en creerse el truco, sino en disfrutar de la sorpresa, ilusión y felicidad que nos produce. Para que un mago sea bueno, ¿Hace falta que haga desaparecer realmente a personas, que las despedace físicamente o que saque de su esófago verdaderas barajas o kilómetros de pañuelos? ¿Si realmente no lo hace, eso lo convierte en mal mago? ¡Todo lo contrario! El mago es aquella persona que nos hace creer todo ello sin que sea cierto ni haga falta alguna que lo sea. La magia no es admirable porque sea literalmente cierta (como el cine, o la literatura o cualquier forma arte, todas tan ambiciosamente ciertas como literalmente falsas), sino porque su presencia trastoca la mera, previsible e insípida realidad en un prodigio cotidiano, inverosímil y fascinante. El amor es mágico porque es capaz de transformar la más anodina rutina en la más vertiginosa de las aventuras.
Entender el amor por lo que es y cómo funciona no le quita magia alguna (repito, todo lo contrario). Eso sí: nos facilita esa misión imposible, tan insoslayablemente necesaria para vivir una vida plena y feliz, que es ponerle brújulas a nuestros amores para que nos lleven allá dónde queremos ir. Si cualquier emoción puede amargarnos la vida caso de gobernarnos como a marionetas (la Ira puede llevarnos a la cárcel, la tristeza a la depresión, la ansiedad a la taquicardia, el miedo a la angustia, la euforia al atolondramiento), la más potente, mágica y decisiva de las emociones puede destrozárnosla sin miramientos, pues al ser la emoción que más atañe a nuestros instintos más profundos, es la que más sufrimiento espontáneo nos puede producir. Yo no dejaría el botón nuclear en manos de un primate exclusivamente primario e instintivo como el cerebro más primitivo. No sé tú: Yo hilaría algo más fino. Entre someternos sumisos a los instintos más primarios y castrarnos al negarlos de raíz, vete tú a saber si existe un justo medio mucho más interesante.
Me rindo a los pies del amor, la más bella de las experiencias humanas en cualquiera de sus dimensiones y destinatarios. Precisamente por ello, me niego a regalarle un estatus de fuerza ciega, tiránicamente ajena a mi voluntad y dispuesta a zarandearme el alma en la dirección que le dé la gana cuándo y cómo mejor le plazca. El amor como instinto meramente primario y ajeno a la voluntad propia no se diferencia gran cosa del mero celo o el instinto de protección de las crías de cualquier otro animal, por lo que no me parece digno de elogio especial. Me niego a degradarlo así, y por eso os animo en el próximo artículo a continuar entendiéndolo, matizándolo y perfilándolo hasta convertirlo en esa emoción mágica que es el amor humano. Que empieza en el instinto animal de reproducción y conservación de la especie, claro, pero no por ello debemos resignarnos a que termine tan cerca de él. El amor humano es mucho más… a menos que nosotros lo limitemos a furores primarios, sumisiones acríticas e impulsos automatizados por el instinto más antagónico a nuestros valores, creencias y objetivos en la vida.
El amor es la más deliciosa, bella y sublime de las emociones humanas. Intuyo que la verdadera razón para vivir: amar y ser amado, mucho y bien. Sta. Teresa definió el infierno como “El lugar dónde no se ama” y es por ello por lo que me niego a abandonarlo en el limbo simploide del romantiqueo más manido, superficial y castrante del amor como yugo avasallador, panacea para todos los males o cheque en blanco que justifique cualquier acción blandiéndolo como patente de corso que todo lo excusa. Ni como amantes ni como padres.
No le echemos la culpa al amor de lo que nosotros atinemos a hacer con él. Y de eso irá el próximo artículo: de aprender a manejarlo. Con tanto coraje y autenticidad como sentido común y consciencia. Pero, sobre todo, lejos de papanateos de opereta (timoratos o enajenados, cobardones o suicidas) tratando de disfrazar de pasión ajena el desamparo propio ni de madurez responsable lo que no es más que puro pánico a la incertidumbre. Amar como humano conlleva alejarse de ambos extremos letales para el amor sano.
No somos las víctimas del amor, sino sus protagonistas. Eso sí: protagonizar nuestros amores conlleva aprender a hacerlo. ¿Qué podemos hacer para apropiarnos y aprovechar nuestro amor? ¿Cómo, concretamente, podemos matizarlo, construirlo, atemperarlo o reforzarlo? Eso ya se merece otro artículo. El próximo, para ser exactos: el que irá de sus verdades más falsas… hasta sus mentiras más ciertas.