Desde que empezó a conocerse que la tragedia de German Wings no fue un accidente sino un crimen premeditado, el morbo mediático-social se ha ido desplazando del dolor por las familias a la vivisección de la psique y la conducta del culpable.
La voluntariedad del copiloto Andreas Lubitz en la matanza de los Alpes abrió la veda para rebuscar en su papelera en busca de bajas, en su botiquín en busca de fármacos y en su vida privada en busca de detalles mórbidos (convenientemente travestidos de chismorreo en información relevante). Así, pronto sociedad y medios de comunicación nos lanzamos a tumba abierta a diseccionar al individuo culpable del multicidio.
Dos han sido los mástiles a los que nos hemos aferrado para explicar y digerir tan traumático suceso: teratizar (del griego Teratos: proceso de convertir en monstruo a algo o alguien a base de deshumanizarlo sibilinamente) y patologizar al culpable de la masacre.
La teratización del culpable nos ha permitido, como individuos, sentirnos prístinamente ajenos a Andreas Lubitz y marcar distancias con quien nos repugna reconocer como nuestro congénere. Para salvaguardar nuestra inocencia, tan necesario resulta demonizar al culpable como convertirlo en un Otro sin relación alguna con un Nosotros al que nunca aceptaremos que pertenezca alguien capaz de asesinar premeditadamente a cientos de personas.
Así, la teratización de Andreas Lubitz ha servido a los más justicieros de entre nosotros para reducir la complejidad del suceso a la maldad individual de un criminal. Para una gran parte de la sociedad, el tema no da para ninguna reflexión de pincel fino: basta con la brocha gorda de despotricar contra el monstruoso asesino al que, gracias a esta teratización, podemos concebir convenientemente ajeno al más mínimo atisbo de nosotros. Todo el tema se reduce al horror por la tragedia, el asco por el culpable y el deseo frustrado de venganza. Así, nada que plantearnos como individuos: un monstruo es una aberración ajena a nuestra normalidad, por lo que sólo queda denostarlo, perseguirlo y controlarlo.
De la mano de la teratización y en auxilio de las buenas maneras, acude nuestro segundo subterfugio exculpador: la patologización del individuo. La visceralidad justiciera y viejotestamentaria que convierte al asesino en monstruo no es de recibo para aquellos que por prurito ideológico intentamos vernos algo menos primarios. Los que nos demandamos engalanar de moralidad la visceralidad también hemos encontrado un asidero: la ciencia. Para ello, hemos ido convirtiendo al culpable en un engendro pergeñado por toda una ristra de presuntas enfermedades mentales a cuál de ellas más diagnosticable empíricamente, objetivamente definida… y, por supuesto, medicable.
Mucho antes de que se encontraran antecedentes suicidas, medicamentos tomados o por tomar, bajas por depresión o detalles privados de su vida tan irrelevantes como golosos, enjambres de psicólogos y psiquiatras ya habían hilvanado filigranas argumentales etiquetando a Lubitz con varias ristras de patologías al uso. Respondiendo a una doble necesidad urgente: Corporativamente, para salvaguardar el dogma de la infalibilidad de tests psicotécnicos y entrevistas a la hora de dictaminar (con la incontestabilidad empírica de una análisis de sangre en busca de colesterol) si una psique pertenece o no al pueblo elegido de la normalidad. Y socialmente, para evitarnos el escalofrío de reconocer lo inaceptable, y que el periodista Ramón Lobo se atrevió a plantear en uno de sus artículos: “Nadie denuncia lo esencial: lo que no es seguro es la raza humana”. Y menos, la que entre todos estamos construyendo.
Para podernos permitir el lujo de dormir tranquilos y exculpados como individuos y sociedad, desde que se conoció la tragedia necesitábamos probarnos tres cosas: 1. Que Andreas era un monstruo ajeno a nuestra humanidad; 2. Que Andreas era un enfermo cuya criminalidad patológica era la excepción a la regla humana y 3. Que el desarrollo actual de la psiquiatría nos permite detectar esas patologías monstruosas con precisión científica. Así podemos horrorizarnos ante su crimen con la indignación incólume frente a lo ajeno… y la seguridad apócrifa de saber detectar a los monstruos.
Teratizarlo nos permitió sentirlo ajeno a nosotros como individuos (“yo nunca podría llegar a actuar así”); patologizarlo nos redimió como sociedad (“la única causa fue su patología, personal e intransferible”). Teratización y patologización coinciden en un punto crucial: fuera el acto de un monstruo o de un enfermo… fue el acto individual de un Otro que nada tiene que ver con nosotros como sociedad ni –mucho menos- como individuos.
Aislar a Lubitz como anomalía execrable nos ha facilitado un viejo vicio humano de plena vigencia actual: evitar mirarnos al espejo en busca no de culpables y culpa (que, al hablar de un crimen, ésta recae exclusivamente en quién lo perpetra), pero sí de responsabilidades inferibles más allá del acto en sí. Porque por mucha razón que llevemos: ¿Qué aprendemos al requetedemonizar al demonio? ¿Qué de útil sacamos al regodearnos en el cacareo inquisitorial de culpar al obviamente culpable o escudriñar la enfermedad del obviamente enfermo?
Y lo peor, al hacerlo… ¿Qué debates necesarios estamos abortando? Tal vez por ello nos hemos lanzado con tal fruición a la deshumanización y la patologización del presunto asesino: precisamente, para evitar debates sociales e individuales que, por muy útiles que nos acabaran resultando, nos obligarían a cuestionarnos cuatro cositas en primera persona sobre nuestra esencia humana y la sociedad que entre todos estamos construyendo y que facilita (no provoca directamente, pero si ayuda a) según que desequilibrios y conductas criminales que ni Andreas Lubitz ha iniciado ni, por desgracia, habrá clausurado con su poliasesinato.
Porque… de los miles y miles de horas, palabras y programas dedicados a este suceso: ¿Qué tanto por ciento hemos dedicado a reflexionar sobre la fragilidad de la cordura humana? ¿Sobre el ángel y el demonio que absolutamente todos llevamos dentro? ¿Alguna luz sobre qué y cómo colaboramos con nuestras conductas o desidias a los males sociales que pudieron ayudar a que aflorara esta conducta criminal?
De los ríos de tinta abocados en diarios, revistas o redes sociales… ¿Qué tanto por ciento hemos dedicado a reflexionar sobre hasta qué punto ha podido influir en el desequilibrio del copiloto la banalización de la violencia y la virtulización del horror a la que tanto contribuimos con nuestro consumo de videojuegos, series y realidades virtuales varias que cada vez nos alejan más de las consecuencias reales de esas presuntas virtualidades? ¿Y a la entronización de la fama y el famoseo a golpe de efecto mediático? ¿A cómo un desequilibrado, para dar bombo y platillo a sus delirios, puede sentirse respaldado por el sensacionalismo mediático y las golosinas audiovisuales en forma de show de la pseudoinformación? ¿Cuánto tiempo hemos dedicado a reflexionar sobre la precariedad actual de las ciencias psiquiátricas y la sobremedicalización de los desequilibrios mentales y conductuales?
Ah, y si en vez de europeo el culpable hubiera sido árabe y en vez de luterano, musulmán ¿A dónde hubieran llegado los alaridos de histeria mediática? ¿Hasta qué delirios no hubieran propagado los medios la psicosis del peligro, los choques de culturas o la desconfianza respecto al otro? ¿Se ha hablado mucho sobre las consecuencias de la obsesión por la seguridad que influyó directamente en que el piloto no pudiera entrar en la cabina? ¿Ha sido un tema prioritario el hablar del peligro de estigmatización de las dificultades mentales, de unir sibilinamente depresión con suicidio y suicidio con asesinato?
Ninguno de estos temas han centrado el debate mayoritario. Se han podido tocar, si, pero de manera mayoritariamente tangencial, de pasada, tras horas de racaraca terriblista y chafardero, para luego despachar en minutos todas estas cuestiones cruciales, como un mero trámite y mantra exculpador y exculpatorio, en aras de aparentar cierta profundidad y corrección política. Una vez más, con las honrosas excepciones de algunos medios y profesionales (los menos), hemos confundido información con espectáculo, análisis con chafardeo morboso, periodismo con comadreo, debate con chismorreo y curiosidad con coprofagia.
Dedico un artículo de mi blog a este tema no sólo por mi interés en analizar cualquier tema de repercusión mediática, sino porque los tics sociales aquí detectados en el tratamiento de este suceso se reproducen inconscientemente en nuestras conductas individuales al abordar las complejidades cotidianas de nuestra propia vida. Varios paradigmas culturales aquí analizados se reproducen, en mayor o menor grado, en la mayoría de los casos con los que trabajo. Y son estos paradigmas viciados los que, de entrada, ya dificultan –o directamente impiden- un análisis eficiente de una situación como pórtico a las acciones que llevarán a solucionarlas.
1. INOCENCIA = IMPOTENCIA. Ante una dificultad, tendemos a dedicar cantidades ingentes de atención, tiempo y energía a demostrar nuestra inocencia frente a la situación que nos atenaza, como si lo importante no fuera encontrarle una solución sino demostrar(nos) que no la provocamos nosotros. En el próximo post veremos como el precio a pagar por la búsqueda compulsiva de exculpación limita las posibilidades de encontrar soluciones a nuestras dificultades. Priorizar la propia inocencia nos impide aprender, y quien nada aprende, nada mejora. ¿Nos suena la frase: “Los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla”? Pues los individuos, también.
2. RESPONSABILIDAD ≠ CULPA. Culpable es quien perpetra acciones legalmente punibles (por un juez); Responsable es todo aquel que se vea obligado a dar respuesta a una situación que se cruce en su vida y de la que sufrirá o disfrutará las consecuencias (independientemente de ser o no culpable de haberla creado). Centrarnos en la culpa nos impide ver qué grado de responsabilidad tenemos frente a una situación dada, y qué podemos hacer para influir sobre ella.
3. JUZGAR y CONDENAR vs COMPRENDER y APRENDER. Todo el tiempo que dedicamos a anatemizar a los demás o a los hechos, a lapidar conductas y emitir fatwas sumarísimas sobre cuestiones ajenas a nuestra influencia se lo arrebatamos a la necesaria comprensión de las disfunciones que padecemos, y a aprender nuevas maneras de enfrentarlas hasta subsanarlas.
Dedicaré los próximos artículos a estos tres temas que, al hilo del lamentable tratamiento mediático-social de la tragedia de los Alpes, me han vuelto a recordar como las personas reproducimos a nivel individual, consciente o inconscientemente, los paradigmas culturales de las sociedades que nos (co)crearon. Y las nefastas consecuencias que acarrean estos paradigmas tanto para nuestras sociedades como para nuestra vida privada.
No hay desarrollo social sin individual, pero tampoco individual sin social. No somos productos del determinismo social (podemos acabar transformándonos en lo que deseemos, tan sólo influídos más o menos por nuestras condiciones de partida), pero tampoco esencias etéreas independientes de la sociedad que nos ha conformado como individuos. Si algo enseña mi Coaching es que no somos ni víctimas ni Supermanes: ni la realidad nos determina, ni la voluntad individual lo puede todo, por mucho que la ideología imperante y nuestro narcisismo más infantiloide nos inviten a creerlo.
Khalil Gibran nos hablaba en uno de sus poemas de la idiotez de culpar a una mancha, pues lo que queda sucio es todo el traje. Así me siento yo tras la tragedia de los Alpes. Una tragedia sobre la que no tengo culpa alguna, pero de la que soy tan responsable como el resto de nosotros. Por muy incómodo que me resulte, me parece más acertado verlo así. Y, sobre todo más útil, pues me impele a aportar mi ínfimo granito de arena a construir una sociedad que minimice (en lo minimizable) la posibilidad que sucesos como éste ocurran y sujetos como Andreas Lubitz se desequilibren hasta la criminalidad.
Por muy poco que sea, algo podemos influir, más o menos, a la corta o a la larga. O repito: conviene verlo así. Ya bastante irresponsables tendemos a ser como para, encima, regalarnos un cheque en blanco al respecto. Y la mayor de nuestras irresponsabilidades es confundir responsabilidad y culpa. No os podéis imaginar el vuelco que da nuestra vida al aprender a diferenciarlas. Os invito a ello.