“Tal vez, una de las muchas razones por las que nuestra sociedad es tan irresponsable sea, precisamente, la necesidad de huir de la culpa incómoda… con la que confundimos la responsabilidad”, A. Poirier
Como bien sabéis los que me conocéis personalmente, me habéis leído en este blog, asistido a alguno de mis cursos o charlas o permitido que estructure vuestros procesos de Coaching, vengo de escuelas de pensamiento que ponen el acento en el desarrollo y el cambio social más que en el individual. Si estáis leyendo esto, seguro que alguna vez me habéis leído u oído apelar a las influencias sistémicas (entornos sociales, familiares, educativos, económicos) para explicar las conductas, errores e incluso las dificultades en las que las personas se vean inmersas.
Cuando hablo con terceras personas SOBRE UN individuo y sus circunstancias, me parece mucho más interesante y útil analizar los factores sociales que influyen sobre su conducta que jugar a psiconalizarlo sin saber hacerlo. Pero cuando hablo CON EL mismo individuo (que es lo que hago en mis procesos de Coaching y Formación), el mismo ahínco que ponía en desculpabilizarlo lo vuelco en responsabilizarlo de su situación. Tan inútil me parece culpabilizarlo de su problemática como desresponsabilizarlo de su obligación de solucionarla por sí mismo.
Llegado aquí, creo que ya va siendo hora de que me lance a explicar en profundidad el porqué. Y supongo que para ello debo empezar por aclarar qué entiendo por culpa y qué por responsabilidad.
Para mí, la culpa es un juicio de valor, subjetivo y personal, que realizamos sobre la moralidad, justicia o pertinencia de sucesos en particular, la vida en general, el mundo, uno mismo y/ o los demás. La culpa busca establecer quién es el causante de una situación dada, extendiendo patentes de inocencia o dictaminando fatwas sumarísimas que señalen con el dedo a quien creamos que ha provocado esa situación. La culpa no busca soluciones: busca infractores, victimarios a quienes inculpar, condenar y, por supuesto, castigar. Mediante la culpa, perseguimos dos objetivos potenciales: o deshacernos nosotros de la pesada carga de la culpa propia o hacer sentir mal a otro(s) endosándosela. Muy a menudo, los dos.
Por su parte, entiendo la responsabilidad como la obligación tácita de todo ser humano para hacerse cargo de todo lo que incide sobre su vida. Independientemente de los factores, personas o macroestructuras que nos hayan empujado hacia una tesitura determinada, la responsabilidad (etimológicamente, habilidad para responder) es la necesidad personal e intransferible no sólo de dotar de sentido los sucesos que conforman nuestra existencia, sino de activar cursos de acción que se hagan cargo de las consecuencias de esos sucesos sobre nuestra calidad de vida.
Dejadme ir al grano con un ejemplo: ¿Alguien piensa que es culpable de su situación la víctima de una violación? ¿O la de una infracción viaria ajena que le ha dejado en una silla de ruedas? ¿O un hombre o mujer que se hunde porque su pareja o familia le hayan traicionado? ¿O una trabajadora abocada al desempleo por la quiebra de una empresa desfalcada por sus dirigentes? Mi respuesta es rotunda: por supuesto que no. Afirmo con rotundidad que, en todos estos casos, la culpa es de unos sujetos que, por saltarse a la torera leyes y acuerdos sociales, merecen ser juzgados y castigados con penas acordes a la magnitud de sus delitos. Algo que en democracia (y hasta en nuestro sistema político actual) es prerrogativa exclusiva de autoridades y jueces. Pero, una vez aclarado este punto y sin profundizar más en él de puro obvio, ¿Quién es el primero que ha de responsabilizarse de las consecuencias sobre su vida de todos estos delitos? ¿Quién va a vivir en primera persona su propia situación: el presunto culpable o el sujeto al que le toque vivirla?
En mis cursos, charlas y procesos, el inicio de este tipo de reflexiones acostumbra a provocar desde cierta incomodidad o perplejidad hasta contrariedad o abierto y explícito rechazo. Y por mucho que no lo comparto, lo entiendo. Entre los muchos defectos que toda cultura humana conlleva, la judeocristiana occidental (a la que pertenecemos, independientemente de nuestras creencias y nuestro grado de apego a ella) comete el craso error de igualar responsabilidad y culpa. Con el piloto automático cultural, responsable (literalmente, capaz de responder) nos suena a sinónimo de culpable. Y no hay nada que pueda encolerizarnos más que sentir que se nos culpabiliza de sucesos o situaciones que nosotros no hemos causado y de las que nos sentimos injustamente perjudicados. Ni emoción más dolorosa e incómoda que la culpa.
Como veremos cuando por fin me lance a hablaos de la Inteligencia Emocional, las emociones inciden en la conducta humana básicamente de dos maneras: impeliéndonos a acercarnos a las fuentes de placer y alejándonos de las de dolor. Y es aquí donde radica la peor consecuencia de focalizar la atención en la culpa: debido a lo mal que nos hace sentir, nos empuja a alejarnos de ella, ergo de relacionarnos con esa situación con la que estamos obligados a lidiar, ergo de encontrar soluciones. Porque si no eres parte del problema, tampoco puedes serlo de la solución. La culpa ajena, como mucho, puede procurarnos el alivio apócrifo de la inocencia, pero al desmesurado precio de la impotencia. Quien crea que nada tuvo que ver en la gestación de una situación, sentirá nada puedo hacer para solucionarla
Si queremos responder con inteligencia a una situación dada, debemos responsabilizarnos de ella. ¿Cómo? Asumiendo la necesidad de enfrentarnos, dar sentido y construir respuestas adaptativas a todos y cado uno de los vectores que conforman esa situación, independientemente de que creamos que es justo o injusto vernos en la necesidad de hacernos cargo de ellos. Y desperdiciar nuestra energía en la culpa no nos ayuda a ello. La culpa, por definición, es estéril (al no enfocarse en soluciones, sino en castigos y castigables, en nada puede mejorar nuestra vida), pero en los ejemplos anteriores su dilucidación resulta tan necesaria como moralmente justa. Un violador, un insensato al volante o un delincuente económico han de ser reconocidos como culpables y recibir un castigo acorde a los perjuicios causados. La única manera de que la víctima de un delito se sienta socialmente respaldada es que el victimario responda por esos delitos, para no añadir al daño del perjuicio la humillación de la impunidad.
Pero, por suerte, la mayoría de nosotros no somos violados, atropellados y asaltados demasiadas veces cada día. El 99% de los conflictos que debemos afrontar tienen que ver con parejas que no actúan como nosotros consideramos correcto, con hijos que no obedecen, jefes de formas cuestionables, trabajos que no llegan, malos hábitos que nos emperramos en mantener o un euríbor desbocado. Y para solucionar cualquiera de estos casos, ¿Qué utilidad puede tener obsesionarnos en la cacería de culpables? No sólo no suma nada: es que resta, pues demonizar y anatemizar (al otro o a uno mismo) nos roba el tiempo, la atención y el entusiasmo que más nos convendría invertir en inventarnos soluciones.
Si mi pareja da por terminada una relación de una manera que yo considero injusta y por ello me siento sólo y triste, ¿En qué va a mejorar mi situación el encaparrarme en demonizar al otro y regodearme hasta la morbosidad en su maldad? ¿En qué va a ayudar a volverme a sentir amado y respetado el limitarme a escupir bilis sobre el presunto culpable? En nada, más allá del leve alivio transitorio –y a la larga, contraproducente- del yonqui al consumir una nueva dosis de heroína.
A una persona sin ingresos para permitirse los mínimos vitales, ¿En qué le va ayudar a encontrar trabajo el pasarse el día despotricando contra políticos, banqueros o macroestructuras sistémicas? Esto puede servir como combustible del compromiso ciudadano necesario para construir sociedades más justas donde no se permitan ciertos abusos de los más poderosos… ¿Pero le ayudará a pagar sus facturas al día siguiente? ¿a recuperar la confianza para construirse una nueva profesión?
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Dejadme extenderme en un ejemplo especialmente cruento. Imaginad a una persona en la flor de su vida a la que, en una noche de borrachera, un insensato al volante condena a una silla de ruedas. En el plano judicial, está claro que esta persona tiene todo el derecho a denunciar al descerebrado, y éste debe ser castigado como merece y resarcir a la víctima como estipulen las leyes. Pero en el plano personal, poco se ayudará la víctima consumiéndose en odios y rencores hacia el victimario en vez de centrándose en aprender a reconducir su vida hacia una existencia lo más plena y feliz posible. Incluso esta víctima ha de elegir donde concentrar su atención y sus esfuerzos: si en reconcomerse ante la injusticia del delito sufrido o en reconstruir su vida adaptándola a los nuevos retos de su realidad. De él (de cómo decida afrontar su situación, de sus ganas de marcarse retos e ilusionarse, de su actitud y acciones) y no de ningún tribunal ni victimario dependerá convertirse en una carga emocional para sus seres queridos o en una persona inmensamente feliz en el resto de ámbitos de su vida. Como una vez escuché en una terraza a un cliente en silla de ruedas: “Tras el accidente, tenía que elegir entre convertirme en un alcohólico amargado o en un campeón paralímpico del que me hija se sintiera orgulloso. Por suerte, acabé eligiendo lo segundo”
Y siendo esto válido incluso para delitos e injusticias legales, cuanto más no lo será para afrentas o desengaños personales que, por muy dolorosos que resulten, no son delitos. Un desamor, una traición personal, un despido tan legal como injusto… Frente a estos desengaños cotidianos, segundo que le robemos a la responsabilidad de afrontarlo malbaratándolo en la bilis del resquemor, segundo que habremos desperdiciado miserablemente, y habremos añadido sufrimiento gratuito y provocado por nosotros mismos al que ya venía, de serie, con la situación recibida.
La culpa pertenece al ámbito social y remite a causas, reglas morales y al pasado. Por su parte, la responsabilidad pertenece al ámbito individual y remite a consecuencias, soluciones y al futuro. Mientras la culpa busca el castigo del infractor, la responsabilidad persigue maneras de hacerse cargo de las consecuencias de lo que nos toque vivir. La vida no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con lo que nos sucede. “Con las piedras que la vida me lanza, construyo yo mi casa”, reza un proverbio tibetano. Pero eso lo conseguiremos responsabilizándonos de levantar paredes con ellas, no despotricando contra los lapidadores.
Dejemos la culpa para jueces y delitos pasados, y centremos nuestra atención y esfuerzos en hacernos cargo, radicalmente responsables, de nuestro presente y futuro. Centrarnos en culpas y condenas sólo puede llevarnos al que probablemente sea el más obtuso de los sufrimientos: el remordimiento. Re-mordimiento… Nietzsche lo definió en toda su inmensa estupidez: “El remordimiento es el bocado de un perro a una piedra”. Para no ser como un perro bobo (y conservar toda tu dentadura) te aconsejo centrar en moldear tu futuro a base de responsabilizarte, sin culpas, de tu presente.