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Culpables de Nada, Responsables de Todo

“Tal vez, una de las muchas razones por las que nuestra sociedad es tan irresponsable sea, precisamente, la necesidad de huir de la culpa incómoda… con la que confundimos la responsabilidad”, A. Poirier

Como bien sabéis los que me conocéis personalmente, me habéis leído en este blog, asistido a alguno de mis cursos o charlas o permitido que estructure vuestros procesos de Coaching, vengo de escuelas de pensamiento que ponen el acento en el desarrollo y el cambio social más que en el individual. Si estáis leyendo esto, seguro que alguna vez me habéis leído u oído apelar a las influencias sistémicas (entornos sociales, familiares, educativos, económicos) para explicar las conductas, errores e incluso las dificultades en las que las personas se vean inmersas.

Cuando hablo con terceras personas SOBRE UN individuo y sus circunstancias, me parece mucho más interesante y útil analizar los factores sociales que influyen sobre su conducta que jugar a psiconalizarlo sin saber hacerlo. Pero cuando hablo CON EL mismo individuo (que es lo que hago en mis procesos de Coaching y Formación), el mismo ahínco que ponía en desculpabilizarlo lo vuelco en responsabilizarlo de su situación. Tan inútil me parece culpabilizarlo de su problemática como desresponsabilizarlo de su obligación de solucionarla por sí mismo.

Llegado aquí, creo que ya va siendo hora de que me lance a explicar en profundidad el porqué. Y supongo que para ello debo empezar por aclarar qué entiendo por culpa y qué por responsabilidad.

Para mí, la culpa es un juicio de valor, subjetivo y personal, que realizamos sobre la moralidad, justicia o pertinencia de sucesos en particular, la vida en general, el mundo, uno mismo y/ o los demás. La culpa busca establecer quién es el causante de una situación dada, extendiendo patentes de inocencia o dictaminando fatwas sumarísimas que señalen con el dedo a quien creamos que ha provocado esa situación. La culpa no busca soluciones: busca infractores, victimarios a quienes inculpar, condenar y, por supuesto, castigar. Mediante la culpa, perseguimos dos objetivos potenciales: o deshacernos nosotros de la pesada carga de la culpa propia o hacer sentir mal a otro(s) endosándosela. Muy a menudo, los dos.

Por su parte, entiendo la responsabilidad como la obligación tácita de todo ser humano para hacerse cargo de todo lo que incide sobre su vida. Independientemente de los factores, personas o macroestructuras que nos hayan empujado hacia una tesitura determinada, la responsabilidad (etimológicamente, habilidad para responder) es la necesidad personal e intransferible no sólo de dotar de sentido los sucesos que conforman nuestra existencia, sino de activar cursos de acción que se hagan cargo de las consecuencias de esos sucesos sobre nuestra calidad de vida.

Dejadme ir al grano con un ejemplo: ¿Alguien piensa que es culpable de su situación la víctima de una violación? ¿O la de una infracción viaria ajena que le ha dejado en una silla de ruedas? ¿O un hombre o mujer que se hunde porque su pareja o familia le hayan traicionado? ¿O una trabajadora abocada al desempleo por la quiebra de una empresa desfalcada por sus dirigentes? Mi respuesta es rotunda: por supuesto que no. Afirmo con rotundidad que, en todos estos casos, la culpa es de unos sujetos que, por saltarse a la torera leyes y acuerdos sociales, merecen ser juzgados y castigados con penas acordes a la magnitud de sus delitos. Algo que en democracia (y hasta en nuestro sistema político actual) es prerrogativa exclusiva de autoridades y jueces. Pero, una vez aclarado este punto y sin profundizar más en él de puro obvio, ¿Quién es el primero que ha de responsabilizarse de las consecuencias sobre su vida de todos estos delitos? ¿Quién va a vivir en primera persona su propia situación: el presunto culpable o el sujeto al que le toque vivirla?

En mis cursos, charlas y procesos, el inicio de este tipo de reflexiones acostumbra a provocar desde cierta incomodidad o perplejidad hasta contrariedad o abierto y explícito rechazo. Y por mucho que no lo comparto, lo entiendo. Entre los muchos defectos que toda cultura humana conlleva, la judeocristiana occidental (a la que pertenecemos, independientemente de nuestras creencias y nuestro grado de apego a ella) comete el craso error de igualar responsabilidad y culpa. Con el piloto automático cultural, responsable (literalmente, capaz de responder) nos suena a sinónimo de culpable. Y no hay nada que pueda encolerizarnos más que sentir que se nos culpabiliza de sucesos o situaciones que nosotros no hemos causado y de las que nos sentimos injustamente perjudicados. Ni emoción más dolorosa e incómoda que la culpa.

Como veremos cuando por fin me lance a hablaos de la Inteligencia Emocional, las emociones inciden en la conducta humana básicamente de dos maneras: impeliéndonos a acercarnos a las fuentes de placer y alejándonos de las de dolor. Y es aquí donde radica la peor consecuencia de focalizar la atención en la culpa: debido a lo mal que nos hace sentir, nos empuja a alejarnos de ella, ergo de relacionarnos con esa situación con la que estamos obligados a lidiar, ergo de encontrar soluciones. Porque si no eres parte del problema, tampoco puedes serlo de la solución. La culpa ajena, como mucho, puede procurarnos el alivio apócrifo de la inocencia, pero al desmesurado precio de la impotencia. Quien crea que nada tuvo que ver en la gestación de una situación, sentirá nada puedo hacer para solucionarla

Si queremos responder con inteligencia a una situación dada, debemos responsabilizarnos de ella. ¿Cómo? Asumiendo la necesidad de enfrentarnos, dar sentido y construir respuestas adaptativas a todos y cado uno de los vectores que conforman esa situación, independientemente de que creamos que es justo o injusto vernos en la necesidad de hacernos cargo de ellos. Y desperdiciar nuestra energía en la culpa no nos ayuda a ello. La culpa, por definición, es estéril (al no enfocarse en soluciones, sino en castigos y castigables, en nada puede mejorar nuestra vida), pero en los ejemplos anteriores su dilucidación resulta tan necesaria como moralmente justa. Un violador, un insensato al volante o un delincuente económico han de ser reconocidos como culpables y recibir un castigo acorde a los perjuicios causados. La única manera de que la víctima de un delito se sienta socialmente respaldada es que el victimario responda por esos delitos, para no añadir al daño del perjuicio la humillación de la impunidad.

Pero, por suerte, la mayoría de nosotros no somos violados, atropellados y asaltados demasiadas veces cada día. El 99% de los conflictos que debemos afrontar tienen que ver con parejas que no actúan como nosotros consideramos correcto, con hijos que no obedecen, jefes de formas cuestionables, trabajos que no llegan, malos hábitos que nos emperramos en mantener o un euríbor desbocado. Y para solucionar cualquiera de estos casos, ¿Qué utilidad puede tener obsesionarnos en la cacería de culpables? No sólo no suma nada: es que resta, pues demonizar y anatemizar (al otro o a uno mismo) nos roba el tiempo, la atención y el entusiasmo que más nos convendría invertir en inventarnos soluciones.

Si mi pareja da por terminada una relación de una manera que yo considero injusta y por ello me siento sólo y triste, ¿En qué va a mejorar mi situación el encaparrarme en demonizar al otro y regodearme hasta la morbosidad en su maldad? ¿En qué va a ayudar a volverme a sentir amado y respetado el limitarme a escupir bilis sobre el presunto culpable? En nada, más allá del leve alivio transitorio –y a la larga, contraproducente- del yonqui al consumir una nueva dosis de heroína.

A una persona sin ingresos para permitirse los mínimos vitales, ¿En qué le va ayudar a encontrar trabajo el pasarse el día despotricando contra políticos, banqueros o macroestructuras sistémicas? Esto puede servir como combustible del compromiso ciudadano necesario para construir sociedades más justas donde no se permitan ciertos abusos de los más poderosos… ¿Pero le ayudará a pagar sus facturas al día siguiente? ¿a recuperar la confianza para construirse una nueva profesión?


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Dejadme extenderme en un ejemplo especialmente cruento. Imaginad a una persona en la flor de su vida a la que, en una noche de borrachera, un insensato al volante condena a una silla de ruedas. En el plano judicial, está claro que esta persona tiene todo el derecho a denunciar al descerebrado, y éste debe ser castigado como merece y resarcir a la víctima como estipulen las leyes. Pero en el plano personal, poco se ayudará la víctima consumiéndose en odios y rencores hacia el victimario en vez de centrándose en aprender a reconducir su vida hacia una existencia lo más plena y feliz posible. Incluso esta víctima ha de elegir donde concentrar su atención y sus esfuerzos: si en reconcomerse ante la injusticia del delito sufrido o en reconstruir su vida adaptándola a los nuevos retos de su realidad. De él (de cómo decida afrontar su situación, de sus ganas de marcarse retos e ilusionarse, de su actitud y acciones) y no de ningún tribunal ni victimario dependerá convertirse en una carga emocional para sus seres queridos o en una persona inmensamente feliz en el resto de ámbitos de su vida. Como una vez escuché en una terraza a un cliente en silla de ruedas: “Tras el accidente, tenía que elegir entre convertirme en un alcohólico amargado o en un campeón paralímpico del que me hija se sintiera orgulloso. Por suerte, acabé eligiendo lo segundo”

Y siendo esto válido incluso para delitos e injusticias legales, cuanto más no lo será para afrentas o desengaños personales que, por muy dolorosos que resulten, no son delitos. Un desamor, una traición personal, un despido tan legal como injusto… Frente a estos desengaños cotidianos, segundo que le robemos a la responsabilidad de afrontarlo malbaratándolo en la bilis del resquemor, segundo que habremos desperdiciado miserablemente, y habremos añadido sufrimiento gratuito y provocado por nosotros mismos al que ya venía, de serie, con la situación recibida.

La culpa pertenece al ámbito social y remite a causas, reglas morales y al pasado. Por su parte, la responsabilidad pertenece al ámbito individual y remite a consecuencias, soluciones y al futuro. Mientras la culpa busca el castigo del infractor, la responsabilidad persigue maneras de hacerse cargo de las consecuencias de lo que nos toque vivir. La vida no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con lo que nos sucede. “Con las piedras que la vida me lanza, construyo yo mi casa”, reza un proverbio tibetano. Pero eso lo conseguiremos responsabilizándonos de levantar paredes con ellas, no despotricando contra los lapidadores.

Dejemos la culpa para jueces y delitos pasados, y centremos nuestra atención y esfuerzos en hacernos cargo, radicalmente responsables, de nuestro presente y futuro. Centrarnos en culpas y condenas sólo puede llevarnos al que probablemente sea el más obtuso de los sufrimientos: el remordimiento. Re-mordimiento… Nietzsche lo definió en toda su inmensa estupidez: “El remordimiento es el bocado de un perro a una piedra”. Para no ser como un perro bobo (y conservar toda tu dentadura) te aconsejo centrar en moldear tu futuro a base de responsabilizarte, sin culpas, de tu presente.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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