Uno de los conceptos clave del Coaching es la libertad, y sólo es libre quien es autónomo. Sin confundirla con una autosuficiencia que no está al alcance de un animal gregario como el humano (el 99’99% de la humanidad necesita de los demás para subsistir y ser feliz), la autonomía de pensamiento, sentimiento y de acción es la finalidad última de todo proceso de superación personal.Y al entrenarnos para convertirnos en amargados profesionales, la finalidad no varía: sigue siendo la más absoluta autonomía. Mientras nuestras penurias dependan de que los demás nos traten mal o que el azar se nos vuelva en contra, no pasaremos de meros amateurs del dolor, y para ese objetivo no hace falta entrenarse. ¿Alguien ha visto uno de esos azulejos de bar -todos ellos tan sabios y progres-en el que dice “Qué gran día. A ver cuanto tarda en llegar alguien para joderlo”? Pues tras estos últimos consejos, a ti ya no te hará falta que aparezca nadie: ¡Ya te lo puedes joder tu solito, sin necesidad de nadie!
Tras leer y aplicar las ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN I: la profesionalización de la amargura y ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN II: cultivando el resentimiento y la resignación, ya sabéis como convertir una cierta incomodidad o tristeza en una profunda depresión (recordad: convertir en general, eterno e identitario todo lo doloroso que pudiera parecer concreto, puntual y conductual), así como cultivar los tres ingredientes básicos de la amargura (el resentimiento, la resignación y la angustia). Sólo me queda, para ayudar a que os doctoréis en autoflagelo, tres consejitos estratégicos a la hora de retorcer la realidad todo lo que haga falta hasta que acabe destilando su jugo más amargo. Con estas tres últimas guindillas, nos sobrará para amargarnos soberanamente el pastel de la vida.
1. EL MUNDO HA DE SER PERFECTO Y, PARA SERLO, DEBE SER TAL Y COMO YO CREA QUE TIENE QUE SER
a) La realidad ha de ser exactamente como yo creo, considero justo, adecuado, racional u obvio que sea. El mundo tiene la obligación de responder a mis anhelos. De no ser así, me consideraré estafado, pues la vida no ha cumplido con el contrato firmado al nacer en el que especificaba claramente que ni envejeceríamos, ni enfermaríamos ni habría contratiempo alguno en nuestra existencia (por cierto: si no encuentras ese contrato, no es que no exista… es que lo has traspapelado).
b) Las cosas son tal y como yo las veo y quien no piense igual, o es tonto o alberga inconfesables intenciones perversas para negar lo obvio. Mis criterios no son míos, son los criterios, los únicos válidos y los que todo el mundo debería aceptar como propios (en caso de duda, remítete al contrato anterior, que también lo exponía con claridad.
2. LOS DEMÁS HAN DE SER PERFECTOS, Y PARA SERLO DEBEN DE SER TAL Y COMO YO CREA QUE TIENEN QUE SER
a) Los demás han de actuar, pensar y sentir ser como yo considero que es justo, lícito e inteligente que lo hagan (que todo ello acostumbre a coincidir, sospechosamente, con como a ti te convendría personalmente no debería despertarte ni la más mínima sospecha respecto a la intachable moralidad y objetividad de tus conclusiones).
b) Además, esos demás tienen la obligación implícita de adivinar lo que quiero y considero lícito sin yo tener que tomarme la molestia de explicitarlo, acordarlo y pedirlo. En especial los más cercanos (sobre todo, la pareja), si me quieren, me ofrecerán –¡Y espontánea! ¡ Y gustosamente!- aquello que a veces ni tan siquiera yo sé que prefiero o necesito. Y si hace falta decirlo, entonces no vale la pena que lo diga, pues ya no tendría valor alguno el que me lo concedieran.
c) Caso de dificultades o conflictos intepersonales, la opción es nítida: que cambien los demás. Concentra toda tu atención en culpar a los otros involucrados y en exigirles que cambien todo aquello que a ti no te cuadre, evitando a toda costa pensar en qué podrías cambiar tú. (Y ni se te ocurra plantearte si tú estás ofreciendo lo que pides; aunque, caso de hacerlo, considera que eso obliga automáticamente al otro a imitarte).
d) Mantente “fiel” a tus principios (más que principios ¡Ten finales!). Independientemente del dónde, del cuándo y el con quién, defiende a ultranza aquello que pienses. Y no lo cambies nunca, ni tan siquiera lo matices: destierra posibles aprendizajes (señal que te equivocabas antes, qué vergüenza), mantente impasible ante cualquier posible enseñanza que pudiera enriquecer –ergo variar- tu punto de vista (recuerda que no es un, sino él punto de vista: un reflejo irrefutablemente objetivo, exacto e invariable de la verdad verdadera, por supuesto absoluta). Y quien se pique, que ajos coma. Tú eres así… sincero, directo y valiente (habría quien lo consideraría sincericida, egocéntrico y desaprensivo, pero tú ni caso).
3) RECUERDA: HAGAS LO QUE HAGAS, NADA CAMBIARÁ.
a) Todo tiempo pasado fue mejor… e irrecuperable. Magnifica los placeres de tu juventud y minimiza el dolor, los déficits y las contradicciones propias de la infancia o la adolescencia. Una vez convenientemente idealizada hasta el delirio, compara esa juventud idílica con lo que vaya peor de tu vida actual, así como con todos los aspectos menos amables de la edad adulta. Y, por supuesto, borra de tu atención todo aquello que ahora disfrutas, precisamente, gracias al paso de los años y que en tu juventud ni podías soñar con gozar.
b) Al hilo de la edad, no olvides nunca que “ahora ya es demasiado tarde”. Todo aquello de lo que no disfrutes actualmente y ahora desearías, lo podrías tener de haber hecho algo diferente en tu juventud, pero ya no merece la pena. Siempre acaba cualquier conato de compromiso de mejora contigo mismo con un profundo suspiro precediendo un más que resignado “ya… qué más da”. Tanto tu personalidad como tu presente, futuro y destino están ya marcados por un pasado frente al que ya nada puedes hacer, pues pasado está.
c) Y lo más importante: no actúes, limítate a filosofar vagamente. Y al pensar, nada de especificar: jamás reflexiones sobre tu vida, sino sobre “LA vida”; nada de tu pareja… “LA pareja”, etc. Céntrate en elucubraciones meramente abstractas, sin cotejar jamás datos prácticos ni observaciones contrastables que pudieran contradecir tus divagaciones sobregeneralizadas o invitarte a la acción. Y a poder ser, centra tus cavilaciones en datos que, convenientemente manipulados, te lleven a reglas universales suprahumanas frente a las que tú nada puedes hacer. O mejor aún: que prueben confabulaciones cósmicas que disfracen tu egocentrismo humano de razonamiento intelectual, y tus reticencias a actuar de objetividad existencial. Sólo así podrás llegar a conclusiones tan empíricamente irrefutables como que “todo me pasa a mí”, “cuando vengo a un sitio, siempre pasa algo gordo”, “cuando necesito aparcar, todo el mundo se queda en casa”, “cuando tengo prisa, siempre hay caravana” o “como decida ir a la playa, llueve seguro”. Recuerda que el planeta en su conjunto gira alrededor tuyo (en la dirección que más te joda, claro), que dios no tiene nada más que hacer que fijarse en ti y que la conducta de los demás, los accidentes, las obras, las placas tectónicas y las isobaras están únicamente pendientes de lo que tú hagas o dejes de hacer.
De aprender a significar -automática y espontáneamente- la realidad así, sabremos procurarnos el aderezo necesario para amargarnos la existencia profesionalmente, sin necesidad de nada ni nadie (¡El sumum de la autonomía!). Toda amargura es imperfecta y puede sucumbir a puntuales ataques de ilusión si no acompañamos el resentimiento, la resignación y la angustia de la rabia, tristeza y decepción que emanará, con toda espontaneidad, de aplicar las tres reglas anteriores.
El poeta inglés Milton, en su magnífica Utopía, escribió que “La mente es su propio lugar y por sí misma puede hacer un cielo del infierno, un infierno del cielo”. Una gran verdad que algún desaprensivo podría utilizar para fines tan espurios como la satisfacción. De hecho, el gran peligro de todo este curso de amargura es precisamente el conseguir el efecto contrario al deseado, y que alguien pueda tergiversar mis consejos, precisamente, para dejar de provocarse el dolor innecesario que nos provocan no los hechos, sino nuestra manera de vivirlos. Las fórmulas enseñadas hasta ahora para conseguir una amargura a prueba de bombas, lamentablemente, también funcionan a la inversa. Milton diría que las mismas técnicas que tan útiles nos resultan para transformar nuestros cielos en infiernos pueden utilizarse para transformar en cielos… hasta nuestros peores infiernos. Por suerte, a los humanos nos sobra con el purgatorio para vivir incómodos. Y yo, en mi proverbial humildad, tampoco aspiro a más que a que os contentéis con un incómodo pero apacible purgatorio.