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El Arte de Soplar y Sorber

Si has leído los últimos tres artículos del blog, estaremos de acuerdo en que:

Todos buscamos la felicidad.
La felicidad se basa en satisfacer, con frecuencia e intensidad, aquello que nos motiva profundamente.
Aquello que nos motiva profundamente son nuestros valores esenciales.
Reflexionando y comparando nuestras reflexiones con nuestras conductas cotidianas, podemos tomar conciencia de hasta qué punto nuestra vida responde a nuestros valores.
La felicidad es la consecuencia ineludible de adecuar conductas a valores o valores a conductas.
Hasta aquí fácil, aunque largo de trabajar, ¿Verdad? Pero…

¿Qué hacemos si descubrimos que, entre los valores que nuestra felicidad requiere, aparecen algunos presuntamente irreconciliables? ¿Cómo me lo monto si, al mismo tiempo, preciso tranquilidad y aventura, previsibilidad y sorpresa, soledad y familia, libertad y compañía, poligamia y fidelidad, altruismo y negocio o seguridad y ambición? El maldito refranero, tan carca como siempre, carga contra nosotros una vez más al intentar adoctrinarnos con otra de sus sandeces lapidarias: “No se puede sorber y soplar al mismo tiempo”. Pero… ¿Realmente no se puede? ¿Escoger siempre conlleva descartar?
He trabajado con decenas de clientes cuya confusión emanaba de este tipo de conflicto de valores. Toda toma de decisiones conlleva un estira y afloja subterráneo entre valores enfrentados. Y a estas alturas ya sabemos que elegir conlleva millones de potenciales descartes, y es por ello que una de las ideas transversales de todo el blog es que toda elección conlleva tanto unos beneficios como, ineludiblemente, un precio. Pero este precio… ¿Se puede regatear? Y en caso afirmativo… ¿Cómo hacerlo?

Empezaré por lo más sencillo: afirmar que si. Como en cualquier tipo de negociación, todo precio bien puede ser matizable. Con una actitud flexible, amplitud de miras, conociendo nuestros valores esenciales y entendiendo lo que realmente queremos al desear aquello que deseemos, podemos negociar (hasta cierto punto) el precio a pagar por nuestras decisiones. El quid de la cuestión radica en cómo hacerlo…

Y para explicar el cómo negociar para armonizar valores presuntamente excluyentes, dejadme ofreceos mi propia experiemcia personal. Hace 9 años pude presentarme por última vez a la convocatoria de unas becas AECI. A mis 34 años (fecha límite establecida en las bases), quedé preseleccionado junto con otra persona para dar clases de lengua, literatura e historia hispánicas por la West Indies University (Trinidad y Tobago). Por aquel entonces, mi sueño dorado era vivir en el Caribe dando clases y, al mismo tiempo, dedicándome a una tesis doctoral sobre literatura afroamericana. ¡Era la ocasión soñada! Un trabajo bien remunerado, en un lugar mágico y con tiempo para estudiar y escribir en uno de los países sobre los que quería trabajar y codeándome con expertos en la materia sobre la que quería estudiar. Pocas veces en mi vida sentí que utopía y realidad eran prácticamente sinónimos…

La resolución final tardaría unas semanas (la Universidad de Trinidad debía elegir entre mi expediente y el de la otra persona preseleccionada), y yo pensaba que esta espera sería el monotema que colapsaría mi atención. Pero la suerte, dios, el diablo, los dos a la limón o ninguno de ellos me tenían reservado uno de esos azares que nosotros, en nuestro infinito egocentrismo, significamos como un giro dramático imprevisto: justo mientras esperaba la respuesta de mi vida, la de mi padre fue puesta en vilo por un infarto con toda la pinta de ser definitivo.

Imagino que no hace falta que os explicite mi violento conflicto de valores: por un lado, la aventura, la distancia, la realización personal, la sabiduría, la ambición vital, la novedad, la sorpresa, la incertidumbre; por el otro, el compromiso personal, la fidelidad a la familia, el amor filial. Por un lado, mi padre entre la vida y la muerte y mi familia necesitándome más que nunca; por otro, con un 50% de posibilidades de estar a dos meses de poder embarcarme en el más eufórico de mis sueños. Nunca imaginé encontrarme en una situación que me obligara a escoger (ergo descartar) entre valores tan profundamente fundamentales. Pero si: de la misma manera que la buena ficción ha de parecer real para creérnosla, la buena realidad ha de parecer ficción para merecer vivirla. A ratos se me antojaba estar viviendo una novela y que alguien se estaba divirtiendo mucho al escribirla, sobre todo mi abrumado personaje. Porque hasta los ateos tenemos delirios puntuales sobre divinidades (en mi caso literarias, pero deidades a fin de cuentas).

Al cabo de unos días, y sin tener todavía noticias de la resolución de mi beca, mi padre empezó a estabilizar sus constantes. Y las predicciones imprecisas del equipo médico fueron transformándose poco a poco en diagnósticos concretos: mi padre sobreviviría a este envite, pero los daños a su corazón acabarían pasando factura en un futuro que los médicos establecían, sin poder precisar más allá de la mera especulación, en no muy lejano. La alegría de saber que podríamos mimar a mi padre unos meses / años más, pronto se vió matizada por la afilada sombra de mis interrogantes. ¿Qué hago? La beca era de tres años… ¿Me voy, y dejo a mi padre en la última etapa de su vida? ¿Me quedo y renuncio a lo que llevaba persiguiendo 7 años seguidos (o una vida entera) y representaba la culminación de todos mis utopías?

Tenía que decidir. Y no tenía ni idea de qué decidir, pero sí que quería hacerlo bien. Y antes de decidir el QUÉ, tenía que decidir el CÓMO, el PORQUÉ y el PARA QUÉ. Antes de decidir si me iba o me quedaba, tenía que aclararme los criterios y las condiciones de mi decisión. Y decidí que antes de decidir, para evitar esos victimismos gratuitos y dramitas de opereta bufa a los que somos tan propensos, debía poner varios puntos sobre diferentes íes:

1. Decidiera lo que decidiera, sería feliz con mi decisión. Si decidía quedarme, me repetiría hasta convencerme que lo mejor que podía hacer por mi padre era estar a su lado en sus últimos tiempos; si decidía irme, haría todo el autoproselitismo que hiciera falta hasta convencerme que lo mejor que podía hacer por mi padre era ir en pos de mis sueños, no hacerle sospechar que estaba aguando mi vida por él y dedicarle en la distancia desde mis logros intelectuales hasta la última de mis carcajadas.

2. Decidiera lo que decidiera, lo haría exclusivamente por mi propio bienestar. No negaré que, por momentos, me seducían un par de ideas tan apócrifas como tentadoras: la primera, pensar que no había elección (“tenía” que quedarme por obligación moral, para así librarme del vértigo de la responsabilidad que la libertad de elegir conlleva); la segunda, sentir que me sacrificaba por mi padre (a ratos, al pensar en mi presunto martirio, hasta escuchaba sonar trompetas y veía a las multitudes quemando incienso a mis pies para venerar la magnitud de mi sacrificio). Por suerte, no me permití creerme ninguna de estas dos patrañas. Desde el principio me repetí machaconamente que, hiciera lo que hiciera, lo haría por razones insoslayablemente egoístas. Tanto si me iba como si me quedaba, lo haría por mi propio bienestar, mi autoestima y para lo que todos hacemos todo lo que hacemos: llevarme bien conmigo mismo, respetarme y poderme mirar al espejo.

Esta fue la primera vez que, con más intuición que certezas (todavía estaba lejos de saber lo que ahora sé sobre el tema), apliqué las actitudes que describí en los tres post anteriores sobre valores y decisiones. Pero en aquella ocasión adopté otra determinación:

3. Renunciara a lo que renunciara, me confabularía para intentar compensar lo descartado. Cierto, estaba en una situación en la que tenía que elegir entre soplar y sorber (cuando mis instintos de niño mimado me exigían querer hacerlo todo al mismo tiempo), y me costaba horrores aceptar que debía renunciar a algo de lo que estaba en juego. Tenía que sacrificar la proximidad a mi padre en el altar de Trinidad y Tobago o viceversa, y tan inaceptable me parecía un descarte como el otro. Para salir del frontón desquiciante en el que tan fácil resulta caer en estas elecciones tan irreconciliables, me confabulé conmigo mismo para reducir el precio a pagar a la mínima cantidad posible. Acepté que pagar tendría que pagar, pero que podía elegir entre pagar mucho o pagar poco (o entre muchísimo y bastante). Con el tiempo, me he dado cuenta que utilicé varias técnicas que hoy propongo a los clientes que se pierden en este tipo de laberintos. Entre otras cosas, me dediqué a:

a) Auditar las creencias relacionadas con cada valor. Todo valor se sustenta sobre un conjunto de creencias que los refuerzan y nos empujan a priorizarlos sobre otros (si tengo como valor esencial la estabilidad, seguro que albergo creencias del tipo “cuidado, las cosas pueden ir a peor” o “mejor malo conocido…”; si tengo como valor esencial la aventura, seguro que albergo creencias del tipo “el aburrimiento es horrible”, “en la variedad está el gusto”, etc.). Como vimos en post anteriores, las creencias son subjetivas y arbitrarias y, por lo tanto, perfectibles y adaptables a nuevos contextos. En mi caso, empecé a replantearme: “¿Es que acompañar a alguien en sus últimos años sólo puede hacerse desde la proximidad física?” “¿Sólo puede hacerse un doctorado en literatura afroamericana en América?”

b) Redefiniendo condiciones de satisfacción de esos valores. Cuando nos sentimos satisfechos o insatisfechos frente a unos valores, lo hacemos comparando lo que vivimos con unos baremos (casi siempre, implícitos) que marcan los mínimos aceptables. Podemos sentirnos satisfechos escrutando esos baremos y adaptándolos a las particularidades de una nueva situación. “Si, quiero vivir en una aventura pero, ¿Tiene que serlo todos los días? ¿Sólo vale si son tres años seguidos?”. Y al revés: “Para estar acompañando a mi padre, ¿Tengo que estar siempre cerca?” “De quedarme, ¿Lo estaré siempre?”

c) Puenteo de valores. Recordad de post anteriores: No nos conviene confundir el dedo con la luna. Al yo sentir que quería irme a Trinidad y Tobago, ¿Qué era lo realmente quería al quererlo? Como ya he dicho: aventura, sabiduría, interculturalidad, desarrollo personal, cambio. Esto era lo que me motivaba, no el hecho en sí de vivir tres años en Port of Spain. Una vez aclarado, las preguntas se dibujaron casi solas: “¿Es que estos valores sólo pueden vivirse allí? ¿Qué podría hacer, si decidiera quedarme, para vivir en Cataluña el máximo de esa aventura, sabiduría, interculturalidad, desarrollo personal, cambio, etc.? Y a la inversa, al querer quedarme junto a mi padre, lo que yo realmente quería era sentirme congruente, amar, devolver lo recibido, etc. Y las preguntas obvias: “¿Es que estos valores sólo podría vivirlos aquí?” “¿Qué podría hacer, si decidiera irme, para sentirme congruente, amar y devolver lo recibido?”

d) Reestructurando marcos temporales para hacer huecos vitales puntuales a los otros valores. Evidentemente, soplar y sorber no se puede hacer exactamente en el mismo momento, pero… ¿Qué impide hacerlo sucesivamente, una cosa tras la otra? Aplicado a mi ejemplo: “¿Es que uno sólo puede irse a vivir fuera mediante una de estas becas que ya no podría volver a pedir?” Además, según como fuera la salud de mi padre, no podría primero irme 3 años y luego acompañarlo, pero… “¿Y al revés? ¿Por qué no puedo irme a esos doctorados y países después de haber satisfecho mis deseos para con mi padre?” “¿Qué me lo podría impedir, si así me diera la reverenda gana?”

Gracias a estas estrategias, yo ya había decidido como vivir mi decisión antes de haberla tomado. Al cabo de unos días, con mi padre todavía en el hospital y cuando ya había decidido quedarme (las dos últimas preguntas fueron rotundamente decisivas), llegó un mail del ministerio de asuntos exteriores con la respuesta definitiva. Recuerdo a punto de abrirlo en casa de mi mejor amigo (por supuesto, la calidad de la novela exigía tan adecuado escenario), dudando de qué quería que me comunicara. Por un lado me hubiera encantado que dijera que si, para sentir que era yo quién renunciaba y realzar el valor de mi decisión; por otro lado, quería que me dijera que no, pues temía que un si me hubiera hecho dudar y recomenzar el doloroso proceso de decidir.

Si hubiera sido por mí -todavía hoy, 9 años después-, tal vez estaría dudando en si abrirlo o no y qué desear. Por suerte, ese mejor amigo viene a llamarse Jordi Magallón, y pronto me quitó el ratón de las manos (al aristocrático grito de: “Venga ya, a tomar por… tanta tontería”) para clicar en el correo y acabar con el melodrameo wodyalleniesco al que yo era tan adicto. Alea jacta est: la West Indies University había elegido a la otra persona. No había más que pensar: la contundencia irrefutable de los hechos consumados acabó con el vaivén chiquitesco de mis dudas. ¿Definitivamente? Creo que el hecho de estar escribiendo sobre ello tantos años después prueba a las claras… que no.

Sin entrar en anecdotario biográfico sin categoría alguna más allá del mero chafardeo, dejadme contaos como sigue acabando hoy esta historia. Pude disfrutar de mi padre durante varios años más, y no pasa un sólo día de mi vida en que me congratule de haberlo hecho. Amén de disfrutar de mi tiempo con él (con esa intensidad que sólo se consigue con la conciencia de la finitud de aquello que pronto no se podrá volver a hacer), intenté vivir mis valores desechados al quedarme. Al decidir quedarme por muchos años, me mudé de Sant Andreu de la Barca a Barcelona (que ni estará lejos ni será el Caribe, pero qué maravilla de ciudad), empecé a rodearme compulsivamente de amigos de cuantas más nacionalidades mejor, me puse a estudiar no un doctorado en literatura afroamericana, pero sí una retahíla de masters de lo más variopintos (desde Inmigración a Cooperación Internacional pasando por Coaching, PNL, Inteligencia Emocional…). También aprendí historia y empecé a compartir mi país (su historia… y su gastronomía y sus vinos, especialmente) con personas curiosas que venían a conocerlo más allá de postalitas y topicazos. Y lo más importante: me confabulé para aportar a mi cotidianidad discreta toda la intensidad, aventura, variedad y aprendizaje que mi miopía me hizo pensar que sólo podría vivir en Trinidad y Tobago.

¿Qué hubiera sido de mi vida si me hubieran elegido para este proyecto y yo lo hubiera aceptado? ¿Quién sería hoy? No puedo tener ni la menor idea, pero si sé quién no sería: el que ahora soy. Ni yo estaría escribiendo esto, ni tú leyéndolo. Y tal vez esto no justifica todo lo que nunca sabré que perdí al no vivir en Trinidad… pero aporta su granito de arena, junto a los miles de momentos y personas maravillosas que he vivido en Cataluña desde entonces (y que, de haber marchado, ni sospecharía haberme perdido). Me alegro enormemente de que tú estés ahí ahora, y yo aquí. Por dos razones: primero, porque genuinamente lo hago. Segundo, porque no hay más narices.

Esta experiencia tal vez fue la semilla de mis aprendizajes actuales. Como mínimo, me sirvió para aprender que se puede sorber y soplar… casi al mismo tiempo. Porque, en la vida, por muy caliente que se nos presente un plato, no hace falta ni quemarse… ni quedarse con hambre. Sabiendo cómo sorber y soplar, claro. Te invito a aprender a hacerlo.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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