Si has leído los últimos tres artículos del blog, estaremos de acuerdo en que:
Todos buscamos la felicidad.
La felicidad se basa en satisfacer, con frecuencia e intensidad, aquello que nos motiva profundamente.
Aquello que nos motiva profundamente son nuestros valores esenciales.
Reflexionando y comparando nuestras reflexiones con nuestras conductas cotidianas, podemos tomar conciencia de hasta qué punto nuestra vida responde a nuestros valores.
La felicidad es la consecuencia ineludible de adecuar conductas a valores o valores a conductas.
Hasta aquí fácil, aunque largo de trabajar, ¿Verdad? Pero…
¿Qué hacemos si descubrimos que, entre los valores que nuestra felicidad requiere, aparecen algunos presuntamente irreconciliables? ¿Cómo me lo monto si, al mismo tiempo, preciso tranquilidad y aventura, previsibilidad y sorpresa, soledad y familia, libertad y compañía, poligamia y fidelidad, altruismo y negocio o seguridad y ambición? El maldito refranero, tan carca como siempre, carga contra nosotros una vez más al intentar adoctrinarnos con otra de sus sandeces lapidarias: “No se puede sorber y soplar al mismo tiempo”. Pero… ¿Realmente no se puede? ¿Escoger siempre conlleva descartar?
He trabajado con decenas de clientes cuya confusión emanaba de este tipo de conflicto de valores. Toda toma de decisiones conlleva un estira y afloja subterráneo entre valores enfrentados. Y a estas alturas ya sabemos que elegir conlleva millones de potenciales descartes, y es por ello que una de las ideas transversales de todo el blog es que toda elección conlleva tanto unos beneficios como, ineludiblemente, un precio. Pero este precio… ¿Se puede regatear? Y en caso afirmativo… ¿Cómo hacerlo?
Empezaré por lo más sencillo: afirmar que si. Como en cualquier tipo de negociación, todo precio bien puede ser matizable. Con una actitud flexible, amplitud de miras, conociendo nuestros valores esenciales y entendiendo lo que realmente queremos al desear aquello que deseemos, podemos negociar (hasta cierto punto) el precio a pagar por nuestras decisiones. El quid de la cuestión radica en cómo hacerlo…
Y para explicar el cómo negociar para armonizar valores presuntamente excluyentes, dejadme ofreceos mi propia experiemcia personal. Hace 9 años pude presentarme por última vez a la convocatoria de unas becas AECI. A mis 34 años (fecha límite establecida en las bases), quedé preseleccionado junto con otra persona para dar clases de lengua, literatura e historia hispánicas por la West Indies University (Trinidad y Tobago). Por aquel entonces, mi sueño dorado era vivir en el Caribe dando clases y, al mismo tiempo, dedicándome a una tesis doctoral sobre literatura afroamericana. ¡Era la ocasión soñada! Un trabajo bien remunerado, en un lugar mágico y con tiempo para estudiar y escribir en uno de los países sobre los que quería trabajar y codeándome con expertos en la materia sobre la que quería estudiar. Pocas veces en mi vida sentí que utopía y realidad eran prácticamente sinónimos…
La resolución final tardaría unas semanas (la Universidad de Trinidad debía elegir entre mi expediente y el de la otra persona preseleccionada), y yo pensaba que esta espera sería el monotema que colapsaría mi atención. Pero la suerte, dios, el diablo, los dos a la limón o ninguno de ellos me tenían reservado uno de esos azares que nosotros, en nuestro infinito egocentrismo, significamos como un giro dramático imprevisto: justo mientras esperaba la respuesta de mi vida, la de mi padre fue puesta en vilo por un infarto con toda la pinta de ser definitivo.
Imagino que no hace falta que os explicite mi violento conflicto de valores: por un lado, la aventura, la distancia, la realización personal, la sabiduría, la ambición vital, la novedad, la sorpresa, la incertidumbre; por el otro, el compromiso personal, la fidelidad a la familia, el amor filial. Por un lado, mi padre entre la vida y la muerte y mi familia necesitándome más que nunca; por otro, con un 50% de posibilidades de estar a dos meses de poder embarcarme en el más eufórico de mis sueños. Nunca imaginé encontrarme en una situación que me obligara a escoger (ergo descartar) entre valores tan profundamente fundamentales. Pero si: de la misma manera que la buena ficción ha de parecer real para creérnosla, la buena realidad ha de parecer ficción para merecer vivirla. A ratos se me antojaba estar viviendo una novela y que alguien se estaba divirtiendo mucho al escribirla, sobre todo mi abrumado personaje. Porque hasta los ateos tenemos delirios puntuales sobre divinidades (en mi caso literarias, pero deidades a fin de cuentas).
Al cabo de unos días, y sin tener todavía noticias de la resolución de mi beca, mi padre empezó a estabilizar sus constantes. Y las predicciones imprecisas del equipo médico fueron transformándose poco a poco en diagnósticos concretos: mi padre sobreviviría a este envite, pero los daños a su corazón acabarían pasando factura en un futuro que los médicos establecían, sin poder precisar más allá de la mera especulación, en no muy lejano. La alegría de saber que podríamos mimar a mi padre unos meses / años más, pronto se vió matizada por la afilada sombra de mis interrogantes. ¿Qué hago? La beca era de tres años… ¿Me voy, y dejo a mi padre en la última etapa de su vida? ¿Me quedo y renuncio a lo que llevaba persiguiendo 7 años seguidos (o una vida entera) y representaba la culminación de todos mis utopías?
Tenía que decidir. Y no tenía ni idea de qué decidir, pero sí que quería hacerlo bien. Y antes de decidir el QUÉ, tenía que decidir el CÓMO, el PORQUÉ y el PARA QUÉ. Antes de decidir si me iba o me quedaba, tenía que aclararme los criterios y las condiciones de mi decisión. Y decidí que antes de decidir, para evitar esos victimismos gratuitos y dramitas de opereta bufa a los que somos tan propensos, debía poner varios puntos sobre diferentes íes:
1. Decidiera lo que decidiera, sería feliz con mi decisión. Si decidía quedarme, me repetiría hasta convencerme que lo mejor que podía hacer por mi padre era estar a su lado en sus últimos tiempos; si decidía irme, haría todo el autoproselitismo que hiciera falta hasta convencerme que lo mejor que podía hacer por mi padre era ir en pos de mis sueños, no hacerle sospechar que estaba aguando mi vida por él y dedicarle en la distancia desde mis logros intelectuales hasta la última de mis carcajadas.
2. Decidiera lo que decidiera, lo haría exclusivamente por mi propio bienestar. No negaré que, por momentos, me seducían un par de ideas tan apócrifas como tentadoras: la primera, pensar que no había elección (“tenía” que quedarme por obligación moral, para así librarme del vértigo de la responsabilidad que la libertad de elegir conlleva); la segunda, sentir que me sacrificaba por mi padre (a ratos, al pensar en mi presunto martirio, hasta escuchaba sonar trompetas y veía a las multitudes quemando incienso a mis pies para venerar la magnitud de mi sacrificio). Por suerte, no me permití creerme ninguna de estas dos patrañas. Desde el principio me repetí machaconamente que, hiciera lo que hiciera, lo haría por razones insoslayablemente egoístas. Tanto si me iba como si me quedaba, lo haría por mi propio bienestar, mi autoestima y para lo que todos hacemos todo lo que hacemos: llevarme bien conmigo mismo, respetarme y poderme mirar al espejo.
Esta fue la primera vez que, con más intuición que certezas (todavía estaba lejos de saber lo que ahora sé sobre el tema), apliqué las actitudes que describí en los tres post anteriores sobre valores y decisiones. Pero en aquella ocasión adopté otra determinación:
3. Renunciara a lo que renunciara, me confabularía para intentar compensar lo descartado. Cierto, estaba en una situación en la que tenía que elegir entre soplar y sorber (cuando mis instintos de niño mimado me exigían querer hacerlo todo al mismo tiempo), y me costaba horrores aceptar que debía renunciar a algo de lo que estaba en juego. Tenía que sacrificar la proximidad a mi padre en el altar de Trinidad y Tobago o viceversa, y tan inaceptable me parecía un descarte como el otro. Para salir del frontón desquiciante en el que tan fácil resulta caer en estas elecciones tan irreconciliables, me confabulé conmigo mismo para reducir el precio a pagar a la mínima cantidad posible. Acepté que pagar tendría que pagar, pero que podía elegir entre pagar mucho o pagar poco (o entre muchísimo y bastante). Con el tiempo, me he dado cuenta que utilicé varias técnicas que hoy propongo a los clientes que se pierden en este tipo de laberintos. Entre otras cosas, me dediqué a:
a) Auditar las creencias relacionadas con cada valor. Todo valor se sustenta sobre un conjunto de creencias que los refuerzan y nos empujan a priorizarlos sobre otros (si tengo como valor esencial la estabilidad, seguro que albergo creencias del tipo “cuidado, las cosas pueden ir a peor” o “mejor malo conocido…”; si tengo como valor esencial la aventura, seguro que albergo creencias del tipo “el aburrimiento es horrible”, “en la variedad está el gusto”, etc.). Como vimos en post anteriores, las creencias son subjetivas y arbitrarias y, por lo tanto, perfectibles y adaptables a nuevos contextos. En mi caso, empecé a replantearme: “¿Es que acompañar a alguien en sus últimos años sólo puede hacerse desde la proximidad física?” “¿Sólo puede hacerse un doctorado en literatura afroamericana en América?”
b) Redefiniendo condiciones de satisfacción de esos valores. Cuando nos sentimos satisfechos o insatisfechos frente a unos valores, lo hacemos comparando lo que vivimos con unos baremos (casi siempre, implícitos) que marcan los mínimos aceptables. Podemos sentirnos satisfechos escrutando esos baremos y adaptándolos a las particularidades de una nueva situación. “Si, quiero vivir en una aventura pero, ¿Tiene que serlo todos los días? ¿Sólo vale si son tres años seguidos?”. Y al revés: “Para estar acompañando a mi padre, ¿Tengo que estar siempre cerca?” “De quedarme, ¿Lo estaré siempre?”
c) Puenteo de valores. Recordad de post anteriores: No nos conviene confundir el dedo con la luna. Al yo sentir que quería irme a Trinidad y Tobago, ¿Qué era lo realmente quería al quererlo? Como ya he dicho: aventura, sabiduría, interculturalidad, desarrollo personal, cambio. Esto era lo que me motivaba, no el hecho en sí de vivir tres años en Port of Spain. Una vez aclarado, las preguntas se dibujaron casi solas: “¿Es que estos valores sólo pueden vivirse allí? ¿Qué podría hacer, si decidiera quedarme, para vivir en Cataluña el máximo de esa aventura, sabiduría, interculturalidad, desarrollo personal, cambio, etc.? Y a la inversa, al querer quedarme junto a mi padre, lo que yo realmente quería era sentirme congruente, amar, devolver lo recibido, etc. Y las preguntas obvias: “¿Es que estos valores sólo podría vivirlos aquí?” “¿Qué podría hacer, si decidiera irme, para sentirme congruente, amar y devolver lo recibido?”
d) Reestructurando marcos temporales para hacer huecos vitales puntuales a los otros valores. Evidentemente, soplar y sorber no se puede hacer exactamente en el mismo momento, pero… ¿Qué impide hacerlo sucesivamente, una cosa tras la otra? Aplicado a mi ejemplo: “¿Es que uno sólo puede irse a vivir fuera mediante una de estas becas que ya no podría volver a pedir?” Además, según como fuera la salud de mi padre, no podría primero irme 3 años y luego acompañarlo, pero… “¿Y al revés? ¿Por qué no puedo irme a esos doctorados y países después de haber satisfecho mis deseos para con mi padre?” “¿Qué me lo podría impedir, si así me diera la reverenda gana?”
Gracias a estas estrategias, yo ya había decidido como vivir mi decisión antes de haberla tomado. Al cabo de unos días, con mi padre todavía en el hospital y cuando ya había decidido quedarme (las dos últimas preguntas fueron rotundamente decisivas), llegó un mail del ministerio de asuntos exteriores con la respuesta definitiva. Recuerdo a punto de abrirlo en casa de mi mejor amigo (por supuesto, la calidad de la novela exigía tan adecuado escenario), dudando de qué quería que me comunicara. Por un lado me hubiera encantado que dijera que si, para sentir que era yo quién renunciaba y realzar el valor de mi decisión; por otro lado, quería que me dijera que no, pues temía que un si me hubiera hecho dudar y recomenzar el doloroso proceso de decidir.
Si hubiera sido por mí -todavía hoy, 9 años después-, tal vez estaría dudando en si abrirlo o no y qué desear. Por suerte, ese mejor amigo viene a llamarse Jordi Magallón, y pronto me quitó el ratón de las manos (al aristocrático grito de: “Venga ya, a tomar por… tanta tontería”) para clicar en el correo y acabar con el melodrameo wodyalleniesco al que yo era tan adicto. Alea jacta est: la West Indies University había elegido a la otra persona. No había más que pensar: la contundencia irrefutable de los hechos consumados acabó con el vaivén chiquitesco de mis dudas. ¿Definitivamente? Creo que el hecho de estar escribiendo sobre ello tantos años después prueba a las claras… que no.
Sin entrar en anecdotario biográfico sin categoría alguna más allá del mero chafardeo, dejadme contaos como sigue acabando hoy esta historia. Pude disfrutar de mi padre durante varios años más, y no pasa un sólo día de mi vida en que me congratule de haberlo hecho. Amén de disfrutar de mi tiempo con él (con esa intensidad que sólo se consigue con la conciencia de la finitud de aquello que pronto no se podrá volver a hacer), intenté vivir mis valores desechados al quedarme. Al decidir quedarme por muchos años, me mudé de Sant Andreu de la Barca a Barcelona (que ni estará lejos ni será el Caribe, pero qué maravilla de ciudad), empecé a rodearme compulsivamente de amigos de cuantas más nacionalidades mejor, me puse a estudiar no un doctorado en literatura afroamericana, pero sí una retahíla de masters de lo más variopintos (desde Inmigración a Cooperación Internacional pasando por Coaching, PNL, Inteligencia Emocional…). También aprendí historia y empecé a compartir mi país (su historia… y su gastronomía y sus vinos, especialmente) con personas curiosas que venían a conocerlo más allá de postalitas y topicazos. Y lo más importante: me confabulé para aportar a mi cotidianidad discreta toda la intensidad, aventura, variedad y aprendizaje que mi miopía me hizo pensar que sólo podría vivir en Trinidad y Tobago.
¿Qué hubiera sido de mi vida si me hubieran elegido para este proyecto y yo lo hubiera aceptado? ¿Quién sería hoy? No puedo tener ni la menor idea, pero si sé quién no sería: el que ahora soy. Ni yo estaría escribiendo esto, ni tú leyéndolo. Y tal vez esto no justifica todo lo que nunca sabré que perdí al no vivir en Trinidad… pero aporta su granito de arena, junto a los miles de momentos y personas maravillosas que he vivido en Cataluña desde entonces (y que, de haber marchado, ni sospecharía haberme perdido). Me alegro enormemente de que tú estés ahí ahora, y yo aquí. Por dos razones: primero, porque genuinamente lo hago. Segundo, porque no hay más narices.
Esta experiencia tal vez fue la semilla de mis aprendizajes actuales. Como mínimo, me sirvió para aprender que se puede sorber y soplar… casi al mismo tiempo. Porque, en la vida, por muy caliente que se nos presente un plato, no hace falta ni quemarse… ni quedarse con hambre. Sabiendo cómo sorber y soplar, claro. Te invito a aprender a hacerlo.