En los últimos posts, hemos hablado sobre que es la inteligencia emocional, las emociones y los sentimientos (Las emociones: ¿Aliados o enemigos?, ¿EMOCIÓN O SENTIMIENTO? La brecha de la autonomía humana, LA INTELIGENCIA DE LAS EMOCIONES). Y justo en el inmediatamente anterior (Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje), de las diferentes técnicas para acabar gestionando los unos y las otras. Ahora toca aplicar las cuatro habilidades de la inteligencia emocional (Reconocer, Utilizar, Comprender y Gestionar: RE-CONOCER EMOCIONES: acierto y coraje, DESCONEXIÓN EMOCIONAL: razones, sinrazones… y precios, Utilizar y Conocer tus emociones) a cada una de las ocho emociones universales que, a caballo de las teorías de Paul Ekman y Daniel Goleman, son la base del resto de nuestro inabarcable repertorio emocional.
Hace meses ya analizamos en profundidad una de ellas: el Amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, MÁSTILES III: El Amor según los demásDesamor: manual de instrucciones, DEL EROS AL ÁGAPE: el amor y el tiempo). Nos quedan la tristeza, el miedo, la vergüenza, la Aversión, la Sorpresa, la Alegría y la Ira. Y por esta última empezaremos.
¿Qué es realmente la Ira? ¿En qué nos ayuda y en qué nos complica la vida? ¿Para qué sirve y para qué no? ¿Cómo nos la fabricamos? Y lo más importante: ¿Podemos aprender a gestionarla? Si te interesa saberlo…
1. RECONOCIENDO LA IRA
Mi idolatrado J.A. Marina define la Ira en su Diccionario de Emociones como la “percepción de un obstáculo, una ofensa o una amenaza que dificultan el desarrollo de una acción o la consecución de los deseos y provoca un sentimiento de irritación, acompañado de un movimiento contra el causante y el deseo de apartarlo y destruirlo”.
Si recuerdas el termómetro emocional y sus cuatro cuadrantes, la ira se situaba en el que se definía por unas sensaciones desagradables que nos activaban fisiológicamente movilizando todas nuestras energías. La ira, como el odio, el resentimiento o la rabia, es una emoción extrovertida, activa y agresiva que activa nuestros mecanismos de defensa más ancestrales.
En cuanto campa a sus anchas por nuestro torrente sanguíneo la ira activa hasta el último rincón de nuestro cuerpo, acelerando el ritmo cardiaco y respiratorio para llevar el oxígeno necesario a unos músculos ya tensos y prestos a la acción explosiva e inmediata. Al mismo tiempo, nos hace fruncir el ceño y mejillas para achinar los ojos (y así focalizar la mirada monopolizándola con la fuente del agravio) y abrir la boca (para intimidar enseñando los dientes y chillando). Como resultado, nuestra posición corporal se yergue viniéndose arriba y volcando nuestro eje hacia adelante. Todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo (el ataque). La ira moviliza hasta la última de nuestras reservas de energía con el fin de lanzarnos contra el objeto a eliminar o reducir.
Así, siempre que sintamos este conjunto de fisiologías y sensaciones estaremos en estado de ira o alguna de sus hermanas o primas que podremos trabajar con las mismas herramientas (rabia, cólera, rencor, furia, indignación, resentimiento, irritabilidad, odio, enojo, etc.).
La ira, al ser una emoción explosiva por su alta carga energizante, resulta relativamente sencilla de reconocer fisiológicamente. Pero ojo, que también puede confundirse fácilmente con algunas otras emociones (la euforia o el miedo) que requerirán, como veremos en próximos post, de tratamientos diferentes para ser efectivos. También conviene aprender a reconocer si la ira brota espontánea como una emoción directa o es un sentimiento que deriva de la elaboración de otras emociones (principalmente, el miedo y las diferentes formas de tristeza pueden fácilmente desembocar en ella). Pero las dificultades de reciclaje de la ira no derivan de su reconocimiento, sino principalmente de su comprensión y gestión. Y en menor medida de su utilización.
2. UTILIZAR Y COMPRENDENDER LA IRA
Ya lo sabemos: la ira sirve para preparar cuerpo y mente para activarnos óptimamente en pos de un ataque que creemos que salvaguardará nuestra integridad física, moral o emocional. Para facilitar este curso de acción la ira, a su vez, facilita todo un conjunto de cambios fisiológicos: focalizar la mirada, colapsar la atención en la fuente de agravio y tensar al máximo los músculos (principalmente, las extremidades).
Pero tan importante como conocer que acciones facilita cada emoción resulta saber que acciones dificulta. La ira, al escatimarle oxígeno al cerebro al desviar la sangre hacia las extremidades, dificulta enormemente el razonamiento, las habilidades comunicativas y la empatía. Desde la ira el otro es un enemigo, demonizado hasta la caricatura, al que destruir (y para qué empatizar con lo que se quiere eliminar). La ira es una de las emociones más obsesivas, ya que la focalización de los sentidos en la afrenta impide atender a ninguna otra información que no esté directamente relacionada con ella. Así prepara la ira a la mente para seguir fabricando más y más argumentos que refuercen su determinación de demonizar al otro y atacar. Cuanto más convencidos de la amenaza injusta recibida, más ira; cuanta más ira, mejor preparados para atacar. Así se activa y retroalimenta el círculo vicioso y autoreferencial de la ira. Igual que el de cualquier otra emoción.
Amén del físico, fijaos en el panorama de la ira: reduce la información a aquella que corrobore el agravio sufrido e hiperactiva las áreas del cerebro especializadas en detectar peligros y agravios. Con la mirada afilada, el cerebro neurótico y los músculos crispados… ¿Qué haremos, ponernos a hacer ganchillo? Evidentemente, estar predispuesto a soltar hostias como panes. Con el martillo de la ira en la mano, absolutamente todo nos parecerá un clavo. Cualquier contratiempo, por muy insignificante que pudiera ser en otro momento, desde la ira nos enervará; toda mirada será desconfiada, todo descuido ajeno un insulto personal. Desde la ira, la vida, los demás y el planeta tierra en su conjunto sólo tienen un cometido: tocarnos las narices. Y de una manera tan inaceptable que, obviamente, requiere de un ataque para vengar las afrentas que se sucederán una tras otra. Tengámoslo en cuenta la próxima vez que entremos a casa enrabiados desde el trabajo (o viceversa): tal vez no sean los agravios los que provoquen nuestra ira, sino nuestra ira… los agravios.
Para su comprensión práctica, podemos definir la ira como el producto de una información sensorial significada como una ofensa e injusticia; un obstáculo inmerecido e ilegítimo ante objetivos importantes que requieren para su solución de respuestas agresivas, enérgicas y urgentes. De desafiar esta definición podremos generar los reencuadres cognitivos que os expondré a continuación para gestionar la ira.
3. APRENDIENDO A GESTIONARLA
Tres son las herramientas que podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestros ataques de ira:
FISIOLÓGICAMENTE
Si conocemos los patrones fisiológicos de la ira, confabularnos para alterarlos voluntariamente cambiará su intensidad
a) RASGOS FACIALES
Mejillas tensas → Relajadas
Ceño fruncido → Alisado
Boca abierta → Entreabierta
Mandíbulas apretadas → Sueltas
b) CORAZÓN
Latido rápido e irregular → Lento y rítmico (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo)
c) RESPIRACIÓN
Superficial, rápida, pectoral →Profunda, lenta, abdominal
d) TENDENCIA CORPORAL
Arriba, adelante, musculatura tensa → Abajo, atrás, musculatura laxa
PERCEPTIVAMENTE
Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia. Conviene prestar especial atención a los suprasentidos (atención, recuerdo, imaginación). Todo ello sin juzgarlo ni refutarlo ni elaborarlo en sesudas explicaciones: sencillamente, prestándole atención y tomando conciencia de ello.
COGNITIVAMENTE
Date cuenta y reflexiona críticamente desde qué paradigmas, creencias, inferencias e ideas estás analizando esa situación que te provoca tanta ira. ¿Realmente, es una ofensa… o insulta quién puede y no quien quiere? ¿Es injusto… o meramente indeseado para mis intereses? ¿Injusto…según qué? ¿Realmente, es un obstáculo que no podemos soslayar? ¿Y el objetivo en el que se interpone es verdaderamente prioritario e importante? Y lo más importante: ¿De verdad que lo más útil para arreglarlo es a hostias o bufidos?
Una vez cuestionado todo esto, permítete un último repaso con algunas preguntas más: ¿Cuál es la verdadera gravedad de las consecuencias de este hecho? ¿Qué es factible que consiga al atacar? ¿Qué pretendo conseguir o probarme? ¿Merece la pena el beneficio por el precio a asumir?
4. EL PRECIO DE LA IRA
Relacional y personalmente, como ya vimos, las emociones son gafas que seleccionan y distorsionan las percepciones y sesgan nuestra predisposición a evaluarlas y significarlas. En el caso de la ira, convirtiendo a los demás en enemigos compulsivos y a nosotros mismos en neuróticos egocéntricos convencidos de que el planeta en su conjunto no gira más que para molestarnos intencionadamente.
Como toda emoción, la ira no siempre es negativa y cumple su función adaptativa. ¿Cuándo es inteligente? Cada vez que te encuentres ante un peligro mortal que se tenga que solucionar a hostiazo limpio (físico, verbal o emocional), la ira será la emoción más potenciadora que puedas sentir. Siempre que no… la ira jugará en contra no sólo de tu placer y calidad de vida, sino de tu eficiencia a la hora de conseguir lo que te propongas. Y no sé tú, pero la mayoría de las veces que me muestro iracundo no estuve en peligro mortal, sino que me cabreé como una mona por presuntos agravios simbólicos o temas que, a la larga, no hubieran tenido gran importancia. O como mínimo, frente a los que de nada servía liarme a tortazos.
También la ira puede resultar útil para movilizarnos, sacándonos de la apatía, la resignación o el derrotismo con su chuta de rabia y adrenalina. Su fuerza, energía y determinación nos puede servir como la primera del coche, para arrancarnos de la inmovilidad, pero ni intentes recorrer todo el camino en esa marcha. O empiezas a meter las marchas largas de la ilusión y la motivación, o te quedarás a medio camino con el motor reventado, las ruedas deshechas y el depósito más que vacío. Prueba a recorrer 10 km con el coche en primera y comprobarás los efectos de la ira a largo plazo como única marcha de tu motor.
Pero lo peor de la ira no es el malestar que conlleva ni los conflictos que crea o encona, sino los efectos nocivos que acarrea sobre tu propia salud. Estrés que provoca cortisol que no evacuamos (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago), ritmo cardíaco acelerado e irregular, taquicardias o infartos, úlceras de estómago, órganos pobremente oxigenados por la sangre, digestiones pésimas. Aprender a gestionar la ira no es una mera cuestión de ser más eficiente y vivir mejor hoy, sino de mimar o minar tu salud de mañana. Cada vez que te enfades profundamente frente a una pantalla de ordenador, encerrado en un coche o sentado en una conversación, estarás añadiendo un granito de arena a infinidad de patologías. Que no sufrirá el objeto de tus iras… sino tú mismo.
La ira es como piedra atada a una cuerda elástica: no sé si le atizarás al que se la lances, ni si de hacerlo te resultará de la más mínima utilidad. Eso sí: regresará hacia ti y, de retrueque, te atizará seguro. Como mínimo, a tu bienestar y eficiencia a la corta y a tu salud a la larga.
La ira sirve para atacar, pero la mayoría de las veces es ella quien nos acaba atacando a nosotros. Llámame raro, pero no acabo de verle el qué a esto de pegarle un puñetazo a alguien y que me salga a mí el morado. Y en la mayoría de los casos, es lo único para lo que la ira acaba sirviendo.