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EL Milagro de la Cordura

Hace décadas, una de mis escritoras favoritas era Carmen Martín Gaite (de la que os recomiendo leer prácticamente todo, a pesar de haber sido loada como su supuesta escritora de cabecera por alguna muy ilustre cazurra cuyo nombre no me apetece recordar).

La primera novela que leí de ella me atrapó desde su título: Lo Raro es Vivir. En ella aprendí que Vivir (lo que se dice vivir con mayúsculas, más allá de ir dejando que los minutos resbalen insípidos por nuestros relojes) no es un derecho adquirido por el mero hecho de mantener ciertas constantes vitales que caracterizan a los no cadáveres, sino todo un triunfo –y muy inusual-. Concretamente, el mayor de los logros existenciales, tan sólo al alcance de aquellos que se atrevan a ilusionarse y perseguir sus ilusiones sin la menor concesión a la pereza, las excusas o el miedo al miedo.


A mis veinte años andaba lejos de saber que, respecto a la cordura, estábamos en las mismas. Más allá de que caigamos o dejemos de caer bajo la etiqueta psiquiátrica de la patología de moda, la cordura no es un estado obvio que se mantiene sólo, sino el mayor de los logros a los que podemos aspirar. Y tan inusual como, amén de estar vivo, estar Viviendo. Sí, lo raro como humanos (y del siglo XXI)… es no estar como un cencerro. O toda una orquesta de ellos.
Como ya compartí con vosotros en varios post anteriores, una de las muchas razones para dedicarme al Coaching y la Formación es mi fascinación por la enrevesada dualidad del ser humano, tan primario, instintivo y pragmático como cualquier reptil o mamífero y tan diferente a cualquier otro animal, primates incluidos. En los post Entre la Manada y el Egocentrismo y Entre la Insatisfacción y el Miedo ya me explayé sobre la bendita dualidad del ser humano, en perpetuo conflicto entre sus más conservadores y pragmáticos instintos de preservación escuetamente física (reproducción, asegurar la comida, aversión al cambio, apego sumiso a los dogmas de la manada a cambio de pertenencia y seguridad…) y sus impulsos de realización mucho más allá de la mera supervivencia física y genética (satisfacción individual, realización, soledad creativa, sentido existencial…). Son muchos y onerosísimos los precios que hemos de pagar por esa dimensión “divina” que el ser humano añade a su mera animalidad, y los principales son las dudas, miedos y confusiones inherentes a su manera simbólica, abstracta y subjetiva de significar su realidad (ver los post Si no lo creo, no lo veo y La invención de la Realidad).


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El ser humano (ese animal como cualquier otro al que le dio por estirar la espalda, dejar las manos libres y empeñarse en encontrar formas de ocuparlas cada vez más complejas y simbólicas) cuenta con un cerebro privilegiado desde los inicios de la hominización (dependiendo de los autores, sobre los 2 millones años). Pero ese cerebro privilegiado se dedicaba (tal vez con mayor eficiencia o ambición) a lo que el resto de cerebros animales: a buscar, captar, significar y aplicar a la conducta toda aquella información que le llevara a atrapar presas o a huir de depredadores. Al ser un animal gregario, ese mismo cerebro también se fue especializando en asegurar una posición social que le garantizara sustento, seguridad y, ocasionalmente, oportunidades para reproducirse.

También dependiendo del autor, se estima que el Homo Sapiens (la especie humana a la que, por muy poco que hagamos honor a su nombre, pertenecemos) apareció en el planeta tan sólo hace 200.000 años. Pero la cosa no se complicó seriamente hasta hace 70.000 años, cuando se empezó a fraguar la llamada revolución cognitiva. Por causas que desconocemos (se atribuye a su progresiva eficacia y dominio del medio), se estima que sobre esa fecha los Sapiens crecieron tanto en número que sus grupos pasaron de meras tropillas de decenas de integrantes a micro sociedades de centenares y hasta miles de individuos. Y que para mantener la cohesión interna de estos grupos en aumento y garantizar la voluntad de colaboración entre miembros cada vez más distantes entre ellos, el ser humano empezó a inventarse mitos, leyendas y relatos (desde antepasados a dioses que los cohesionaran artificialmente) basados en realidades cada vez más irreales.

Hasta entonces, los humanos se comunicaban en aras de cooperaciones pragmáticas, se relacionaban con fines utilitaristas cuya intención última era la subsistencia (fuera para evitar ser devorados por depredadores, fuera para devorar presas). Y toda comunicación, toda intención, toda acción, tenían como referente elementos tangibles, presentes, objetivamente reales a los que convenía acercarse o de los que convenía huir. Pero a partir de la -tan rimbombantemente bautizada- revolución cognitiva, y en aras de la cooperación de individuos cada vez menos próximos entre sí genéticamente, el ser humano empezó a dedicar y prestar cada vez más atención a la creación de símbolos que unieran sus sociedades, a interpretar dioses comunes que los bendijesen o castigaran y a crear reglamentos para regular grupos ingobernables desde los parámetros de los animales que fuimos. A partir de aquí (y hasta hoy, más de 70.000 años después) no hemos parado de cultivar los frutos de esta revolución subjetiva: el arte, la ciencia, la religión, la filosofía, etc. en un proceso de singularización como individuos que, en el siglo XXI occidental, se está acelerando hasta el delirio.


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Lo importante de todo ello radica en que, aunque la cultura y sociedad humana han dado giros copernicanos (desde las cavernas a Internet, de la manada a las sociedades, del gruñido al canto gregoriano), el cerebro humano es prácticamente idéntico al que teníamos hace millones de años (morfobiológica y genéticamente como órgano, ya que en rasgos menores e individuales su plasticidad le permite cambiar en cuestión de semanas. Para eso sirve, precisamente, la formación). Significativamente, poco ha cambiado en los últimos millones de años, pero es que no lo ha hecho en absoluto en los últimos 70.000. O sea, que con el mismo órgano fabricado por la evolución para cuestiones básicas, pragmáticas e inmediatas basadas en gran medida en la determinación del instinto y para gestionar información concreta y específica… debemos enfrentarnos a las diabluras existenciales y subjetivísimas de nuestra vida de (post?)sapiens del siglo XXI. Con idéntica herramienta a aquella con la que decidíamos si perseguir o huir, acercarnos a ésta o aquél homínido para asegurarnos la seguridad del grupo, interpretar las señales de la naturaleza para seguir avanzando o guarecernos, determinar si estábamos cerca de una presa o de un depredador… ahora debemos enfrentar los retos del siglo XXI. Plantearnos si dios existe o no (y cuál, y como vivir su existencia o ausencia), como dotar de sentido la existencia, si soy hombre o mujer aún habiendo nacido macho o hembra, si quiero tener hijos y cuántos, donde me hará feliz vivir, cuáles son los valores que, de satisfacerlos profundamente en mi día a día, me harán sentir realizado… ¡La máquina no da! ¿Qué ocurriría si a un Commodore 64 le intentamos instalar el Windows XP o conectarnos a Internet? Evidentemente, se colgaría. El milagro sería que no lo hiciera, ¿Verdad?

Amén de mi ya conocida tendencia a dar la tabarra a diestro y siniestro con aquello que me apasiona (y la incapacidad humana para comprender la realidad, y la “divina animalidad” del ser humano ya sabéis que lo hace, y mucho)… ¿A santo de qué os cuento todo esto? ¿Qué utilidad práctica puede tener en nuestra cotidianidad?

La respuesta no será breve, pero si sencilla: Dada la dicotomía irreconciliable del ser humano como animalito práctico y como Sapiens sabelotodo, el ser humano tiene todos los números para estar como una puñetera cabra. El humano ha creado con su cerebro un ser, una sociedad y unas simbologías tan enrevesadas y alejadas de su naturaleza primaria que ese propio cerebro que las creó, lejos de poder entenderlas, no atina ni a sentirse cómodo entre ellas. Por ello, se ve desbordado por tantísima información –y tan compleja- que no puede procesarla sin, por momentos, sentirse aturdido, confuso y hasta puntualmente sucumbir al vértigo de perder pie. Y ya sabemos todos cuál es la primera consecuencia de la confusión sostenida: el miedo. ¿Y la del miedo reiterado? La angustia… y así pasito a pasito hasta el estrés crónico y las más variadas formas de neurosis más o menos etiquetables.


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Os cuento todo esto para resaltar una de esas obviedades que, de tan obvias, se nos hacen transparentes y no somos conscientes de ellas. Caballeras y señoritos: si a pesar de todo lo expuesto conserváis una brizna de cordura, sólo me queda decíos una cosa: ¡Enhorabuena! ¿De qué pasta especial estáis hechos para, a pesar de tener la biología, la semiótica, la evolución humana entera en contra… aún estéis mínimamente cuerdos? ¿Qué poderes mágicos poseéis? Acordaos que lo raro no es sólo vivir… es no estar completa, clínica y patológicamente majaretas. La cordura para el (pseudo?)Sapiens del siglo XXI es un don, una proeza cotidiana… un milagro. Pero, ¿Lo vivimos así? ¿O, bien al revés, nos la tomamos como una obviedad sin importancia, un derecho adquirido que no necesita preservarse, que cuándo se posee no se valora… pero se teme perder?

Ya lo escribí en alguna ocasión: no hay manera más eficiente de amargarse la vida que no valorar lo que se tiene… pero si sufrir su pérdida (o la mera perspectiva de su pérdida). Y mucho me temo que, como en el caso de la salud, o el estar vivos, la estabilidad mental es uno de esos privilegios maravillosos que no valoramos en su medida como el milagro efímero que, si nos paramos a pensarlo, es.

Por ello, os animo a un par de cosas:

Que cada mañana deis gracias a dios, al diablo, al destino, la Pachamama, las energías cósmicas o al más puro y gratuito azar por estar vivos y mínimamente conscientes de vuestra más o menos precaria cordura. Disfrutemos mientras dure de un privilegio que, como todos y absolutamente todo, lleva fecha de caducidad.
Dediquemos un tiempito cada día a inventarnos nuevas locuras… con las que conservar la cordura. Nuevas maneras de hacernos felices a nosotros y a los que amamos, a aceptar más y mejor que el mundo ni es ni será perfecto, que los demás son libres de ser como a ellos les dé la gana y no como a mí me convenga, que las cosas que no podemos cambiar hay que aceptarlas con una sonrisa, pero las que sí hay que embestirlas con entusiasmo hasta que se asemejen a nuestros deseos… La cordura no se conserva sola, sino a base de aprender a pensar, sentir y aceptar la vida más cuerdamente.
Lo raro es Vivir. Lo raro es estar mínimamente equilibrado. Te animo a que te inventes una vida a tu medida como para disfrutar de ambos milagros. Y cada día, cada momento… mientras dure. Que por mucho que nos neguemos siquiera a pensarlo, no lo hará siempre.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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