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El Yoga de la Superación Cotidiana

“Si aprendiéramos a caminar y hablar como aprendemos en la escuela a leer y escribir, seríamos todos cojos y tartamudos”, Mark Twin

Llevo practicando yoga (con una inconstancia impropia de mi profesión) desde hace más de 7 años. De él he aprendido centenares de lecciones prácticas, pero de todas ellas destaca la tríada mágica: los tres ingredientes ineludibles de todo éxito. ¿Cómo pueden estos tres principios mágicos transformar nuestra existencia entera, de pies a cabeza?

1. ¿QUÉ HACE POSIBLE LO IMPOSIBLE?

Si repaso mi cotidianidad, sobresalen dos placeres de entre los muchos que disfruto: practicar yoga y hablar diferentes idiomas.

Los que me conocéis personalmente bien sabéis que la genética bendijo mi cuerpo con la flexibilidad precaria de una barra de hierro. Atarme los cordones siempre requirió de un asiento previo y entre estirar un brazo y dar dos pasos más para alcanzar algo, siempre lo tuve claro: ni lo uno ni lo otro. Creo que hay incluso algún portero de futbolín que, puntualmente, se ha llegado a estirar más que yo.

Tal vez por ello el Yoga haya sido el mayor reto de mi vida, al conllevar su práctica dos de mis más escasos bienes: flexibilidad y paciencia. Frente a decenas de posturas improbables (todas, al principio), cuantas veces he estado tentado de abandonar y claudicar ante los mil presuntos imposibles tras los que me tentaba parapetarme… como excusa plausible para no seguir esforzándome ni enfrentándome a mis propias limitaciones. Por suerte, nunca lo hice, y hoy continúo yogueando con una frecuencia que oscila entre la integridad y el sonrojo. Y mis nervios ciáticos siguen agradeciéndomelo día a día.

Otra de mis pasiones son los idiomas (ser catalán castellano parlante, haber cometido el bendito error de estudiar Filología Inglesa y la tardía adquisición del francés me permiten un plural más ostentoso que amplio). Al respecto, siempre me hizo gracia escuchar la falacia verosímil de que “es que los idiomas se te dan bien”, cuando mis méritos para aprender idiomas se reducen a dos: 1) Atreverme a chapurrearlos estrepitosamente antes de realmente dominarlos (inventándome palabras, retorciendo inmisericordemente su sintaxis y profanando sin miramientos su fonética) y 2) Dedicarles, a lo largo de los años, miles y miles de horas de práctica (y con tal aluvión de práctica, más que lúcido por hablarlos fluidamente, se me podría catalogar de infinitamente lerdo de no haber llegado a hacerlo).

Hoy en día, la fluidez de mis idiomas es infinitamente mayor que la de mi cuerpo yogueando. Pero, siendo temas tan dispares y con tanta diferencia en cuanto a resultados, mis idiomas y mi yoga son hoy lo que son por idénticas razones: por haber aderezado ambos con los tres requisitos de toda excelencia en cualquier ámbito de nuestra vida.

2. LOS TRES INGREDIENTES DEL ÉXITO

Cualquier habilidad o competencia en la que nuestro desempeño destaque sobre la media responde no a unas supuestas superdotes genético- telúricas, sino de aplicar tres ungüentos mágicos a su implementación:

a) CONSTANCIA. Aprender cualquier competencia o habilidad, por bien o mal que se nos dé por temperamento, requiere de miles y miles de horas de práctica. ¿Has leído el post anterior sobre la mielinización? (El Hábito si hace a monje)? Entonces recordarás que la automatización de cualquier habilidad se debe a que los circuitos neuronales relacionados con la ejecución de esa habilidad se han utilizado con la suficiente frecuencia e intensidad como para haberse vuelto de ejecución inconsciente. Piensa en cualquier habilidad que creas que se te da particularmente bien o para que los demás consideren que estás especialmente dotado (cocinar, conducir, bailar salsa, calmar o motivar a un hijo , hablar una segunda lengua…). Párate a pensar: ¿Cuántas horas has podido pasar haciéndolo a lo largo de tu vida? ¿Centenares? ¿Miles? Realmente, ¿Se te da tan bien por genética y temperamento… o porque, independientemente de la facilidad que trajeras de fábrica para ello, lo has practicado lo suficiente como para perfeccionarlo y automatizarlo? Ahora piensa en algo que hayas intentado aprender y nunca hayas conseguido al nivel que perseguías (bailar, hablar inglés, nadar…) ¿Cuántas horas le has dedicado? ¿Puedes afirmarte, sinceramente, que has dedicado un número siquiera parecido al de las habilidades en las que eres particularmente bueno? Resumiendo: ¿Le has dedicado muchas horas a lo que se te da bien porque eres bueno… o eres bueno porque le has dedicado muchas horas?

No aprendemos memorizando teoría, sino llevándola a la práctica con la constancia requerida. La constancia, la reiteración masiva de lo aprendido teóricamente es la clave del aprendizaje, pues es a base de equivocarnos y subsanar los errores cometidos que llegamos a prender (¿Cuántos centenares de veces no me habrá resultado imposible hacer una postura de yoga que, un buen día y sin previo aviso, acabé haciendo?; ¿Cuántos miles de veces conjugué mal ciertos verbos en francés… hasta hacerlo bien?). Pero podernos permitir la constancia necesaria para la especialización requiere de un requisito sin el que la constancia tendrá los días contados, y no llegará mucho más allá de donde la lleve la exigua fuerza de voluntad:

b) PACIENCIA. Si la primera falacia del aprendizaje es la apología de la teoría (aprendiendo inglés estudiando gramática descriptiva o a nadar memorizando el principio de Arquímedes) y del aprendizaje automático (si no me sale a la primera o segunda, es que no sirvo para ello), la segunda es el aprendizaje lineal. Desde la primera escolarización nos han vendido la moto (y nosotros la hemos comprado, sin preguntarnos demasiado por el precio) que se aprende de manera progresiva, avanzando. Pero los últimos avances de la pedagogía muestran a las claras que aprendemos en una sucesión de avances (incorporamos nueva información y conductas), mesetas (largos periodos de estancamiento en los que parece que no avanzamos) y retrocesos (errores que ya no cometíamos y que volvemos, puntualmente, a cometer). Pasos de baile que ya dominábamos y que, de pronto, parecemos haberse evaporado de nuestro repertorio; expresiones con las que no atinamos, cuando ya las dominábamos con fluidez; posturas que por fin llegaron a salirnos y que, de pronto, vuelven a resistirse a nuestra flexibilidad… ¿No os da la impresión, al estar aprendiendo algo, que retrocedéis en vez de avanzar?

Si éste es el caso, dejadme deciros algo: ¡Enhorabuena! Primero, porque es la prueba feaciente de que sois humanos y no robots; segunda, porque estáis aprendiendo. No aprendemos avanzando linealmente, sino que la mayor parte del tiempo de aprendizaje lo pasamos estancados entre una etapa de aprendizaje y la siguiente, cuando no retrocediendo puntualmente. Mientras sentimos que avanzamos, el combustible para la motivación es la propia alegría al comprobar que mejoramos. Pero para los momentos de meseta o retroceso, sólo hay un antídoto ante la tristeza o la decepción: la paciencia para seguir insistiendo a pesar de que los frutos de esa insistencia no florezcan inmediatamente.

En toda mi vida he abandonado decenas de aprendizajes que hubieran mejorado exponencialmente mi calidad de vida por no saber esto que ahora sé. Italiano, árabe, vóley playa, ensayos, swing, tesinas variopintas… todo porque, en un determinado momento noté que me estancaba o incluso retrocedía. Entonces no sabía que lo único que precisaban esos estancamientos o retrocesos era de, sencillamente, más (y mejor) práctica para acabar alcanzando el siguiente nivel superior de competencia. Abandoné, y nunca sabré si me faltaron centenares, decenas… o unas míseras horitas para seguir avanzando.

Me falló la constancia porque me falló la paciencia. Y la paciencia me falló no por nervios ni impaciencias, sino por una razón mucho menos alagadora: por arrogante. De la misma manera que la constancia requiere del requisito de la paciencia, ésta precisa del tercer ingrediente de la tríada mágica: la Humildad

c) HUMILDAD. Sin humildad no hay paciencia, sin paciencia no hay constancia y sin constancia no hay aprendizaje. Aprender conlleva practicar miles de horas, a veces comprobando avances significativos ipso facto, a veces reiterando la práctica sin notar el más leve incremento de nuestra habilidad en periodos de tiempo que, sean cortos o largos, pueden hacérsele eternos a nuestra impaciencia. Y para seguir practicando sin cosechar resultados automáticos debemos superar la arrogancia malcriada del niñato mimado (que en mayor o menor medida) todos llevamos dentro y que quiere resultados inmediatos, definitivos, con escasa incertidumbre y (a poder ser) aún menor esfuerzo. Como ya vimos al hablar de Éxito e Integridad, somos dueños de nuestras conductas, pero no de sus efectos. Somos responsables de lo que hacemos, pero no de los resultados de nuestras acciones (que nunca dependerán exclusivamente de nosotros). Y mucho menos, de cuando se producirán.

Aceptar que las plantas florecen cuando a ellas les da la gana y no cuando yo he decidido que era justo o apropiado que lo hicieran (y aún así, seguir regando, podando y abonando con la constancia y paciencia necesarias) requiere superar esa etapa infantiloide en la que nos creemos con derecho a exigirle a la vida que se adapte a nuestros plazos y necesidades, y no nosotros a los suyos.

2. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA.

“Lo que es gratis no vale nada”, dice otro nefasto refrán. Y no estaré de acuerdo en lo material, pero sí en cuanto al aprendizaje. Para desarrollar las habilidades y competencias clave en nuestra vida hasta el grado de excelencia necesario para marcar la diferencia, necesitamos invertir tiempo, esfuerzo y fe. Y cuanto más importante la habilidad, cuanto más jugosos los frutos… más tiempo deberemos pasar cosechándolos.

Constancia, Paciencia y Humildad: tríada mágica, llave que abrirá todos los cerrojos que nos impedían nuestra superación cotidiana. Extrapolada a cualquier ámbito de nuestra vida, esta tríada hará que todo objetivo acabe cayendo en nuestro zurrón con la inevitabilidad de la fruta madura. Antes o después, con más o menos esfuerzo y viviendo ese esfuerzo con ilusión o sufrimiento, pero en nuestro zurrón finalmente.

Con la paciencia para esperar el tiempo necesario a que florezcan las semillas plantadas, con la constancia para regarlas el tiempo que haga falta y lo más importante (y exasperantemente difícil): con la humildad para aceptar que los frutos maduran cuando les llega su momento, no cuando a nosotros nos dé la gana que lo hagan o cuando el hambre nos dé un achuchón de prisa. Sin mi tortuosamente placentera práctica del Yoga, jamás lo hubiera descubierto. No sé si el Yoga me lo enseñó, pero yo lo he aprendido de él.

Vivir es mejorar; mejorar es aprender y aprender es ser humilde, paciente y constante. Tan sólo de serlo –y actuar congruentemente- depende acabar consiguiendo todo lo que te propongas. ¿Merece la pena intentarlo? Te aconsejo que te respondas que si. Y empieces a actuar en consecuencia.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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