“Si aprendiéramos a caminar y hablar como aprendemos en la escuela a leer y escribir, seríamos todos cojos y tartamudos”, Mark Twin
Llevo practicando yoga (con una inconstancia impropia de mi profesión) desde hace más de 7 años. De él he aprendido centenares de lecciones prácticas, pero de todas ellas destaca la tríada mágica: los tres ingredientes ineludibles de todo éxito. ¿Cómo pueden estos tres principios mágicos transformar nuestra existencia entera, de pies a cabeza?
1. ¿QUÉ HACE POSIBLE LO IMPOSIBLE?
Si repaso mi cotidianidad, sobresalen dos placeres de entre los muchos que disfruto: practicar yoga y hablar diferentes idiomas.
Los que me conocéis personalmente bien sabéis que la genética bendijo mi cuerpo con la flexibilidad precaria de una barra de hierro. Atarme los cordones siempre requirió de un asiento previo y entre estirar un brazo y dar dos pasos más para alcanzar algo, siempre lo tuve claro: ni lo uno ni lo otro. Creo que hay incluso algún portero de futbolín que, puntualmente, se ha llegado a estirar más que yo.
Tal vez por ello el Yoga haya sido el mayor reto de mi vida, al conllevar su práctica dos de mis más escasos bienes: flexibilidad y paciencia. Frente a decenas de posturas improbables (todas, al principio), cuantas veces he estado tentado de abandonar y claudicar ante los mil presuntos imposibles tras los que me tentaba parapetarme… como excusa plausible para no seguir esforzándome ni enfrentándome a mis propias limitaciones. Por suerte, nunca lo hice, y hoy continúo yogueando con una frecuencia que oscila entre la integridad y el sonrojo. Y mis nervios ciáticos siguen agradeciéndomelo día a día.
Otra de mis pasiones son los idiomas (ser catalán castellano parlante, haber cometido el bendito error de estudiar Filología Inglesa y la tardía adquisición del francés me permiten un plural más ostentoso que amplio). Al respecto, siempre me hizo gracia escuchar la falacia verosímil de que “es que los idiomas se te dan bien”, cuando mis méritos para aprender idiomas se reducen a dos: 1) Atreverme a chapurrearlos estrepitosamente antes de realmente dominarlos (inventándome palabras, retorciendo inmisericordemente su sintaxis y profanando sin miramientos su fonética) y 2) Dedicarles, a lo largo de los años, miles y miles de horas de práctica (y con tal aluvión de práctica, más que lúcido por hablarlos fluidamente, se me podría catalogar de infinitamente lerdo de no haber llegado a hacerlo).
Hoy en día, la fluidez de mis idiomas es infinitamente mayor que la de mi cuerpo yogueando. Pero, siendo temas tan dispares y con tanta diferencia en cuanto a resultados, mis idiomas y mi yoga son hoy lo que son por idénticas razones: por haber aderezado ambos con los tres requisitos de toda excelencia en cualquier ámbito de nuestra vida.
2. LOS TRES INGREDIENTES DEL ÉXITO
Cualquier habilidad o competencia en la que nuestro desempeño destaque sobre la media responde no a unas supuestas superdotes genético- telúricas, sino de aplicar tres ungüentos mágicos a su implementación:
a) CONSTANCIA. Aprender cualquier competencia o habilidad, por bien o mal que se nos dé por temperamento, requiere de miles y miles de horas de práctica. ¿Has leído el post anterior sobre la mielinización? (El Hábito si hace a monje)? Entonces recordarás que la automatización de cualquier habilidad se debe a que los circuitos neuronales relacionados con la ejecución de esa habilidad se han utilizado con la suficiente frecuencia e intensidad como para haberse vuelto de ejecución inconsciente. Piensa en cualquier habilidad que creas que se te da particularmente bien o para que los demás consideren que estás especialmente dotado (cocinar, conducir, bailar salsa, calmar o motivar a un hijo , hablar una segunda lengua…). Párate a pensar: ¿Cuántas horas has podido pasar haciéndolo a lo largo de tu vida? ¿Centenares? ¿Miles? Realmente, ¿Se te da tan bien por genética y temperamento… o porque, independientemente de la facilidad que trajeras de fábrica para ello, lo has practicado lo suficiente como para perfeccionarlo y automatizarlo? Ahora piensa en algo que hayas intentado aprender y nunca hayas conseguido al nivel que perseguías (bailar, hablar inglés, nadar…) ¿Cuántas horas le has dedicado? ¿Puedes afirmarte, sinceramente, que has dedicado un número siquiera parecido al de las habilidades en las que eres particularmente bueno? Resumiendo: ¿Le has dedicado muchas horas a lo que se te da bien porque eres bueno… o eres bueno porque le has dedicado muchas horas?
No aprendemos memorizando teoría, sino llevándola a la práctica con la constancia requerida. La constancia, la reiteración masiva de lo aprendido teóricamente es la clave del aprendizaje, pues es a base de equivocarnos y subsanar los errores cometidos que llegamos a prender (¿Cuántos centenares de veces no me habrá resultado imposible hacer una postura de yoga que, un buen día y sin previo aviso, acabé haciendo?; ¿Cuántos miles de veces conjugué mal ciertos verbos en francés… hasta hacerlo bien?). Pero podernos permitir la constancia necesaria para la especialización requiere de un requisito sin el que la constancia tendrá los días contados, y no llegará mucho más allá de donde la lleve la exigua fuerza de voluntad:
b) PACIENCIA. Si la primera falacia del aprendizaje es la apología de la teoría (aprendiendo inglés estudiando gramática descriptiva o a nadar memorizando el principio de Arquímedes) y del aprendizaje automático (si no me sale a la primera o segunda, es que no sirvo para ello), la segunda es el aprendizaje lineal. Desde la primera escolarización nos han vendido la moto (y nosotros la hemos comprado, sin preguntarnos demasiado por el precio) que se aprende de manera progresiva, avanzando. Pero los últimos avances de la pedagogía muestran a las claras que aprendemos en una sucesión de avances (incorporamos nueva información y conductas), mesetas (largos periodos de estancamiento en los que parece que no avanzamos) y retrocesos (errores que ya no cometíamos y que volvemos, puntualmente, a cometer). Pasos de baile que ya dominábamos y que, de pronto, parecemos haberse evaporado de nuestro repertorio; expresiones con las que no atinamos, cuando ya las dominábamos con fluidez; posturas que por fin llegaron a salirnos y que, de pronto, vuelven a resistirse a nuestra flexibilidad… ¿No os da la impresión, al estar aprendiendo algo, que retrocedéis en vez de avanzar?
Si éste es el caso, dejadme deciros algo: ¡Enhorabuena! Primero, porque es la prueba feaciente de que sois humanos y no robots; segunda, porque estáis aprendiendo. No aprendemos avanzando linealmente, sino que la mayor parte del tiempo de aprendizaje lo pasamos estancados entre una etapa de aprendizaje y la siguiente, cuando no retrocediendo puntualmente. Mientras sentimos que avanzamos, el combustible para la motivación es la propia alegría al comprobar que mejoramos. Pero para los momentos de meseta o retroceso, sólo hay un antídoto ante la tristeza o la decepción: la paciencia para seguir insistiendo a pesar de que los frutos de esa insistencia no florezcan inmediatamente.
En toda mi vida he abandonado decenas de aprendizajes que hubieran mejorado exponencialmente mi calidad de vida por no saber esto que ahora sé. Italiano, árabe, vóley playa, ensayos, swing, tesinas variopintas… todo porque, en un determinado momento noté que me estancaba o incluso retrocedía. Entonces no sabía que lo único que precisaban esos estancamientos o retrocesos era de, sencillamente, más (y mejor) práctica para acabar alcanzando el siguiente nivel superior de competencia. Abandoné, y nunca sabré si me faltaron centenares, decenas… o unas míseras horitas para seguir avanzando.
Me falló la constancia porque me falló la paciencia. Y la paciencia me falló no por nervios ni impaciencias, sino por una razón mucho menos alagadora: por arrogante. De la misma manera que la constancia requiere del requisito de la paciencia, ésta precisa del tercer ingrediente de la tríada mágica: la Humildad
c) HUMILDAD. Sin humildad no hay paciencia, sin paciencia no hay constancia y sin constancia no hay aprendizaje. Aprender conlleva practicar miles de horas, a veces comprobando avances significativos ipso facto, a veces reiterando la práctica sin notar el más leve incremento de nuestra habilidad en periodos de tiempo que, sean cortos o largos, pueden hacérsele eternos a nuestra impaciencia. Y para seguir practicando sin cosechar resultados automáticos debemos superar la arrogancia malcriada del niñato mimado (que en mayor o menor medida) todos llevamos dentro y que quiere resultados inmediatos, definitivos, con escasa incertidumbre y (a poder ser) aún menor esfuerzo. Como ya vimos al hablar de Éxito e Integridad, somos dueños de nuestras conductas, pero no de sus efectos. Somos responsables de lo que hacemos, pero no de los resultados de nuestras acciones (que nunca dependerán exclusivamente de nosotros). Y mucho menos, de cuando se producirán.
Aceptar que las plantas florecen cuando a ellas les da la gana y no cuando yo he decidido que era justo o apropiado que lo hicieran (y aún así, seguir regando, podando y abonando con la constancia y paciencia necesarias) requiere superar esa etapa infantiloide en la que nos creemos con derecho a exigirle a la vida que se adapte a nuestros plazos y necesidades, y no nosotros a los suyos.
2. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA.
“Lo que es gratis no vale nada”, dice otro nefasto refrán. Y no estaré de acuerdo en lo material, pero sí en cuanto al aprendizaje. Para desarrollar las habilidades y competencias clave en nuestra vida hasta el grado de excelencia necesario para marcar la diferencia, necesitamos invertir tiempo, esfuerzo y fe. Y cuanto más importante la habilidad, cuanto más jugosos los frutos… más tiempo deberemos pasar cosechándolos.
Constancia, Paciencia y Humildad: tríada mágica, llave que abrirá todos los cerrojos que nos impedían nuestra superación cotidiana. Extrapolada a cualquier ámbito de nuestra vida, esta tríada hará que todo objetivo acabe cayendo en nuestro zurrón con la inevitabilidad de la fruta madura. Antes o después, con más o menos esfuerzo y viviendo ese esfuerzo con ilusión o sufrimiento, pero en nuestro zurrón finalmente.
Con la paciencia para esperar el tiempo necesario a que florezcan las semillas plantadas, con la constancia para regarlas el tiempo que haga falta y lo más importante (y exasperantemente difícil): con la humildad para aceptar que los frutos maduran cuando les llega su momento, no cuando a nosotros nos dé la gana que lo hagan o cuando el hambre nos dé un achuchón de prisa. Sin mi tortuosamente placentera práctica del Yoga, jamás lo hubiera descubierto. No sé si el Yoga me lo enseñó, pero yo lo he aprendido de él.
Vivir es mejorar; mejorar es aprender y aprender es ser humilde, paciente y constante. Tan sólo de serlo –y actuar congruentemente- depende acabar consiguiendo todo lo que te propongas. ¿Merece la pena intentarlo? Te aconsejo que te respondas que si. Y empieces a actuar en consecuencia.