Empieza Septiembre, así que los vendedores de titulares, los etiquetadores patologizantes y los adictos al bliblablú más anodino vuelven a tener una nueva excusa para rellenar revistitas y conversaciones: ¡Vuelve el síndrome posvacacional! En una sociedad tremendista tan pusilánime, acostumbrada a sobredimensionar lo anodino y dramatizar cualquier anécdota, ya tardaba en llegar la última de las patologías de moda.
¿Qué es esto del síndrome posvacacional? ¿Qué hay de cierto, qué de patraña? ¿Cuánto tiene que ver con su dificultad intrínseca, cuánto con nuestra falta de resiliencia e intolerancia a la frustración? ¿Qué síntomas tiene? ¿Qué hacemos normalmente para exacerbarlos? ¿Y qué podemos hacer para aminorarlos? Y lo más importante: sea lo que sea, ¿Podemos aprovecharlo para sacar valiosísimas enseñanzas de él, más allá de aprender a sobrellevarlo? Si te interesa saberlo…
I. EL REGRESO A LA COTIDIANIDAD.
En vacaciones, nos tiramos días y semanas haciendo algo más o menos parecido a lo que nos da la gana: nos levantamos cuando queremos, comemos a la hora que se nos antoja, o viajamos a sitios recónditos a descubrir nuevas realidades o nos permitimos siestas faraónicas, más tiempo para nuestros hobbies y libertad para juntarnos con quien nos plazca… De pronto, regresamos al corsé de horarios preestablecidos y obligaciones varias. Y (¡Oh, sorpresa!) nos resulta de todo menos agradable. De un día para otro, pasamos de la desconocido a lo trillado, de la aventura a la cotidianidad, de la libertad a las pautas… ¿Tendríamos que saltar de alegría? ¿Hartarnos de reír? El paso de las vacaciones a la cotidianidad puede provocar un cierto grado de malestar obvio que durará más o menos… en función de cuánto lo saque de contexto nuestra alergia a la más mínima frustración (y algún que otro factor interesantísimo que veremos más adelante). Pero de ahí a vivirlo como una patología…
II. SÍNDROME, SÍNDROME…
Tras la etiqueta grandilocuente del síndrome de marras se esconde una obviedad de Perogrullo: que se está mejor sin obligaciones y levantándote y comiendo cuando quieres que no pautados por agendas y horarios no siempre deseados. Y que el pasar de lo uno a la otro puede provocar una mayor o menor incomodidad. Regresar a la cotidianidad también conlleva un abrupto cambio de hábitos de sueño, comida y relación que precisará de un tiempo de readaptación. ¿En serio, suena raro? ¿Pero dónde está el misterio a estudiar y analizar? Si es que es de cajón…
Al colocarle a lo obvio el cencerro de síndrome, dotamos a este proceso tan lógico de unas ciertas connotaciones de anormalidad y patología. Para referirnos al síndrome, utilizamos frases como “me ha cogido” (él a mí), “me ha entrado” (de fuera a dentro) que ponen la cuestión en el plano autoexculpatorio y ajeno a nuestra influencia que tanto nos gusta. Y convenientemente medicalizado, por supuesto.
Las diferencias entre el susodicho síndrome y cualquier patología (una gripe, un cáncer o una depresión endógena) son obvias: Las enfermedades a) Aparecen por sí solas por ciegos procesos biológicos, y no siempre tienen que ver con hábitos personales que las creen o agraven (y aún en el caso de que lo hagan, nunca totalmente) b) Su curación depende de medicamentos (que operan por sí solos una vez tomados) y diagnósticos (que sólo puede establecer un sesudo especialista) c) Más allá de ir al médico y seguir el tratamiento, la curación resulta ajena a nuestra área de influencia. En cambio, lidiar con los inconvenientes del regreso a la cotidianidad es todo lo contrario: a) Nos los creamos nosotros, de cabo a rabo, al dramatizar los síntomas lógicos de todo cambio de hábitos b) El tratamiento que lo curará ni nos lo venden ya empaquetadito en farmacias ni funcionará con tan sólo ingerirlo c) Su cura cae completamente dentro de nuestra área de influencia. Precisamente, para sacudirnos el esfuerzo de todo ello, patologizamos el asunto y lo transformamos en síndrome paramédico, ajeno e impersonal. Y fuera puñetas.
Pero, ¿Es gratuita esta equiparación conceptual del síndrome posvacacional con la medicina? A mí se me antoja que es un primer paso para ir preparando el terreno para la marca de los tiempos: ¡La Pastillita Mágica! Nuestra pereza y la avaricia farmacéutica forman un tándem imbatible que ya hemos visto, en otras patologías de nuevo cuño, cuan expiatorio para unos y rentable para otros puede resultar.
III. LOS INGREDIENTES DEL SÍNDROME.
Dos son los principales vectores que determinan el grado de ilusión o incomodidad de nuestro regreso a la vida diaria:
Por un lado, influirá muchísimo la calidad de las vacaciones vividas. Cuanto más nos hayan llenado, cuánto más idílicas y más miméticas con nuestros valores esenciales, más difícil capear su final. Evidentemente, si durante las vacaciones he vivido un tórrido romance incompatible con mi cotidianidad, visitado un lugar remoto al que difícilmente regresaré o vivido experiencias, satisfactorias hasta el éxtasis, que intuyo irrepetibles… pues claro, más duro me resultará abandonarlas. Si así fueron las vacaciones, tocará, a su fin el duelo correspondiente a todo lo bueno que dejamos atrás. Si las vacaciones han resultado humildemente placenteras y meramente agradables, el duelo debería ser mucho menor, pues el dolor de la ausencia ha de ser proporcional al placer de la presencia (si el dolor es mayor que el placer, señal inequívoca que nos estamos haciendo trampas al solitario. Y, encima, para perder la partida).
Pero hay un segundo factor decisivo: lo a gusto que estemos con las diferentes vertientes de esa cotidianidad a la que regresamos. Profesión, pareja, ciudad, piso, familia, amigos, tiempo libre, etc. No es lo mismo volver a un trabajo que nos llena profundamente y unas agendas planificadas acorde con nuestros valores que regresar a un sinsentido estresante, y en esta brecha entre cómo queremos vivir y cómo vivimos es donde puede crecer este constructo del tan cacareado síndrome posvacacional.
Reitero lo insípidamente obvio: en general, se está mejor a tu olla que rebosante de obligaciones. Una vez pasada por alto esta obviedad sin mayor recorrido, el lugar común del síndrome de marras puede hasta tener cierta utilidad: nos permite reflexionar sobre nuestra vida cotidiana y profesional. ¿Qué hace que el regreso de vacaciones resulte parcialmente incómodo o insoportablemente duro? Muy sencillo: la calidad que otorguemos a esa cotidianidad a la que regresamos (matiz importante: no la que intrínsecamente tenga, sino con la que subjetivamente la evaluemos nosotros). Por mucho que la mayoría de la gente está mejor haciendo lo que le da la gana cuándo y dónde mejor le plazca, lo que determinará el impacto de regresar a agendas y obligaciones será nuestro grado de satisfacción respecto a ellas (y su comparación con la satisfacción durante las vacaciones).
IV. DE LA MIERDA AL ESTIÉRCOL.
No creo que la cuestión estribe en si existe o no el síndrome posvacacional. Porque será o no será síndrome, pero sí real… en cuanto lo sintamos como tal. ¿Qué narices le importa a quién le duele un miembro fantasma que el miembro ya no exista? Si se le activan las zonas del cerebro desencadenantes del dolor, duele y punto. El miembro ausente ya no estará presente, pero su dolor sí. Y el sufrimiento de la persona que lo padece, también, y atenderlo no es una cuestión de realidad, sino de sentido común. ¿Existe o no existe el síndrome posvacacional? Me importa un pimiento; exista o no, lo podemos llegar a sufrir, por lo tanto hay que atenderlo. Otra cosa es que estoy convencido que colocarle la etiqueta de síndrome y sobredramatizarlo marea la perdiz y no ayuda -sino que dificulta- su tratamiento.
Y es ahí donde estriba la utilidad de este jet lag entre ocio y cotidianidad: resulta un termómetro perfecto para comprobar qué nos satisface en nuestra vida y qué no. ¿Qué hace, exactamente, que me resulte tan duro regresar a mi día a día? ¿Qué ámbitos de mi vida se resienten más al regresar, desde lo profesional hasta el ocio? ¿Qué me sobra y qué me falta? ¿Qué tendría que ser diferente para que la brecha entre mis vacaciones y mi cotidianidad fuera mucho más manejable? ¿Y qué puedo empezar a hacer para empezar a cambiarlo? ¿Qué maneras de pensar, sentir y actuar me tocaría tomarme el curro de matizar y mejorar para reducir la distancia entre vacaciones y cotidianidad?
De ser así, el pseudosíndrome posvacacional nos serviría para marcarnos los dos puntos principales de todo proceso de mejora personal: Dónde estoy (Estado Actual) y dónde quiero estar (Estado Deseado). De ahí, sólo nos quedaría empezar a trabajar en un plan de acción, mejora y cambio que nos permita acercar el dónde estoy al dónde deseo estar. Eso sí: hacerlo conlleva reflexión, aprendizaje, incomodidad, paciencia, humildad, constancia, incertidumbre y esfuerzo (todo eso a lo que cada vez somos más alérgicos). Y claro, mucho más sencillo patologizar toda la cuestión. Así nos desresponsabilizamos del proceso y, además, abrimos la puerta a su pronta medicalización: mucho más fácil pastillita al canto que embarcarnos en la trepidante aventura de ir convirtiendo nuestra vida, poco a poco, en la que siempre soñamos vivir. Y luego, a quejarnos de la rutina y la falta de motivación e incentivos de la vida madura. Nosotros a ahorrarnos cambiar a cualquier precio, lamentarnos de que nada cambia… y los de siempre a hacer caja pastilleando nuestras insatisfacciones . Viva la mercromina química…
El posible malestar al volver de vacaciones será una mierda, pero de nosotros depende utilizarla como el estiércol necesario para que germinen sanos y fuertes nuestros sueños más despiertos. Como siempre, de nosotros depende transformar las molestias de ese mero jet lag en el punto de partida de nuestra transformación personal. Porque el síndrome posvacacional no será ni síndrome ni agradable, pero sí útil. Y mucho, si nos tomamos la molestia de aprender a aprovecharlo para cartografiar nuestro mapa del tesoro a la mejora personal.