Diseño del blog

El Síndrome posvacacional… y otras Zarandajas

Empieza Septiembre, así que los vendedores de titulares, los etiquetadores patologizantes y los adictos al bliblablú más anodino vuelven a tener una nueva excusa para rellenar revistitas y conversaciones: ¡Vuelve el síndrome posvacacional! En una sociedad tremendista tan pusilánime, acostumbrada a sobredimensionar lo anodino y dramatizar cualquier anécdota, ya tardaba en llegar la última de las patologías de moda.

¿Qué es esto del síndrome posvacacional? ¿Qué hay de cierto, qué de patraña? ¿Cuánto tiene que ver con su dificultad intrínseca, cuánto con nuestra falta de resiliencia e intolerancia a la frustración? ¿Qué síntomas tiene? ¿Qué hacemos normalmente para exacerbarlos? ¿Y qué podemos hacer para aminorarlos? Y lo más importante: sea lo que sea, ¿Podemos aprovecharlo para sacar valiosísimas enseñanzas de él, más allá de aprender a sobrellevarlo? Si te interesa saberlo…

I. EL REGRESO A LA COTIDIANIDAD.

En vacaciones, nos tiramos días y semanas haciendo algo más o menos parecido a lo que nos da la gana: nos levantamos cuando queremos, comemos a la hora que se nos antoja, o viajamos a sitios recónditos a descubrir nuevas realidades o nos permitimos siestas faraónicas, más tiempo para nuestros hobbies y libertad para juntarnos con quien nos plazca… De pronto, regresamos al corsé de horarios preestablecidos y obligaciones varias. Y (¡Oh, sorpresa!) nos resulta de todo menos agradable. De un día para otro, pasamos de la desconocido a lo trillado, de la aventura a la cotidianidad, de la libertad a las pautas… ¿Tendríamos que saltar de alegría? ¿Hartarnos de reír? El paso de las vacaciones a la cotidianidad puede provocar un cierto grado de malestar obvio que durará más o menos… en función de cuánto lo saque de contexto nuestra alergia a la más mínima frustración (y algún que otro factor interesantísimo que veremos más adelante). Pero de ahí a vivirlo como una patología…

II. SÍNDROME, SÍNDROME…

Tras la etiqueta grandilocuente del síndrome de marras se esconde una obviedad de Perogrullo: que se está mejor sin obligaciones y levantándote y comiendo cuando quieres que no pautados por agendas y horarios no siempre deseados. Y que el pasar de lo uno a la otro puede provocar una mayor o menor incomodidad. Regresar a la cotidianidad también conlleva un abrupto cambio de hábitos de sueño, comida y relación que precisará de un tiempo de readaptación. ¿En serio, suena raro? ¿Pero dónde está el misterio a estudiar y analizar? Si es que es de cajón…

Al colocarle a lo obvio el cencerro de síndrome, dotamos a este proceso tan lógico de unas ciertas connotaciones de anormalidad y patología. Para referirnos al síndrome, utilizamos frases como “me ha cogido” (él a mí), “me ha entrado” (de fuera a dentro) que ponen la cuestión en el plano autoexculpatorio y ajeno a nuestra influencia que tanto nos gusta. Y convenientemente medicalizado, por supuesto.

Las diferencias entre el susodicho síndrome y cualquier patología (una gripe, un cáncer o una depresión endógena) son obvias: Las enfermedades a) Aparecen por sí solas por ciegos procesos biológicos, y no siempre tienen que ver con hábitos personales que las creen o agraven (y aún en el caso de que lo hagan, nunca totalmente) b) Su curación depende de medicamentos (que operan por sí solos una vez tomados) y diagnósticos (que sólo puede establecer un sesudo especialista) c) Más allá de ir al médico y seguir el tratamiento, la curación resulta ajena a nuestra área de influencia. En cambio, lidiar con los inconvenientes del regreso a la cotidianidad es todo lo contrario: a) Nos los creamos nosotros, de cabo a rabo, al dramatizar los síntomas lógicos de todo cambio de hábitos b) El tratamiento que lo curará ni nos lo venden ya empaquetadito en farmacias ni funcionará con tan sólo ingerirlo c) Su cura cae completamente dentro de nuestra área de influencia. Precisamente, para sacudirnos el esfuerzo de todo ello, patologizamos el asunto y lo transformamos en síndrome paramédico, ajeno e impersonal. Y fuera puñetas.

Pero, ¿Es gratuita esta equiparación conceptual del síndrome posvacacional con la medicina? A mí se me antoja que es un primer paso para ir preparando el terreno para la marca de los tiempos: ¡La Pastillita Mágica! Nuestra pereza y la avaricia farmacéutica forman un tándem imbatible que ya hemos visto, en otras patologías de nuevo cuño, cuan expiatorio para unos y rentable para otros puede resultar.

III. LOS INGREDIENTES DEL SÍNDROME.

Dos son los principales vectores que determinan el grado de ilusión o incomodidad de nuestro regreso a la vida diaria:

Por un lado, influirá muchísimo la calidad de las vacaciones vividas. Cuanto más nos hayan llenado, cuánto más idílicas y más miméticas con nuestros valores esenciales, más difícil capear su final. Evidentemente, si durante las vacaciones he vivido un tórrido romance incompatible con mi cotidianidad, visitado un lugar remoto al que difícilmente regresaré o vivido experiencias, satisfactorias hasta el éxtasis, que intuyo irrepetibles… pues claro, más duro me resultará abandonarlas. Si así fueron las vacaciones, tocará, a su fin el duelo correspondiente a todo lo bueno que dejamos atrás. Si las vacaciones han resultado humildemente placenteras y meramente agradables, el duelo debería ser mucho menor, pues el dolor de la ausencia ha de ser proporcional al placer de la presencia (si el dolor es mayor que el placer, señal inequívoca que nos estamos haciendo trampas al solitario. Y, encima, para perder la partida).

Pero hay un segundo factor decisivo: lo a gusto que estemos con las diferentes vertientes de esa cotidianidad a la que regresamos. Profesión, pareja, ciudad, piso, familia, amigos, tiempo libre, etc. No es lo mismo volver a un trabajo que nos llena profundamente y unas agendas planificadas acorde con nuestros valores que regresar a un sinsentido estresante, y en esta brecha entre cómo queremos vivir y cómo vivimos es donde puede crecer este constructo del tan cacareado síndrome posvacacional.

Reitero lo insípidamente obvio: en general, se está mejor a tu olla que rebosante de obligaciones. Una vez pasada por alto esta obviedad sin mayor recorrido, el lugar común del síndrome de marras puede hasta tener cierta utilidad: nos permite reflexionar sobre nuestra vida cotidiana y profesional. ¿Qué hace que el regreso de vacaciones resulte parcialmente incómodo o insoportablemente duro? Muy sencillo: la calidad que otorguemos a esa cotidianidad a la que regresamos (matiz importante: no la que intrínsecamente tenga, sino con la que subjetivamente la evaluemos nosotros). Por mucho que la mayoría de la gente está mejor haciendo lo que le da la gana cuándo y dónde mejor le plazca, lo que determinará el impacto de regresar a agendas y obligaciones será nuestro grado de satisfacción respecto a ellas (y su comparación con la satisfacción durante las vacaciones).

IV. DE LA MIERDA AL ESTIÉRCOL.

No creo que la cuestión estribe en si existe o no el síndrome posvacacional. Porque será o no será síndrome, pero sí real… en cuanto lo sintamos como tal. ¿Qué narices le importa a quién le duele un miembro fantasma que el miembro ya no exista? Si se le activan las zonas del cerebro desencadenantes del dolor, duele y punto. El miembro ausente ya no estará presente, pero su dolor sí. Y el sufrimiento de la persona que lo padece, también, y atenderlo no es una cuestión de realidad, sino de sentido común. ¿Existe o no existe el síndrome posvacacional? Me importa un pimiento; exista o no, lo podemos llegar a sufrir, por lo tanto hay que atenderlo. Otra cosa es que estoy convencido que colocarle la etiqueta de síndrome y sobredramatizarlo marea la perdiz y no ayuda -sino que dificulta- su tratamiento.

Y es ahí donde estriba la utilidad de este jet lag entre ocio y cotidianidad: resulta un termómetro perfecto para comprobar qué nos satisface en nuestra vida y qué no. ¿Qué hace, exactamente, que me resulte tan duro regresar a mi día a día? ¿Qué ámbitos de mi vida se resienten más al regresar, desde lo profesional hasta el ocio? ¿Qué me sobra y qué me falta? ¿Qué tendría que ser diferente para que la brecha entre mis vacaciones y mi cotidianidad fuera mucho más manejable? ¿Y qué puedo empezar a hacer para empezar a cambiarlo? ¿Qué maneras de pensar, sentir y actuar me tocaría tomarme el curro de matizar y mejorar para reducir la distancia entre vacaciones y cotidianidad?

De ser así, el pseudosíndrome posvacacional nos serviría para marcarnos los dos puntos principales de todo proceso de mejora personal: Dónde estoy (Estado Actual) y dónde quiero estar (Estado Deseado). De ahí, sólo nos quedaría empezar a trabajar en un plan de acción, mejora y cambio que nos permita acercar el dónde estoy al dónde deseo estar. Eso sí: hacerlo conlleva reflexión, aprendizaje, incomodidad, paciencia, humildad, constancia, incertidumbre y esfuerzo (todo eso a lo que cada vez somos más alérgicos). Y claro, mucho más sencillo patologizar toda la cuestión. Así nos desresponsabilizamos del proceso y, además, abrimos la puerta a su pronta medicalización: mucho más fácil pastillita al canto que embarcarnos en la trepidante aventura de ir convirtiendo nuestra vida, poco a poco, en la que siempre soñamos vivir. Y luego, a quejarnos de la rutina y la falta de motivación e incentivos de la vida madura. Nosotros a ahorrarnos cambiar a cualquier precio, lamentarnos de que nada cambia… y los de siempre a hacer caja pastilleando nuestras insatisfacciones . Viva la mercromina química…

El posible malestar al volver de vacaciones será una mierda, pero de nosotros depende utilizarla como el estiércol necesario para que germinen sanos y fuertes nuestros sueños más despiertos. Como siempre, de nosotros depende transformar las molestias de ese mero jet lag en el punto de partida de nuestra transformación personal. Porque el síndrome posvacacional no será ni síndrome ni agradable, pero sí útil. Y mucho, si nos tomamos la molestia de aprender a aprovecharlo para cartografiar nuestro mapa del tesoro a la mejora personal.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 nov, 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
05 ago, 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
05 ago, 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
Show More
Share by: