¿Alguna vez habéis practicado la meditación? Aunque con una irregularidad sonrojante, llevo casi una década meditando en sus diferentes escuelas y métodos (existen una infinidad, desde históricas y profundamente enraizadas en la sabiduría oriental hasta fantasmadas new age de nuevo cuño, que en cuanto mezclas espiritualidad y negocio, hasta el más tonto se pone a hacer relojes…).
Aunque el objetivo de la Meditación es mental (focalización de la atención para evitar que los pensamientos se dispersen hasta desquiciarnos), utiliza el cuerpo como principal herramienta para conseguirla. Para meditar, mi fisiología preferida es la que propone el budismo Zen: sentarse con las piernas entrecruzadas, la espalda estirada y con la barbilla ligeramente hacia atrás.
La finalidad de esta posición es estirar la espalda y apuntar la coronilla lo más arriba posible, pero esta posición resulta extremadamente difícil de sostener si no se trabaja bien su base: unas piernas firmemente enraizadas al suelo para aportar el apoyo necesario que permita al torso estirarse y, con ello, proyectar el cuello y la cabeza hacia el cielo. Resumiendo a brocha gorda su simbología, esta postura busca estirarnos para proyectarnos hacia el “cielo”, pero sin perder el contacto con la “tierra” (el famoso aquí y ahora). Y a mí, obsesionado con mi profesión, esta posición me parece la versión budista del ABC del Coaching: apuntar hacia el cielo del Estado Deseado… pero sin dejar de examinar la tierra del Estado Actual.
Por mucho que sea marca de la casa el interconectar absolutamente todo lo que hago, nunca pensé que la meditación Zen y mi pasión como profesor de adolescentes tuviera nada que ver. Amén del primer día de presentación, estas últimas semanas he disfrutado de las dos primeras clases con mis alumnos del PQPI (Adolescentes con Fracaso Escolar… ¿O Escuelas con Fracaso Adolescente? También hablaremos de ello…). En la primera clase empezamos a trabajar dos temas absolutamente cruciales en el proceso de cambio personal necesario para redirigir su situación formativa: encontrar su vocación (todos la tienen, aunque ni a ellos les haya dado la gana buscarla ni nosotros hayamos sabido animarles a hacerlo), y ayudarles a que se cuestionen sobre su verdadero potencial personal. Estos adolescentes llegan hasta el PQPI con tres creencias especialmente limitantes:
1. No tienen la menor idea de qué les motiva, qué profesión les llenaría personalmente. No sólo no sospechan que, si buscan bien, encontrarán una dedicación profesional que les haría felices… es que ni siquiera sospechan que pudiera existir, pues para ellos trabajar es de pringados y los triunfadores son futboleros, grandeshermanos o estrellas del chafardeo zafio. Tampoco imaginaron nunca la influencia determinante de la satisfacción profesional sobre la felicidad (ni la económica, ni la personal, ni mucho menos la intelectual), y jamás conectaron el aprendizaje, la cultura y la formación con trabajar la mitad, ganar el doble o disfrutar el triple (o lo mejor de todo: ¡Las tres posibilidades!). Si trabajar es de pringados que nunca serán famosoides y estudiar es de freacks que, como ni ligan ni tienen amigos, se dedican a leer libros… ¿Para qué estudiar? ¿Para qué forjarse una carrera profesional?
2. Como buenos hijos de nuestro tiempo, confunden garrafalmente CONDUCTA con IDENTIDAD. Y como su conducta formativa no ha sido precisamente un dechado de virtudes hasta ese momento, han interiorizado que “SON” vagos, o problemáticos o difíciles (ni se plantean ni nadie les ha dicho que, sencillamente, actúan vaga o problemáticamente debido a sus creencias, y que en cuanto éstas cambien, su conducta cambiará automáticamente). Por conveniencia o resignación, aceptan todas las etiquetas con las que los hayamos marcado a fuego. Etiquetas denigrantes para ellos y frustrantes para profesores y padres… pero cómodas para todos (“Claro, como el Luisma es tonto”… y asunto zanjado)
3. Al hilo de lo anterior, también confunden POTENCIAL ACTUAL con IDENTIDAD. La mayoría (no todos) llega con niveles formativos muy bajos, y creen que su misérrimo nivel de competencia actual es fruto de “SER” poco capaces, y no de que (ahora) carecen de unas habilidades cognitivas (lecto-escritura, técnicas de estudio, recursos mnemotécnicos, etc.) que, si deciden adquirirlas, les convertirán automáticamente en “inteligentes”. Porque, ¿Qué es ser inteligente? Sencillamente, hacerse con y practicar hasta desarrollar las habilidades y capacidades necesarias. Una persona inteligente no es más que un tonto que ha aprendido las competencias que le permiten actuar inteligentemente. Y a estos alumnos o nadie se las ha enseñado o a ellos no les ha dado la gana aprenderlas y practicarlas hasta su automatización. Ni ellos ni nosotros: no somos nada. Somos en función de cómo actuamos, y actuamos en función de lo que sabemos hacer. En posteriores post os hablaré sobre las falacias castrantes de la Identidad…
No os podéis imaginar los efectos de empezar a desafiarles estas tres creencias, limitantes como cepos. Ya han iniciado su transformación aquéllos alumnos que en esta primera clase empiezan a sospechar que tal vez:
1. … Haya un trabajo que les podría hacer infinitamente felices y que, para ser una fuente de satisfacción, ese trabajo no tiene ni que caerles del cielo ni reportarles decenas de miles de euros por tan sólo menear el culo, patear un balón en calzoncillos, despellejar a alguien a berridos destemplados o discutir sobre lo que haga o deje de hacer con sus genitales un famosoide más o menos asilvestrado.
2.… Nuestra vida profesional pueda ser la principal fuente de satisfacción vital y felicidad también –y especialmente- fuera del trabajo.
3.… Comportarse como un tonto no equivale a ser tonto, sino a actuar tontamente
4. … No sean malos estudiantes, sino estudiantes con malos resultados porque no han desarrollado las competencias que les permitirán obtenerlos brillantes.
Con sólo desafiar estas creencias, su comunicación no verbal empieza a cambiar, y salen de clase con un primer atisbo de duda que tal vez todavía no sea nada, pero que es la primera semilla de absolutamente todo. En algunos (nunca la mayoría), ya se notan los efectos euforizantes de empezar a sospechar que no “son” vagos sino desmotivados (des-motivados: sin motivos) y que tampoco “son” tontos, sino personas que no han desarrollado el conjunto de competencias y habilidades que les habrían permitido implementar lo mejor de su inteligencia.
Todas estas creencias limitantes, nunca desafiadas con la intensidad y constancia que necesitaban, les han hecho andar durante años con la ESPALDA ENCORBADA, y aquí empezamos a enseñarles como estirarla. En términos de meditación Zen, en estas primeras cinco horas empezamos el laaaaaaaargo proceso de animarles a apuntar su coronilla mucho más alto de lo que nunca se atrevieron siquiera a desear erguirla. Aquí empiezan a aprender que ellos (y cualquiera) puede llegar a convertirse en su mejor versión (y las consecuencias de hacerlo), siempre y cuando hagan lo que toque hacer para conseguirlo. No es problema de SER (en el sentido de haber nacido con unos determinados atributos), sino de HACER. Heidegger decía que “la Conducta genera Ser”. Y ellos, sin tener ni idea de quién narices sea Heidegger (ni falta que les hace, por ahora) empiezan a presentirlo tras esta primera clase.
Pero les (y nos) engañaríamos si les dejáramos pensar que todo es así de fácil: unas clasecitas, unas reestructuraciones cognitivas… ¡Y a vivir la vida! ¡A conseguir todo lo que quieran! Qué lejos está la realidad de ser así de sencilla: para que el torso se yerga y la coronilla pueda estirarse más allá de lo imaginable, se necesitan unas piernas fuertes que se enraícen firmemente en la dura realidad del suelo.
Y éste será el tema de mi siguiente post sobre educación adolescente. Una vez les empezamos a estirar la espalda haciéndoles saber que pueden ser en la vida todo lo que se comprometan a ser, toca explicarles cómo fortalecer esas piernas (sin las que la espalda erguida no se aguantaría mucho) y la dureza extrema del suelo sobre el que las han de asentar. Sin contacto con la realidad cotidiana (el contexto laboral y económico actual, y el tiempo y esfuerzo que comporta la (re)construcción personal y el aprendizaje), estirar la espalda no les serviría para soñar ambiciosos, sino para desbarrar sin sentido con supuestas utopías de éxito que nunca se materializarán si esperamos que lleguen por un mero guiño del azar, automáticamente y sin inversión de recurso alguno (tiempo, dinero, práctica…). Si no les elevamos la coronilla de sus sueños y capacidades, les condenamos a una vida literalmente jorobada. Pero si no les asentamos las piernas sobre la cruda realidad actual, los condenamos a delirar con grandes sueños que, por no entender el esfuerzo y constancia que todos los sueños demandan, nunca llegarán a alcanzar.
A los que os interese, os espero en el próximo post para aprender a enseñar a nuestros adolescentes a asentar las piernas en el suelo y no perder contacto con la realidad. Tan importante es insuflarles la motivación y la confianza para saltar como aposentarlos sobre el duro suelo que necesita para propulsarse el mero hecho de saltar.
Y el suelo socioeconómico de este principio de siglo XXI resulta especialmente duro. Paro, mercado laboral, precios, facturas, formación requerida, salarios… qué os voy a contar que no sepáis, ¿Verdad? Vosotros si pero… ¿Y ellos? ¿Se lo explicamos suficientemente, más allá de filípicas abstractas, apresuradas, catastrofistas y puntuales? Os propongo que esta semana les ayudemos a estirar la espalda, animándoles a reflexionar sobre qué les gusta hacer, a qué les haría inmensamente felices dedicar un tercio de sus vidas, qué necesitarían aprender para poder mostrar su inteligencia latente.
La semana que viene, a fortalecer piernas. Esta, os propongo que os planteéis:
¿Cuánto tiempo hemos dedicado a que nuestros adolescentes descubran su vocación?
¿Cuándo fue la última vez que valoramos explícitamente aquello en lo que son buenos?
Al decir “Mi hijo es…” ¿Cómo acabo la frase?
¿Me he planteado, respecto a él, la diferencia entre IDENTIDAD y CONDUCTA? ¿Hasta qué punto confundo sus CONDUCTAS con su IDENTIDAD? ¿Qué consecuencias tiene en mí y en nuestra relación todos esos “ES”?
¿Cuándo fue la última vez que hablaste –sin adoctrinar- sobre la diferencia en dinero o tiempo o satisfacción entre vivir nuestra vocación o desperdiciar un tercio de nuestra vida en ocupaciones que odiamos?
¿Cuándo fue la última vez que hablasteis sobre la pasión de formarse, crecer profesionalmente, el placer de aprender continuamente?
¿Hasta qué punto encarnas con tu conducta tus discursos y consejos?