Diseño del blog

¿EMOCIÓN O SENTIMIENTO? La Brecha de la Autonomía Humana

Como ya vimos en Las emociones: ¿Aliados o enemigos?, las emociones son el factor más importante de nuestras vidas, pues determinan tanto nuestra felicidad como lo que hacemos -y su eficiencia- para conseguirla. Siendo la clave de nuestro bienestar, las emociones parecen asaltarnos sin previo aviso, y no venimos a darnos cuenta de ellas hasta horas, días o meses actuando al dictado de sus influjos. Pero, ¿Podemos incidir voluntariamente en algo tan instintivo como las emociones? ¿Se pueden llegar a controlar? Si te interesa saberlo…

Como ya vimos y seguiremos viendo más en detalle, las emociones son infinitamente más rápidas que nuestra propia conciencia de estarlas sintiendo, por lo que intervenir sobre ellas puede resultar harto difícil. Para sentir el pánico a un depredador o a la altura, el asco instintivo a según qué alimentos o la atracción erótica a bote pronto, no pasan ni nanomilésimas de segundo entre que nuestros sentidos captan una información, la envían al tálamo (la parte más arcaica de nuestro cerebro, determinada en gran parte por los instintos más atávicos) y éste ordena a la amígdala segregar una respuesta química que nos prepare a actuar con la rapidez necesaria (acorde con nuestra evaluación de la situación).

Por el contrario, todo el proceso de decidir como quiero sentirme y pensar en cómo cambiar la emoción sentida por otra más deseable es un proceso consciente y elaborado que requiere de un tiempo infinitamente mayor del que precisan las emociones para desencadenarse. Entonces, ¿La gestión de nuestras emociones es una batalla perdida? Pues la respuesta es sí y no, por muy incongruente que pueda sonar. De momento, para empezar (no sé si a ganar esta batalla pero si como mínimo a lucharla) debemos aprender algo: la diferencia entre emociones y sentimientos.

Todos los animales sienten emociones, y ya hemos visto que éstas son endiabladamente rápidas. Las emociones son fruto de una evaluación dicotómica (bueno – malo; devorable – devorador; placer – dolor) inconsciente y cuasi automática, pues de no serlo carecerían de la velocidad necesaria para resultarnos útiles. Evidentemente, si los sentidos captan una información que el cerebro primitivo llega a intuir, a ojo de buen cubero, que pudiera ser el reptar de una serpiente, mejor me activa la respuesta de miedo (que me llevará a huir de un bote) con la rapidez necesaria para esquivar su mordedura.

Por su velocidad, las emociones son fruto de evaluaciones necesariamente imprecisas, apresuradas y de escasa calidad. A nuestro cerebro más primitivo, no le pidamos más: en caso de duda, siempre significará el peor escenario posible, pues mejor confundir una ramita con un serpiente (como, mucho pegaremos un salto y nos llevaremos un sustito innecesario) que una ramita con una serpiente (¡Zaska! Mordidos y envenenados…). Pero es precisamente esa rapidez instintiva e imprecisa de las emociones (tan útil en la jungla para evitar el ataque de un animal) lo que tanto dificulta su necesario manejo en el sutil y enrevesado asfalto social del ser humano contemporáneo.

Hasta aquí las malas noticias: las emociones son demasiado instintivas y veloces para nuestra lentísima consciencia, por lo que incidir sobre ellas no es ni mucho menos imposible, pero sí complejo. Pero, por suerte, el ser humano es el único bicho que, además de emociones, tiene sentimientos. Y en el hueco entre las unas y los otros estriba nuestra tabla de salvación

Mientras que las emociones son la respuesta automática de nuestro cerebro primitivo a la información recibida por los sentidos, los sentimientos nacen de nuestra evaluación y significación de las emociones sentidas: sus causas, significados y consecuencias. Las emociones son inconscientes, instintivas y de brocha gorda, pero nuestros sentimientos son reflexionados y matizados como un pincelito japonés. Si las emociones son fruto de nuestro cerebro más instintivo y primario, nuestros sentimientos interactúan con nuestro cerebro más reflexivo (el neocórtex), aquel sobre el que podemos aprender a incidir voluntaria y conscientemente. Los sentimientos son la elaboración cognitiva de las emociones que sentimos. La lástima es que ese pensamiento mediante el que valoramos y significamos las emociones acostumbra a ser casi tan inconsciente y automatizado como la emoción misma. Y ese es el reto de la conciencia emocional: sacar nuestras maneras cosificadas de pensar de las catacumbas inaccesibles del cerebro, hacerlas conscientes y enfrentarlas a análisis críticos que nos permitan discernir si esa emoción está sólida o frágilmente fundamentada o si nos resulta conveniente o no.

Dejadme poneos un ejemplo duro: imaginaos que soy una persona que (sea por educación, abusos sufridos o pura química o morfología cerebral deficitaria), siento una atracción sexual instintiva e irrefrenable por menores. ¿Puedo llegar a dejar de sentir esa atracción? Difícil respuesta, que no me siento capacitado a enfrentar con propiedad. Pero si no pudiera o me fuera difícil dejar de sentir esa emoción (determinada en gran parte por factores ajenos a mi voluntad directa y presente), definitivamente puedo transformar esa emoción en un sentimiento u otro que, ese sí, cae plenamente bajo la influencia potencial de mi razón, mis principios y mi voluntad. En función de cómo la gestione racionalmente, esa emoción primaria de atracción sexual puedo sentirla con orgullo, motivación, asco, tristeza o vergüenza… Y en función de este sentimiento actuaré acercándome, alejándome o escondiéndome.

Y aquí radica la clave: ya vimos que las emociones conducen nuestra conducta, y lo que trae consecuencias prácticas no es lo que pensamos o sintamos, sino lo que hacemos con nosotros mismos y con los demás. A mí, personalmente, me interesan entre poco y nada los debates morales sobre el pecado de pensamiento, pero tengo posiciones firmes sobre según qué delitos de conducta. Así, el problema no estriba en las emociones íntimas de alguien, mientras se restrinjan al alma, mente e intimidad del que siente. ¿Qué alguien fantasea sexualmente con infantes? Es su problema, no él mío, si se barra el paso a la conducta, las consecuencias prácticas de todo ello se limitarán, como mucho, a miradas que algunos catalogaríamos de abiertamente inapropiadas. Pero no seré yo quien pierda un segundo juzgándolos estérilmente. Eso sí: que nadie que sienta esa emoción se crea justificado, por el mero hecho de sentirla, a actuar amparándose en sus inclinaciones, utilizando las emociones como cheque en blanco para las conductas que se permita implementar. Nadie está en la cárcel por haber pensado en matar a alguien, pero sí por haberlo hecho. A quienes fantaseen con adolescentes o jefes politraumatizados, no seré yo quien los defienda, pero tampoco quien los ataque. A quienes agradan a los unos o los otros, que la sociedad los meta en vereda con todo el peso de la ley.

Análogamente a pederastas o asesinos, a ninguno de nosotros nos determinará la vida las emociones que sintamos, sino las conductas que nos permitamos ejecutar empujados por ellas. No conozco a ningún juez que haya condenado por violación a nadie por fantasear en secreto con una relación sexual no consentida ni por asesinato a quien se haya imaginado asfixiando a su jefe (¿Habría cárceles suficientes?). Como también lo vimos en El hábito SÍ hace al monje: seremos lo que hacemos y El Hábito SI hace al monje II: el veneno –antídoto de la mielina, somos lo que hacemos. Y si bien la emoción es el motor de la acción (y en los animales, el determinante directo), el ser humano puede aprender a meter la falca de los sentimientos entre el mero estímulo de la emoción y la respuesta de la conducta.

No somos culpables de nuestras emociones, pero si responsables de nuestros sentimientos, pues tenemos la capacidad de aprender a redirigirlos en la dirección de nuestros principios y no en la de los automatismos a bote pronto. Entender como las emociones de un pederasta o asesino puede predisponerlos a cometer sus delitos (más allá de su voluntad directa y presente) puede ayudarnos a entenderlos, pero no por ello los justificaremos, ¿Verdad? Pues tampoco a nosotros la Ira nos libra de las consecuencias de permitirnos darle rienda suelta, ni nuestro Amor erótico de emperrarnos en mantener una relación humillante, ni nuestro miedo a continuar paralizados, eternamente anclados en situaciones o conductas insostenibles. ¿Por qué? Porque tenemos las herramientas para transformar esas emociones que nos llevan a conductas contraproducentes en sentimientos que nos ayuden a actuar acorde con lo que nos conviene, no a lo que nos exige el instinto. El animal tiene la excusa de su impotencia; el ser humano, ni eso. Adueñémonos de nuestra libertad emocional… o, como mínimo, sentimental. Esa que podemos usar para dejar de utilizar las emociones como coartada frente a la responsabilidad, y nos permita empezar a utilizar los sentimientos como trampolín a nuestra satisfacción.

Por todo ello, tal vez deberíamos hablar de inteligencia sentimental más que emocional, pues es sobre los sentimientos sobre lo que debemos aprender a actuar en primera instancia. Podemos transformar cualquiera de las emociones que nos hacen sentir mal o nos llevan a actuar contra nuestros intereses en un sentimiento aliado de nuestro bienestar y principios. Siempre que lo deseemos lo suficiente como para aprender a hacerlo, claro. Y aceptemos que, como cualquier aprendizaje, requerirá de la tríada mágica: constancia, paciencia y humildad (El Yoga de la superación cotidiana).

En el próximo post os hablaré sobre la Inteligencia Emocional como la herramienta más útil para aprender a gestionar nuestras emociones. Y digo bien: gestionar, adaptar reciclar… y no controlar. Desde la perspectiva del mero control emocional, sólo dispondremos de herramientas como la represión o el autoengaño (que, amén de ineficientes, conllevan grandes dosis de sufrimiento y penitencia, a menudo salpimentados de la culpabilidad más estéril). Desde la gestión y el reciclaje, por el contrario, podremos abordar nuestras emociones desde el pensamiento de calidad, el convencimiento pleno, la ilusión y la superación de todas aquellas formas de pensar y actuar que nos hacían infelices y nos impedían ofrecer la mejor versión de nosotros mismos.

¿Recordáis la imagen del jinete y el caballo de Las emociones: ¿Aliados o enemigos? Pues la inteligencia emocional busca aprender a montarlo para que nos dirija armoniosamente hacia donde sabemos que es mejor para el mismo caballo y para nosotros. Pero no busca someter y controlar al caballo tirando de las riendas hasta sangrarle las encías (primero, porque de nada sirve: el es más fuerte que tú, y te acabará tirando encabritado; segundo, porque haría sufrir innecesariamente a nuestro mejor medio de transporte, amigo y aliado: el caballo de las emociones). La inteligencia emocional se parece más al autoproselitismo empático que al cilicio represor. Gestionar tus emociones se parece más a reciclarlas desde la ilusión que a reprimirlas desde la culpa.

La gestión emocional eficiente es el reto más fascinante y necesario que debe afrontar el pobre ser humano del siglo XXI, equipado biológicamente con un cerebrito animal para poco más que cazar y no ser cazado, pero con el que tiene que afrontar dilemas vitales complejos y abstractos sobre su enrevesada existencia. Temas tan sutiles que sería un suicidio dejarlos al albur de la brocha gorda de las emociones primarias y el cerebro más primitivo. Para huir de un jaguar, arrearle un garrotazo a un enemigo o clavarle una lanza a un mamut, las emociones se bastan y se sobran, pero resultan claramente insuficientes para decidir si continuar o dejar una relación, replantearse el futuro o cambiar las pautas ineficientes de relación con parejas, hijos o amigos. La brocha gorda es la mejor herramienta para pintar paredes a saco, pero de nada sirve para acuarelas detallistas como los requerimientos existenciales del humano contemporáneo. El objetivo final de la inteligencia emocional es, precisamente, saber cuándo utilizar la brocha gorda de nuestras emociones primarias y cuando el pincel fino de nuestros sentimientos más elaborados.

No se me ocurre mejor inversión en ti y en tus seres queridos que el aprender a hacerlo. A los trogloditas cibernéticos que somos tampoco nos queda mucha opción si queremos disfrutar de la vida en vez de limitarnos a padecerla como una molestia ineludible.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
Show More
Share by: