Como ya vimos en Las emociones: ¿Aliados o enemigos?, las emociones son el factor más importante de nuestras vidas, pues determinan tanto nuestra felicidad como lo que hacemos -y su eficiencia- para conseguirla. Siendo la clave de nuestro bienestar, las emociones parecen asaltarnos sin previo aviso, y no venimos a darnos cuenta de ellas hasta horas, días o meses actuando al dictado de sus influjos. Pero, ¿Podemos incidir voluntariamente en algo tan instintivo como las emociones? ¿Se pueden llegar a controlar? Si te interesa saberlo…
Como ya vimos y seguiremos viendo más en detalle, las emociones son infinitamente más rápidas que nuestra propia conciencia de estarlas sintiendo, por lo que intervenir sobre ellas puede resultar harto difícil. Para sentir el pánico a un depredador o a la altura, el asco instintivo a según qué alimentos o la atracción erótica a bote pronto, no pasan ni nanomilésimas de segundo entre que nuestros sentidos captan una información, la envían al tálamo (la parte más arcaica de nuestro cerebro, determinada en gran parte por los instintos más atávicos) y éste ordena a la amígdala segregar una respuesta química que nos prepare a actuar con la rapidez necesaria (acorde con nuestra evaluación de la situación).
Por el contrario, todo el proceso de decidir como quiero sentirme y pensar en cómo cambiar la emoción sentida por otra más deseable es un proceso consciente y elaborado que requiere de un tiempo infinitamente mayor del que precisan las emociones para desencadenarse. Entonces, ¿La gestión de nuestras emociones es una batalla perdida? Pues la respuesta es sí y no, por muy incongruente que pueda sonar. De momento, para empezar (no sé si a ganar esta batalla pero si como mínimo a lucharla) debemos aprender algo: la diferencia entre emociones y sentimientos.
Todos los animales sienten emociones, y ya hemos visto que éstas son endiabladamente rápidas. Las emociones son fruto de una evaluación dicotómica (bueno – malo; devorable – devorador; placer – dolor) inconsciente y cuasi automática, pues de no serlo carecerían de la velocidad necesaria para resultarnos útiles. Evidentemente, si los sentidos captan una información que el cerebro primitivo llega a intuir, a ojo de buen cubero, que pudiera ser el reptar de una serpiente, mejor me activa la respuesta de miedo (que me llevará a huir de un bote) con la rapidez necesaria para esquivar su mordedura.
Por su velocidad, las emociones son fruto de evaluaciones necesariamente imprecisas, apresuradas y de escasa calidad. A nuestro cerebro más primitivo, no le pidamos más: en caso de duda, siempre significará el peor escenario posible, pues mejor confundir una ramita con un serpiente (como, mucho pegaremos un salto y nos llevaremos un sustito innecesario) que una ramita con una serpiente (¡Zaska! Mordidos y envenenados…). Pero es precisamente esa rapidez instintiva e imprecisa de las emociones (tan útil en la jungla para evitar el ataque de un animal) lo que tanto dificulta su necesario manejo en el sutil y enrevesado asfalto social del ser humano contemporáneo.
Hasta aquí las malas noticias: las emociones son demasiado instintivas y veloces para nuestra lentísima consciencia, por lo que incidir sobre ellas no es ni mucho menos imposible, pero sí complejo. Pero, por suerte, el ser humano es el único bicho que, además de emociones, tiene sentimientos. Y en el hueco entre las unas y los otros estriba nuestra tabla de salvación
Mientras que las emociones son la respuesta automática de nuestro cerebro primitivo a la información recibida por los sentidos, los sentimientos nacen de nuestra evaluación y significación de las emociones sentidas: sus causas, significados y consecuencias. Las emociones son inconscientes, instintivas y de brocha gorda, pero nuestros sentimientos son reflexionados y matizados como un pincelito japonés. Si las emociones son fruto de nuestro cerebro más instintivo y primario, nuestros sentimientos interactúan con nuestro cerebro más reflexivo (el neocórtex), aquel sobre el que podemos aprender a incidir voluntaria y conscientemente. Los sentimientos son la elaboración cognitiva de las emociones que sentimos. La lástima es que ese pensamiento mediante el que valoramos y significamos las emociones acostumbra a ser casi tan inconsciente y automatizado como la emoción misma. Y ese es el reto de la conciencia emocional: sacar nuestras maneras cosificadas de pensar de las catacumbas inaccesibles del cerebro, hacerlas conscientes y enfrentarlas a análisis críticos que nos permitan discernir si esa emoción está sólida o frágilmente fundamentada o si nos resulta conveniente o no.
Dejadme poneos un ejemplo duro: imaginaos que soy una persona que (sea por educación, abusos sufridos o pura química o morfología cerebral deficitaria), siento una atracción sexual instintiva e irrefrenable por menores. ¿Puedo llegar a dejar de sentir esa atracción? Difícil respuesta, que no me siento capacitado a enfrentar con propiedad. Pero si no pudiera o me fuera difícil dejar de sentir esa emoción (determinada en gran parte por factores ajenos a mi voluntad directa y presente), definitivamente puedo transformar esa emoción en un sentimiento u otro que, ese sí, cae plenamente bajo la influencia potencial de mi razón, mis principios y mi voluntad. En función de cómo la gestione racionalmente, esa emoción primaria de atracción sexual puedo sentirla con orgullo, motivación, asco, tristeza o vergüenza… Y en función de este sentimiento actuaré acercándome, alejándome o escondiéndome.
Y aquí radica la clave: ya vimos que las emociones conducen nuestra conducta, y lo que trae consecuencias prácticas no es lo que pensamos o sintamos, sino lo que hacemos con nosotros mismos y con los demás. A mí, personalmente, me interesan entre poco y nada los debates morales sobre el pecado de pensamiento, pero tengo posiciones firmes sobre según qué delitos de conducta. Así, el problema no estriba en las emociones íntimas de alguien, mientras se restrinjan al alma, mente e intimidad del que siente. ¿Qué alguien fantasea sexualmente con infantes? Es su problema, no él mío, si se barra el paso a la conducta, las consecuencias prácticas de todo ello se limitarán, como mucho, a miradas que algunos catalogaríamos de abiertamente inapropiadas. Pero no seré yo quien pierda un segundo juzgándolos estérilmente. Eso sí: que nadie que sienta esa emoción se crea justificado, por el mero hecho de sentirla, a actuar amparándose en sus inclinaciones, utilizando las emociones como cheque en blanco para las conductas que se permita implementar. Nadie está en la cárcel por haber pensado en matar a alguien, pero sí por haberlo hecho. A quienes fantaseen con adolescentes o jefes politraumatizados, no seré yo quien los defienda, pero tampoco quien los ataque. A quienes agradan a los unos o los otros, que la sociedad los meta en vereda con todo el peso de la ley.
Análogamente a pederastas o asesinos, a ninguno de nosotros nos determinará la vida las emociones que sintamos, sino las conductas que nos permitamos ejecutar empujados por ellas. No conozco a ningún juez que haya condenado por violación a nadie por fantasear en secreto con una relación sexual no consentida ni por asesinato a quien se haya imaginado asfixiando a su jefe (¿Habría cárceles suficientes?). Como también lo vimos en El hábito SÍ hace al monje: seremos lo que hacemos y El Hábito SI hace al monje II: el veneno –antídoto de la mielina, somos lo que hacemos. Y si bien la emoción es el motor de la acción (y en los animales, el determinante directo), el ser humano puede aprender a meter la falca de los sentimientos entre el mero estímulo de la emoción y la respuesta de la conducta.
No somos culpables de nuestras emociones, pero si responsables de nuestros sentimientos, pues tenemos la capacidad de aprender a redirigirlos en la dirección de nuestros principios y no en la de los automatismos a bote pronto. Entender como las emociones de un pederasta o asesino puede predisponerlos a cometer sus delitos (más allá de su voluntad directa y presente) puede ayudarnos a entenderlos, pero no por ello los justificaremos, ¿Verdad? Pues tampoco a nosotros la Ira nos libra de las consecuencias de permitirnos darle rienda suelta, ni nuestro Amor erótico de emperrarnos en mantener una relación humillante, ni nuestro miedo a continuar paralizados, eternamente anclados en situaciones o conductas insostenibles. ¿Por qué? Porque tenemos las herramientas para transformar esas emociones que nos llevan a conductas contraproducentes en sentimientos que nos ayuden a actuar acorde con lo que nos conviene, no a lo que nos exige el instinto. El animal tiene la excusa de su impotencia; el ser humano, ni eso. Adueñémonos de nuestra libertad emocional… o, como mínimo, sentimental. Esa que podemos usar para dejar de utilizar las emociones como coartada frente a la responsabilidad, y nos permita empezar a utilizar los sentimientos como trampolín a nuestra satisfacción.
Por todo ello, tal vez deberíamos hablar de inteligencia sentimental más que emocional, pues es sobre los sentimientos sobre lo que debemos aprender a actuar en primera instancia. Podemos transformar cualquiera de las emociones que nos hacen sentir mal o nos llevan a actuar contra nuestros intereses en un sentimiento aliado de nuestro bienestar y principios. Siempre que lo deseemos lo suficiente como para aprender a hacerlo, claro. Y aceptemos que, como cualquier aprendizaje, requerirá de la tríada mágica: constancia, paciencia y humildad (El Yoga de la superación cotidiana).
En el próximo post os hablaré sobre la Inteligencia Emocional como la herramienta más útil para aprender a gestionar nuestras emociones. Y digo bien: gestionar, adaptar reciclar… y no controlar. Desde la perspectiva del mero control emocional, sólo dispondremos de herramientas como la represión o el autoengaño (que, amén de ineficientes, conllevan grandes dosis de sufrimiento y penitencia, a menudo salpimentados de la culpabilidad más estéril). Desde la gestión y el reciclaje, por el contrario, podremos abordar nuestras emociones desde el pensamiento de calidad, el convencimiento pleno, la ilusión y la superación de todas aquellas formas de pensar y actuar que nos hacían infelices y nos impedían ofrecer la mejor versión de nosotros mismos.
¿Recordáis la imagen del jinete y el caballo de Las emociones: ¿Aliados o enemigos? Pues la inteligencia emocional busca aprender a montarlo para que nos dirija armoniosamente hacia donde sabemos que es mejor para el mismo caballo y para nosotros. Pero no busca someter y controlar al caballo tirando de las riendas hasta sangrarle las encías (primero, porque de nada sirve: el es más fuerte que tú, y te acabará tirando encabritado; segundo, porque haría sufrir innecesariamente a nuestro mejor medio de transporte, amigo y aliado: el caballo de las emociones). La inteligencia emocional se parece más al autoproselitismo empático que al cilicio represor. Gestionar tus emociones se parece más a reciclarlas desde la ilusión que a reprimirlas desde la culpa.
La gestión emocional eficiente es el reto más fascinante y necesario que debe afrontar el pobre ser humano del siglo XXI, equipado biológicamente con un cerebrito animal para poco más que cazar y no ser cazado, pero con el que tiene que afrontar dilemas vitales complejos y abstractos sobre su enrevesada existencia. Temas tan sutiles que sería un suicidio dejarlos al albur de la brocha gorda de las emociones primarias y el cerebro más primitivo. Para huir de un jaguar, arrearle un garrotazo a un enemigo o clavarle una lanza a un mamut, las emociones se bastan y se sobran, pero resultan claramente insuficientes para decidir si continuar o dejar una relación, replantearse el futuro o cambiar las pautas ineficientes de relación con parejas, hijos o amigos. La brocha gorda es la mejor herramienta para pintar paredes a saco, pero de nada sirve para acuarelas detallistas como los requerimientos existenciales del humano contemporáneo. El objetivo final de la inteligencia emocional es, precisamente, saber cuándo utilizar la brocha gorda de nuestras emociones primarias y cuando el pincel fino de nuestros sentimientos más elaborados.
No se me ocurre mejor inversión en ti y en tus seres queridos que el aprender a hacerlo. A los trogloditas cibernéticos que somos tampoco nos queda mucha opción si queremos disfrutar de la vida en vez de limitarnos a padecerla como una molestia ineludible.