Una vez aclarado quiénes queremos ser y qué acciones, al transformarse en hábitos, nos acercarían a ello, una miríada de manías, automatismos heredados y excusas varias (perezas, incomodidades, costumbres anquilosadas) acostumbran a interponerse entre nuestros deseos y nuestras conductas. Todo eso que llamamos debilidades, ¿Cómo pueden parecer tan fuertes? ¿De dónde sacan su poder para, con tanta eficiencia, hacernos descarrilar una y otra vez en nuestros mejores propósitos? ¿Tan fuertes son nuestras debilidades… o las fortalecemos nosotros a base de sobredimensionar nimiedades? ¿Es posible hacer que nos guste lo que nos gustaría… que nos gustase?
Si en El Hábito SI hace al monje (I y II), las preguntas eran “¿Cómo me he convertido en quién soy?” y “¿En quién quiero convertirme?”, las que tratará de responder este artículo son “¿Cómo me impido implementar las conductas que quiero?” y ¿Qué puedo hacer para que me apetezca convertirlas en mis hábitos?”.
Para ello, lo primero es entender qué son las conductas y cómo las formamos. Lejos de ser la plasmación lógica de nuestra personalidad o alma heredada e inmutable, nuestras conductas son la consecuencia del conjunto de nuestra actividad intrapsíquica previa a la acción. Actuaremos en función de cómo sentimos y sentimos en función de cómo pensamos, por lo que cualquier cambio de conducta ha de basarse en un cambio de la manera de pensar y sentir que la sustenta (de lo contrario, estaremos empezando la casa por el tejado… con los desplomes previsibles). Para facilitar un cambio de conductas, debemos previamente cambiar los diferentes escalones que componen el proceso cognitivo en que todo hábito se sustenta. A saber:
1. CREENCIAS. Como vimos en el post “Si no lo creo, no lo veo”, las creencias son aquellos dogmas sobre uno mismo, los demás y el mundo que aceptamos como ciertos y mediante los cuales regimos nuestras conductas. Dejar atrás un hábito castrante o iniciar uno potenciador, sin sufrir infinitamente al hacerlo, requiere de una reestructuración de aquellas creencias que nos hacían persistir en el hábito que queremos superar. ¿Cómo dejar de fumar cuando “si no bebes, no fumas y no follas, para qué vives, gilipollas”? ¿Hacer ejercicio, si mimarse es despanzurrarse en el sofá frente a la primera bazofia que a la TV le dé por vomitar? ¿Superar una ruptura de pareja, cuándo “sin ti no soy nada”? ¿Aprender inglés, cuándo “soy malo para los idiomas”? Lanzarse a un cambio de hábitos sin haber detectado y refutado las creencias que los sostenían es como intentar salir del coche sin habernos desabrochado el cinturón de seguridad: inútil o, cuanto menos, gratuitamente trabajoso.
2. VALORES. Tal y cómo vimos en los post sobre valores, nos resistimos a hacer aquello que en el fondo no va con nuestros valores esenciales, por lo que todo cambio fluido precisa de auditar (conocer), cambiar (si no nos cuadran) o reestructurar la jerarquía (priorizar aquellos que decidimos que sean prioritarios) de nuestros valores. De no hacerlo, multiplicaremos exponencialmente las resistencias que todo cambio, per se, conlleva. Pretender un cambio de hábitos sin haber auditado previamente nuestros valores es como echar a correr para llegar puntual a un lugar… que ni sabemos cuál es ni, mucho menos, dónde está.
3. FOCO DE ATENCIÓN. ¿En qué centras tu atención al pensar en lo que quieres hacer: en el coste o en el beneficio de hacerlo? ¿En el esfuerzo previo a la consolidación del hábito a estrenar o en el placer tras haberlo hecho? ¿En el sudor de sembrar o en la perfume de la cosecha? ¿En lo que te va a costar a ti hacerlo o en el beneficio de que tus hijos te vean haciéndolo? Intentar desear sobre lo que reparamos exclusivamente en sus aspectos más presuntamente incómodos o desagradables sólo puede motivar a los acólitos más militantes del sadomasoquismo.
4. SUBMODALIDADES. Las submodalidades son como los ladrillos del edificio de nuestro pensamiento, los átomos que lo conforman. Son los detalles (visuales, auditivos, kinestésicos) que colorean y ponen banda sonora a las imágenes mentales que creamos al pensar o recordar. Se refieren no a lo QUE pensamos, sino a CÓMO lo pensamos. Al recordar un episodio cualquiera de tu vida o vislumbrar un posible cambio, ¿Cómo son las imágenes de ese recuerdo? ¿Luz, tono de voz, tamaño? ¿Qué escenas escoge tu memoria (o imaginación) para representar ese pensamiento? La respuesta a estas preguntas serán las submodalidades que conforman tu manera de pensar respecto a cualquier tema, y éstas determinarán tus emociones al respecto. No puede gustarnos algo cuya representación mental está compuesta de detalles lúgubres, sufridos o desagradables. De hacerlo, es como intentar excitarnos sexualmente pensando en la flora bacteriana de los genitales de nuestro partenaire erótico.
5. INTENCIÓN POSITIVA. Toda conducta es a) Coherente y lógica respecto a nuestra manera de pensar (tal vez la que no sea coherente ni lógica sea nuestra manera de pensar, pero siempre lo será la conducta respecto a esa manera de pensar) y b) alberga una intención positiva por la cual la implementemos. Incluso las conductas más obviamente autodestructivas tienen, de fondo, una intención presuntamente positiva para quien las ejecuta (¿Suicidio?: dejar de sufrir; ¿Adicción a la heroína? –perder de vista el mundo-; ¿Ver T5? –Buf, ahí ya no llego…-). Por muy contraproducente que una conducta sea, por mucho dolor que nos acarree, siempre hacemos lo que hacemos para salvaguardar algo valioso para nosotros, por lo que si no queremos enfrentarnos a resistencias (extras) al cambio deberemos detectar primero e incluir después esa intención positiva en nuestras nuevas conductas y hábitos a consolidar. Sin incluir la conducta positiva, intentar cambiar de hábitos es como vender el coche para comprar gasolina y la gasolina para comprar otro coche: derrochamos el dinero, y jamás nos moveremos del sitio.
¿Por qué fracasamos tan a menudo al intentar cambiar? Pues porque intentamos cambiar las conductas directamente, sin prestar atención a como nos “convencíamos” para hacer lo que hacíamos. De actuar sobre el techo de las conductas y no desde sus cimientos cognitivos, tendremos que apelar a la épica sufridora de la fuerza de voluntad (que no acostumbra a ser ni fuerte ni, mucho menos, voluntaria). La fuerza de voluntad viene a ser como la primera marcha de un coche: totalmente necesaria para arrancar, pero terriblemente ineficiente –y devastadora para el motor del coche- para realizar todo el trayecto deseado. En la 1a de la fuerza de la voluntad, fundimos el depósito y quemamos el motor a los pocos kilómetros de haber arrancado.
Pero, como hemos visto, hay una opción mucho más eficiente como base y cimiento al cambio de la conducta deseada: cambiar previamente tus creencias, tus valores prioritarios de facto, dirigir voluntariamente tu foco de atención hacia las ventajas de la nueva conducta, prestar atención y remodelar tus submodalidades e incluir tu intención positiva en el nuevo hábito. ¿Difícil? Para nada, como mucho complejo. Pero se puede cambiar, y hacerlo de la manera más sencilla, elegante y agradable posible. Para eso estamos los Coaches que nos dedicamos a algo más que a musarañear con los cuatro topicazos más manidos del mal llamado pensamiento positivo.
Recuerda que cambia SIEMPRE QUIEN QUIERE hacerlo, sin pensar en el precio a pagar por ello. Eso sí: no cambia NUNCA QUIEN en el fondo NO QUIERE hacerlo, sea porque realmente no lo desea, sea porque confía cándidamente en que, aun manteniendo las conductas anteriores, el azar, papá o mamá, dios o el diablo acabarán consiguiendo para él o ella esos resultados diferentes que desea (¿Qué forma más sofisticada de locura, verdad?: hacer lo mismo pero esperar resultados diferentes… Si es que estamos todos de frenopático).
Y la clave para “querer querer” estriba en este trabajo de auditoría y cambio de nuestra manera de pensar al que te invito con toda mi convicción. Ahora ya sabes cómo cambiar eficientemente, por lo que ya es una mera cuestión de querer. De querer querer. ¿Te atreves a desearlo?