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Valor y Precio de los Valores

“Al imbécil, le señalas la luna y mira el dedo”, Proverbio japonés
“Sólo el necio confunde valor y precio”, refranero castellano

En el post anterior sobre toma eficiente de decisiones, vimos que una de las patas son las emociones, de las que ya hablé El Lujo del Pesimismo. De la otra pata, los valores, pretendo hablar aquí para ayudar a comprenderlos y utilizarlos a la hora de dar forma a nuestras decisiones en particular y nuestra vida en general.

Reputación, Originalidad, Comodidad, Solidaridad, Seguridad, Salud, Superación o Familia son algunos ejemplos de los miles de valores que pueden guiar nuestra existencia. Pues eso son los valores: la brújula que guía nuestras conductas, objetivos, preferencias y modus vivendi. Seamos o no conscientes de ello, sepamos o no cuáles son, actuemos en congruencia con ellos… eso ya es otro tema.
Todo lo que elegimos vivir o hacer, todo lo que pensamos o sentimos viene de nuestros valores esenciales. Los valores son aquello que realmente deseamos al desear lo que deseamos. Todo objetivo vital, todo lo que ansiamos (desde un trabajo a un coche pasando por una pareja o un grupo de amigos), no son más que medios a través de los que podemos satisfacer nuestros valores más importantes. Un proverbio persa dice que “No es la teta la que te alimenta; es la leche”. Un bebé hambriento puede estar convencido que desea llevarse a la boca el pezón de un pecho de su madre pero, obviamente, lo que realmente desea es la leche que espera que emane de él. Aún más: el bebé no quiere realmente la leche materna, sino saciar la inquietud que le produce el cosquilleo desagradable del hambre.

Este mismo principio rige a cualquier edad. Al desear un vaso de agua, lo que realmente queremos es hidratarnos para saciar la sed. Análogamente, al querer algo, lo que realmente deseamos son los efectos que prevemos tendrá el conseguir ese algo deseado. Si buscamos pareja, lo que realmente queremos es satisfacer algún valor como compañía, seguridad o familia; al querer ganar más dinero, tal vez buscamos reconocimiento, realización personal, seguridad material, etc. Aquello que deseamos es el dedo. Los valores, la luna.

Muchos autores definen la felicidad como el estado resultante de satisfacer nuestros valores más esenciales. Cuánto más prioritarios son los valores que satisfacemos en nuestro día a día, y cuánto más profundamente lo hacemos, más realizados nos sentimos. Lamentablemente, al revés funciona igual: cuanto más tiempo y energía dedicamos a valores secundarios o incluso contrarios a nuestros valores esenciales, más insatisfechos nos sentimos. Feliz será aquella persona que si sus valores son la superación, la naturaleza y la familia, pues vive en el medio natural, tiene unos trabajos y hobbies que le exigen aprendizaje y superación continua y dispone de mucho tiempo de calidad para su familia. ¿Obvio, verdad?

Así que si la clave de la felicidad estriba en vivir diariamente nuestros valores esenciales, y cuánto más profundamente mejor, intuyo que el camino más certero a la satisfacción es diseñarnos una vida que, poco a poco, nos permita experimentar esos valores más a menudo y con más intensidad. Y, obviamente, llegar a vivir nuestros valores más y mejor requiere como primer paso el saber con toda certeza cuáles son esos valores que quiero satisfacer para sentirme plenamente realizado. La pregunta que abre todo el proceso de convertir nuestra vida en la que siempre soñamos que fuera es clara: ¿Cuáles son mis valores esenciales?

Déjame preguntarte: ¿Conoces tus valores esenciales? Podemos responder a esta pregunta crucial de dos maneras:

a) Divagando en abstracto y apelando al arsenal de correcciones políticas u obviedades previsibles habituales. De hacerlo así, es bastante probable que nos surjan espontáneamente palabros tan presentables como “solidaridad”, “amor”, “integridad”, “alegría”, “superación”, “esfuerzo”, “sacrificio”, etc. En fin, todos esos valores que, caso de dar una rueda de prensa, quedaríamos de coña al decir que son nuestras principales brújulas vitales.

b) Observando nuestras conductas, e infiriendo de su análisis qué valores les subyacen. ¿Qué hacemos preferentemente? ¿A qué dedicamos más tiempo en nuestra vida? ¿Qué atendemos prioritariamente? ¿Qué demuestran los actos y hábitos que elegimos frente a una disyuntiva? De facto, en mi día a día ¿Qué estoy priorizando? ¿Dinero, seguridad, familia, aventura, comodidad, estabilidad, sorpresa, previsibilidad…?

En un proceso de Coaching (o de Autocoaching, como el que en el fondo os propongo), yo aconsejo respondernos de las dos maneras. De la primera, al reflexionar teóricamente, podremos descubrir nuestros valores ideales: aquéllos que creemos tener o realmente nos gustaría tener. La segunda opción nos permitirá descubrir si nuestros presuntos valores están presentes en nuestra vida (o hasta qué punto) y si rigen nuestra conducta o no. Al comparar esos valores idealmente nuestros… con nuestra agenda, prioridades, hábitos y conductas cotidianas… ¿Hasta qué punto se ven reflejados esos valores? Un observador imparcial, ¿Diría que son esos valores los que rigen nuestras conductas cotidianas y objetivos a largo plazo? Al analizar tus acciones, objetivos y deseos… ¿Qué valores subyacen? ¿Se parecen en algo a los que manifestabas tener?

Comparar ambas opciones puede arrojarnos cuatro resultados posibles:

a) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad reflejan en gran medida tus valores ideales… por lo que te sientes profundamente realizado. En este caso, ¡Enhorabuena! No me cabe la menor duda de que, a parte de una persona inmensamente afortunada, debes de sentirte rotundamente satisfecho en tu vida. Chapeau! Toda mi admiración y envidia: de mayor, quiero ser como tú. Si estuviera en tu pellejo, yo no haría grandes cambios en mi vida: como mucho, inventarme nuevas maneras para hacer más lo que ya hago y vivirlo todavía más intensamente.

b) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad no reflejan tus valores ideales, y te sientes profundamente alienado, como si tu vida no acabara de tener sentido, sintieras que la padeces más que disfrutarla o que estás viviendo como un impostor bajo tu propia piel. En este caso, te aconsejo diseñarte un plan de acción como para que tus conductas respondan coherentemente a tus valores y tu hacer te permita empezar a vivir cada vez más y más intensamente aquello que valoras.

c) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad no reflejan tus valores ideales… ¡Pero te sientes la mar de bien! Perfecto, entonces. Sólo un detallito: si así sucede, entonces los valores que creías esenciales en tu vida… no lo son ni de coña. Aquí yo tampoco cambiaría nada, ya que ya eres feliz. Eso sí: utilizaría esta información para conocerme un poquito mejor y dejar de darme gato por liebre, no vaya a ser que en algún momento de tu futuro te veas obligado a elegir… y escojas el camino de lo que creías valorar y no el de lo que realmente valoras.

d) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad reflejan tus valores ideales… pero te sientes profundamente defraudado e insatisfecho. Aquí también hay algo que no cuadra, y toca replantearse esos valores ideales que, en el fondo, parece ser que no son los que te motivan ni satisfacen. Yo, en este caso, me lanzaría a tumba abierta a descubrir cuáles son esos valores que me llenarían, pero que no conozco (o, por creencias limitantes, no me permito descubrir).

No sé si recordáis un famoso anuncio que explicaba involuntariamente las claves de nuestra ineficiencia al manejar los conflictos entre valores y conductas. El anuncio, de una bollería industrial más que famosa, vendía las supuestas bondades de un bollo con chocolate dentro y concretaba su utilidad en el slogan “Porque a veces, o falta chocolate o sobra pan” (sic). Evidentemente, es exactamente lo mismo, y eso es lo que nos ocurre a menudo al plantearnos cambiar conductas o cambiar valores (por lo que no hacemos ni lo uno, ni lo otro). Y nos acaba sobrando chocolate Y faltando pan.

Desde mi Coaching (lo que hagan los demás es asunto suyo, bastantes tonterías cometo yo como para echarme a las espaldas las ajenas, que en este sector abundan tanto o más que en cualquier otro), el trabajo con valores se basa en armonizar conductas con valores, para que ambos remen en la misma dirección. Ante conductas que no responden a nuestros valores, o actualizamos nuestros valores o cambiamos nuestras conductas. La decisión final de hacer lo uno o lo otro será siempre única y exclusivamente del cliente, y yo me limito a arrojar luz sobre estas incongruencias y facilitar una metodología que ayude a implementar planes de acción para subsanarlas. El qué, el cómo, el cuándo y con quién será una decisión ineludiblemente personal del cliente. Mi responsabilidad es la eficiencia del proceso; la del cliente, sus decisiones.

A título individual tengo mis preferencias y escalas éticas, pero como profesional o amigo para mí no hay valores mejores o peores per se. Yo no soy nadie para decirle a un cliente que tenga la salud como valor esencial, mientras se fuma dos paquetes de tabaco diarios, si ha de dejar de fumar o cambiar sus valores esenciales. Pero como Coach, haré todo lo que esté en mi mano para que el cliente entienda (e intente subsanar) la garrafal inconsecuencia que supone sufrir por la propia salud y al mismo tiempo zumbarse 40 cigarrillos al día. Y yo no sé a vosotros: a mí este tipo de conflictos sonoramente estúpidos me suceden bastante más a menudo de lo que me apetecería confesarme. En concreto, cada vez que voy con el piloto automático…

Dejadme acabar con un último matiz. Recordad que “Sólo el necio confunde valor y precio”. Si nos embarcamos en un proceso de integración de valores y conductas, no siempre será fácil. Sí, como todo en la vida… tendrá un precio. Si quiero priorizar el valor salud, tendré que cambiar hábitos malsanos, y ello conllevará al principio cierta dosis de incomodidad (inherente a todo cambio de hábitos); Si quiero priorizar aventura, tendré que sacrificar esa ansia compulsiva de estabilidad que también deseamos.

Todo en la vida tiene un precio. Cambiar: esfuerzo, desafío y violentar hábitos tal vez muy arraigados… amén de ciertas dosis de incertidumbre. No cambiar: seguir como hasta ahora, incluyendo aquellos aspectos de nuestra vida que menos nos satisfagan… amén de ciertas dosis de resignación e impotencia.

Una vez más, eres libre de escoger el producto… pero no su precio. Lo único que me atrevo a aconsejarte es que elijas en función de tus verdaderos valores esenciales. Ah! Y que no confundas el valor que obtendrás al cambiar con el precio a pagar por hacerlo. Recuerda que sólo lo hacen los necios, y que el Coaching es una herramienta para intentar serlo cada día un poquito menos. Con humildad y constancia, a partes iguales.

A veces el precio puede ser muy alto, pero si el beneficio es aún mayor, estamos hablando de una gran inversión. Te deseo que inviertas en valores. En los tuyos, concretamente. Y que antes de hacerlo, te tomes la molestia de descubrirlos más allá de lo que hasta ahora, por lucidez, miopía o pereza, te parecían obvios. Felices contradicciones: espero que disfrutes resolviéndolas… a base de mirar la luna y no el dedo.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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