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VINDICACIÓN DE LA TRISTEZA: preocuparse para ocuparse

Ya hemos aprendido a gestionar las dos emociones básicas más explosivas del repertorio sentimental humano: la Ira (El boomerang de la IRA) y el Amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, MÁSTILES III: El Amor según los demásDesamor: manual de instrucciones, DEL EROS AL ÁGAPE: el amor y el tiempo). Ahora es el turno de la Tristeza.

Glosada por poetas y cantantes, analizada por filósofos y psicólogos y malinterpretada y rehuida por todos nosotros… ¿Qué es realmente la Tristeza? Está claro cómo nos complica la vida, pero… ¿Puede ayudarnos en algo? Una emoción tan dolorosa e incapacitante… ¿Puede resultar de alguna utilidad? ¿Qué ocurre, exactamente, para que acabemos sintiendo tristeza? Y lo crucial: ¿Podemos aprender a aprovecharla? Si te interesa saberlo…I. RECONOCIENDO LA TRISTEZA

Una vez más, empecemos por la definición de José A. Marina en su Diccionario de Emociones: “Experiencia de la pérdida del objeto de nuestros deseos o proyectos. Desgracia o contrariedad que hacen imposible la realización de mis deseos y que provocan un sentimiento negativo, acompañado de deseo de alejarse, aislamiento y pasividad”.

En el termómetro emocional, la tristeza se situaba en el cuadrante definido por unas sensaciones desagradables como la ira pero que, a diferencia de ésta, nos desactiva fisiológicamente drenando hasta la última gota de nuestra energía. La tristeza, como el Aburrimiento, la Abulia o la Desidia, es una emoción introvertida y pasiva que desincentiva nuestros deseos de actuar y hacer.

En cuanto se produce, el aminoácido de la tristeza desactiva hasta el último músculo de nuestro cuerpo y desacelera ritmo cardiaco y respiratorio, todo ello para llevar el oxígeno necesario a un cerebro ya presto al análisis compulsivo de fallos, errores y disonancias. Al mismo tiempo, nos hace bajar y desenfocar la mirada (y así minimizar la información sensorial del exterior, para que no nos distraiga de nuestro reflexionar) y relaja todos nuestros músculos (incluidos los del cuello, de ahí el típico ademán de aguantarnos la frente). Como resultado, nuestra posición corporal se viene abajo y nos inclina el eje hacia atrás. Todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y sobre todo mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo: analizar desde todas las perspectivas posibles los hechos que nos provocan pesar.

Del ámbito de emociones como la Impotencia, Depresión, Frustración, Decepción, Aflicción, Pena, Dolor, Pesar, Melancolía, Abatimiento o Preocupación, la tristeza es inconfundible en grado extremo, pero puede resultar relativamente ambigua en cualquiera de sus formas intermedias de intensidad y displacer. ¿Es tristeza o es impotencia tras la rabia lo que siento? ¿O abatimiento, melancolía o una tranquilidad nada agradable? También conviene aprender a reconocer si la tristeza brota espontánea como una emoción directa o es un sentimiento que deriva de la elaboración de otras emociones (principalmente, la ira o el miedo sostenido al que ya nos hemos acostumbrado o el aburrimiento prolongado). De estos matices de reconocimiento, presuntamente insignificantes, dependerá la eficiencia final de su gestión. Recuerda que los diagnósticos, para marcar con acierto el tratamiento a seguir, han de ser precisos.

II. UTILIZAR Y COMPRENDENDER LA TRISTEZA

Estamos tristes cuando los resultados quedan por debajo de lo esperado. La tristeza prepara cuerpo y mente para lo más inteligente que podemos hacer cuando unos resultados no están a la altura de las expectativas albergadas: reflexionar hasta encontrar qué ha fallado. Para facilitar al cerebro su pensamiento crítico, la tristeza propicia todo un conjunto de cambios fisiológicos: desfocalizar la mirada y colapsar la atención en la fuente de la decepción (para así recabar información de hasta el detalle más nimio) y relajar al máximo los músculos para que, desganados y sin energía, no tengamos la más mínima posibilidad de distracción ni nos sintamos tentados por hacer absolutamente nada. Además, si estamos tristes es porque algo ha salido mal y no sabemos qué, por lo que lo más inteligente es no moverse de dónde estemos hasta saber en qué ni cómo erraba la brújula que debía guiarnos hasta nuestros anhelos. Si no tenemos claro hacia dónde ir, mejor quedarse en el punto de partida hasta que la reflexión nos permita descubrirlo. Moverse sin saber hacia dónde sólo sirve para perdernos aún más. La tristeza se encarga de quitarnos la fuerza para que nos quedemos quietecitos un rato.

Pero tan importante como conocer qué acciones facilita cada emoción resulta saber las que dificulta. La tristeza, al activar las zonas del cerebro especializadas en encontrar errores, disonancias e incoherencias, lógicamente desconecta otras. Especialmente, aquellas relacionadas con la liberación de dopamina, serotonina y endorfinas (las droguitas placenteras que, de sentirlas, nos pondrían a dar saltos de alegría y desear comernos el mundo haciendo de todo). Por lo tanto, la tristeza inhabilita otras formas de pensamiento que no sean el crítico: la generación de soluciones, la ensoñación libre, la búsqueda de estímulos, etc. La tristeza nos obsesiona focalizando los sentidos en todas aquellas informaciones relacionadas con nuestra insatisfacción o pérdida, impidiéndonos atender a ninguna otra información que no esté directamente relacionada con ella. Así prepara la tristeza la mente para seguir fabricando más y más argumentos que refuercen su convicción de que todo es un desastre y debemos pararnos a reflexionar sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Cuanto más convencidos de la terrible pérdida, más tristeza; cuanta más tristeza, más predispuestos a seguir encontrándole fallos a todo. Un círculo vicioso y autoreferencial común a todas las emociones, sólo que ésta conlleva un dolor que puede desembocar en emociones todavía más desagradables e inhabilitantes, como la angustia, la ansiedad, el abatimiento o la depresión.

Utilizar la tristeza conlleva entender cómo nos incapacita a nivel físico para emprender cualquier tipo de acción. Si algo caracteriza la tristeza, en mayor grado cuanto más profunda sea, es la absoluta desidia ante cualquier acción y el exceso de crítica ante cualquier posible solución. Desde la tristeza, como le encontramos fallos a todo, también se los encontramos a cualquier conato de solución o actividad (precisamente, ésas que podrían ayudar a cambiar lo que nos duele).

Es por ello por lo que, una vez que cumpla su función analítica, debemos superarla, pues de quedarnos estancados en ella, amén de sufrir innecesariamente, nunca pondremos en acción las conclusiones extraídas desde la misma tristeza. No movernos de la tristeza nos impide pasar nunca de la pre-ocupación… a la ocupación (que para eso sirve la tristeza: para pensar antes de actuar, y actuar guiados por nuestras conclusiones). La tristeza no sólo es inevitable ante contratiempos dolorosos, es que resulta necesaria y hasta beneficiosa. Tan beneficiosa como estación de paso como perjudicial si la establecemos como domicilio permanente. Tanto ayuda la tristeza a descubrir lo que falla como dificulta el encontrarle solución.

Tengamos todo esto en cuenta la próxima vez que, ante un ser querido muy triste, nos quejemos de su actitud derrotista, su testarudez por verlo todo negro o su poca colaboración a hacer aquello que le haría sentir mejor. Tal vez el problema no sea que él o ella estén tristes (ergo sin ganas de hacer nada y focalizados exclusivamente en su pena), sino que nosotros no les demos el derecho a seguirlo estando porque su dolor nos duele… a nosotros. Recordad que el amor y el altruismo son los disfraces más verosímiles y habituales del egocentrismo más egoísta.

Para su comprensión práctica, podemos definir la tristeza como el producto de una información sensorial significada como la pérdida definitiva de algo importante o incluso crucial sin lo que nuestra vida perderá irremisiblemente la mayor parte de su calidad; resultados muy por debajo de las expectativas legítimas y razonables que esperábamos de una situación dada. Y claro: como toda definición, por muy válida que resulte, no deja de ser inefablemente subjetiva y arbitraria (ergo opinable y matizable). De ello se ocuparán las técnicas de gestión cognitivas que acabaremos viendo a continuación.

III. APRENDIENDO A GESTIONARLA

Ya conocemos las tres herramientas que también podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestra tristeza:

FISIOLÓGICAMENTE
Los patrones fisiológicos de la tristeza, voluntariamente alterados, erradicarán o cambiarán la intensidad de nuestra tristeza

a) RASGOS FACIALES

Mejillas Relajadas → Tensas

Cejas Alisadas → Alzadas

Ojos entrecerrados → Abiertos

 Mirada desenfocada → Focalizada

b) CORAZÓN

Latido Lento y rítmico → Rápido e irregular (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo)

c) RESPIRACIÓN

Profunda, lenta, abdominal → Superficial, rápida, pectoral

d) TENDENCIA CORPORAL

Abajo, atrás, musculatura laxa → Arriba, adelante, musculatura tensa

De todas maneras, la tristeza es la emoción más fácilmente tratable desde la fisiología. Si en vez de quebrarte la cabeza intentando impostar todas estas posturas y rasgos quieres algo que las active todas de golpe, hazte un favor: lánzate como un poseso a cualquier tipo de ejercicio físico aeróbico. Correr, saltar, nadar, ir en bici te obligarán a adoptar unos rasgos faciales, ritmos cardiacos y respiratorios y tendencias corporales absolutamente incompatibles con la tristeza. Y así de paso, y gracias a plantarle cara a la tristeza, te pones en forma y hecho todo un pimpollete. Como ya dije en alguno otro post, la mierda en su lugar adecuado se llama estiércol, y resulta de lo más fértil como abono.

2. PERCEPTIVAMENTE

Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia (que en el caso de la tristeza, tendrán que ver exclusivamente con derrotas, augurios terribles e impotencias eternas). Conviene prestar especial atención a los suprasentidos: atención, recuerdo e imaginación. Desde la tristeza sólo se activarán para rememorar problemas irresolubles, conclusiones apocalípticas y fracasos anteriores que la imaginación magnificará y extrapolará a todo futuro probable.

COGNITIVAMENTE
Podemos incidir sobre las creencias y pensamientos que nos provocan la tristeza a base de reencuadrar los hechos de los que, presuntamente, emana esa tristeza sentida. Date cuenta y reflexiona críticamente sobre los paradigmas, creencias, inferencias e ideas desde los que estamos analizando esa situación que tanto nos apena. ¿Realmente, es una pérdida total? ¿Y de algo insoslayablemente crucial, clave para mi vida entera? ¿El problema son resultados cortos… o expectativas irreales o excesivas? ¿O la expectativa era realista… pero no el periodo de tiempo que le otorgué para satisfacerla? Y lo más importante: ¿Podría vivir sin ese resultado, o su falta es causa de tragedia inmediata, eterna e irreversible.

IV. VINDICACIÓN DE LA TRISTEZA

La tristeza es una de las emociones con peor prensa, y supongo que es por ello por lo que a mí me cae tan bien. No sólo porque le reconozco su utilidad para la reflexión crítica, sino porque se me antoja lo contrario de esta sociedad de sonrisas como muecas obligatorias en la que estar siempre contento parece un deber, aún a costa de volvernos mongoloidemente superficiales. La anatemización radical de la tristeza, del esfuerzo placentero, del dolor creativo y de las derrotas puntuales (necesarias al salir de las zonas de confort) es uno de tantos indicadores de que, como sociedad, cada vez somos más mojigatos, desidiosos y apocadamente alérgicos a no tenerlo todo siempre y sin pagar precio alguno por ello. Vaya, la idiotez pusilánime en persona: esa con la que estamos masacrando la resiliencia y madurez de nuestros niños y adolescentes actuales a base de sobremimos castrantes.

Hoy se considera la tristeza como el signo de Caín, como la letra escarlata que nos delata como perdedores con los que nos aterra que nos puedan confundir ojos ajenos o propios. Los ribetes más inconsecuentes de las peores caricaturas del pensamiento positivo van construyendo una sociedad imbecilizada de bobos acríticos a los que todo les parece aceptable a la larga y que huyen como de la peste de cualquier incomodidad, conflicto o insatisfacción que pudiera hacernos sentir puntualmente tristes o meramente contrariados. Pero huir compulsivamente del menor atisbo de incomodidad no permite eliminar las dificultades de la existencia, sino que provoca que éstas nos pillen desentrenados cuando la vida nos plante frente a ellas. Y no lo dudes: tarde o temprano, lo hará. Siempre lo está haciendo, si nos atrevemos a darnos cuenta.

Ya no soy el idólatra de la martirología que reconozco haber sido en mi pubertad y postadolescencia. Pasé demasiado tiempo venerando sentencias como “El dolor es el megáfono de dios para despertar nuestras conciencias dormidas” (C.S. Lewis) y otras muchas zarandajas auto flagelantes por el estilo (de ese yo me río en ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN I: la profesionalización de la amargura, ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN II: cultivando el resentimiento y la resignación, ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN III: últimas guindillas para el pastel más amargo), Pero aunque ya no lo hago, no por ello dejo de verle a la tristeza las virtudes que puede tener: desarrollo de la compasión, la empatía y la reflexión crítica. Las tres conductas más necesarias para toda sociedad… y las más ausentes de la actual. Así nos va.

La tristeza bien utilizada es la mejor materia prima para construirnos como personas más profundas, críticas y empáticas con el dolor y las injusticias ajenas (que son muchas… y muy insultantes). Como el resto de las emociones, el reto para con la tristeza es que aprendamos a utilizarla nosotros a ella, no ella a nosotros. A eso pretendía dedicarse este artículo.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 nov, 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
05 ago, 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
05 ago, 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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