Ya hemos aprendido a gestionar las dos emociones básicas más explosivas del repertorio sentimental humano: la Ira (El boomerang de la IRA) y el Amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, MÁSTILES III: El Amor según los demásDesamor: manual de instrucciones, DEL EROS AL ÁGAPE: el amor y el tiempo). Ahora es el turno de la Tristeza.
Glosada por poetas y cantantes, analizada por filósofos y psicólogos y malinterpretada y rehuida por todos nosotros… ¿Qué es realmente la Tristeza? Está claro cómo nos complica la vida, pero… ¿Puede ayudarnos en algo? Una emoción tan dolorosa e incapacitante… ¿Puede resultar de alguna utilidad? ¿Qué ocurre, exactamente, para que acabemos sintiendo tristeza? Y lo crucial: ¿Podemos aprender a aprovecharla? Si te interesa saberlo…I. RECONOCIENDO LA TRISTEZA
Una vez más, empecemos por la definición de José A. Marina en su Diccionario de Emociones: “Experiencia de la pérdida del objeto de nuestros deseos o proyectos. Desgracia o contrariedad que hacen imposible la realización de mis deseos y que provocan un sentimiento negativo, acompañado de deseo de alejarse, aislamiento y pasividad”.
En el termómetro emocional, la tristeza se situaba en el cuadrante definido por unas sensaciones desagradables como la ira pero que, a diferencia de ésta, nos desactiva fisiológicamente drenando hasta la última gota de nuestra energía. La tristeza, como el Aburrimiento, la Abulia o la Desidia, es una emoción introvertida y pasiva que desincentiva nuestros deseos de actuar y hacer.
En cuanto se produce, el aminoácido de la tristeza desactiva hasta el último músculo de nuestro cuerpo y desacelera ritmo cardiaco y respiratorio, todo ello para llevar el oxígeno necesario a un cerebro ya presto al análisis compulsivo de fallos, errores y disonancias. Al mismo tiempo, nos hace bajar y desenfocar la mirada (y así minimizar la información sensorial del exterior, para que no nos distraiga de nuestro reflexionar) y relaja todos nuestros músculos (incluidos los del cuello, de ahí el típico ademán de aguantarnos la frente). Como resultado, nuestra posición corporal se viene abajo y nos inclina el eje hacia atrás. Todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y sobre todo mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo: analizar desde todas las perspectivas posibles los hechos que nos provocan pesar.
Del ámbito de emociones como la Impotencia, Depresión, Frustración, Decepción, Aflicción, Pena, Dolor, Pesar, Melancolía, Abatimiento o Preocupación, la tristeza es inconfundible en grado extremo, pero puede resultar relativamente ambigua en cualquiera de sus formas intermedias de intensidad y displacer. ¿Es tristeza o es impotencia tras la rabia lo que siento? ¿O abatimiento, melancolía o una tranquilidad nada agradable? También conviene aprender a reconocer si la tristeza brota espontánea como una emoción directa o es un sentimiento que deriva de la elaboración de otras emociones (principalmente, la ira o el miedo sostenido al que ya nos hemos acostumbrado o el aburrimiento prolongado). De estos matices de reconocimiento, presuntamente insignificantes, dependerá la eficiencia final de su gestión. Recuerda que los diagnósticos, para marcar con acierto el tratamiento a seguir, han de ser precisos.
II. UTILIZAR Y COMPRENDENDER LA TRISTEZA
Estamos tristes cuando los resultados quedan por debajo de lo esperado. La tristeza prepara cuerpo y mente para lo más inteligente que podemos hacer cuando unos resultados no están a la altura de las expectativas albergadas: reflexionar hasta encontrar qué ha fallado. Para facilitar al cerebro su pensamiento crítico, la tristeza propicia todo un conjunto de cambios fisiológicos: desfocalizar la mirada y colapsar la atención en la fuente de la decepción (para así recabar información de hasta el detalle más nimio) y relajar al máximo los músculos para que, desganados y sin energía, no tengamos la más mínima posibilidad de distracción ni nos sintamos tentados por hacer absolutamente nada. Además, si estamos tristes es porque algo ha salido mal y no sabemos qué, por lo que lo más inteligente es no moverse de dónde estemos hasta saber en qué ni cómo erraba la brújula que debía guiarnos hasta nuestros anhelos. Si no tenemos claro hacia dónde ir, mejor quedarse en el punto de partida hasta que la reflexión nos permita descubrirlo. Moverse sin saber hacia dónde sólo sirve para perdernos aún más. La tristeza se encarga de quitarnos la fuerza para que nos quedemos quietecitos un rato.
Pero tan importante como conocer qué acciones facilita cada emoción resulta saber las que dificulta. La tristeza, al activar las zonas del cerebro especializadas en encontrar errores, disonancias e incoherencias, lógicamente desconecta otras. Especialmente, aquellas relacionadas con la liberación de dopamina, serotonina y endorfinas (las droguitas placenteras que, de sentirlas, nos pondrían a dar saltos de alegría y desear comernos el mundo haciendo de todo). Por lo tanto, la tristeza inhabilita otras formas de pensamiento que no sean el crítico: la generación de soluciones, la ensoñación libre, la búsqueda de estímulos, etc. La tristeza nos obsesiona focalizando los sentidos en todas aquellas informaciones relacionadas con nuestra insatisfacción o pérdida, impidiéndonos atender a ninguna otra información que no esté directamente relacionada con ella. Así prepara la tristeza la mente para seguir fabricando más y más argumentos que refuercen su convicción de que todo es un desastre y debemos pararnos a reflexionar sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Cuanto más convencidos de la terrible pérdida, más tristeza; cuanta más tristeza, más predispuestos a seguir encontrándole fallos a todo. Un círculo vicioso y autoreferencial común a todas las emociones, sólo que ésta conlleva un dolor que puede desembocar en emociones todavía más desagradables e inhabilitantes, como la angustia, la ansiedad, el abatimiento o la depresión.
Utilizar la tristeza conlleva entender cómo nos incapacita a nivel físico para emprender cualquier tipo de acción. Si algo caracteriza la tristeza, en mayor grado cuanto más profunda sea, es la absoluta desidia ante cualquier acción y el exceso de crítica ante cualquier posible solución. Desde la tristeza, como le encontramos fallos a todo, también se los encontramos a cualquier conato de solución o actividad (precisamente, ésas que podrían ayudar a cambiar lo que nos duele).
Es por ello por lo que, una vez que cumpla su función analítica, debemos superarla, pues de quedarnos estancados en ella, amén de sufrir innecesariamente, nunca pondremos en acción las conclusiones extraídas desde la misma tristeza. No movernos de la tristeza nos impide pasar nunca de la pre-ocupación… a la ocupación (que para eso sirve la tristeza: para pensar antes de actuar, y actuar guiados por nuestras conclusiones). La tristeza no sólo es inevitable ante contratiempos dolorosos, es que resulta necesaria y hasta beneficiosa. Tan beneficiosa como estación de paso como perjudicial si la establecemos como domicilio permanente. Tanto ayuda la tristeza a descubrir lo que falla como dificulta el encontrarle solución.
Tengamos todo esto en cuenta la próxima vez que, ante un ser querido muy triste, nos quejemos de su actitud derrotista, su testarudez por verlo todo negro o su poca colaboración a hacer aquello que le haría sentir mejor. Tal vez el problema no sea que él o ella estén tristes (ergo sin ganas de hacer nada y focalizados exclusivamente en su pena), sino que nosotros no les demos el derecho a seguirlo estando porque su dolor nos duele… a nosotros. Recordad que el amor y el altruismo son los disfraces más verosímiles y habituales del egocentrismo más egoísta.
Para su comprensión práctica, podemos definir la tristeza como el producto de una información sensorial significada como la pérdida definitiva de algo importante o incluso crucial sin lo que nuestra vida perderá irremisiblemente la mayor parte de su calidad; resultados muy por debajo de las expectativas legítimas y razonables que esperábamos de una situación dada. Y claro: como toda definición, por muy válida que resulte, no deja de ser inefablemente subjetiva y arbitraria (ergo opinable y matizable). De ello se ocuparán las técnicas de gestión cognitivas que acabaremos viendo a continuación.
III. APRENDIENDO A GESTIONARLA
Ya conocemos las tres herramientas que también podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestra tristeza:
FISIOLÓGICAMENTE
Los patrones fisiológicos de la tristeza, voluntariamente alterados, erradicarán o cambiarán la intensidad de nuestra tristeza
a) RASGOS FACIALES
Mejillas Relajadas → Tensas
Cejas Alisadas → Alzadas
Ojos entrecerrados → Abiertos
Mirada desenfocada → Focalizada
b) CORAZÓN
Latido Lento y rítmico → Rápido e irregular (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo)
c) RESPIRACIÓN
Profunda, lenta, abdominal → Superficial, rápida, pectoral
d) TENDENCIA CORPORAL
Abajo, atrás, musculatura laxa → Arriba, adelante, musculatura tensa
De todas maneras, la tristeza es la emoción más fácilmente tratable desde la fisiología. Si en vez de quebrarte la cabeza intentando impostar todas estas posturas y rasgos quieres algo que las active todas de golpe, hazte un favor: lánzate como un poseso a cualquier tipo de ejercicio físico aeróbico. Correr, saltar, nadar, ir en bici te obligarán a adoptar unos rasgos faciales, ritmos cardiacos y respiratorios y tendencias corporales absolutamente incompatibles con la tristeza. Y así de paso, y gracias a plantarle cara a la tristeza, te pones en forma y hecho todo un pimpollete. Como ya dije en alguno otro post, la mierda en su lugar adecuado se llama estiércol, y resulta de lo más fértil como abono.
2. PERCEPTIVAMENTE
Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia (que en el caso de la tristeza, tendrán que ver exclusivamente con derrotas, augurios terribles e impotencias eternas). Conviene prestar especial atención a los suprasentidos: atención, recuerdo e imaginación. Desde la tristeza sólo se activarán para rememorar problemas irresolubles, conclusiones apocalípticas y fracasos anteriores que la imaginación magnificará y extrapolará a todo futuro probable.
COGNITIVAMENTE
Podemos incidir sobre las creencias y pensamientos que nos provocan la tristeza a base de reencuadrar los hechos de los que, presuntamente, emana esa tristeza sentida. Date cuenta y reflexiona críticamente sobre los paradigmas, creencias, inferencias e ideas desde los que estamos analizando esa situación que tanto nos apena. ¿Realmente, es una pérdida total? ¿Y de algo insoslayablemente crucial, clave para mi vida entera? ¿El problema son resultados cortos… o expectativas irreales o excesivas? ¿O la expectativa era realista… pero no el periodo de tiempo que le otorgué para satisfacerla? Y lo más importante: ¿Podría vivir sin ese resultado, o su falta es causa de tragedia inmediata, eterna e irreversible.
IV. VINDICACIÓN DE LA TRISTEZA
La tristeza es una de las emociones con peor prensa, y supongo que es por ello por lo que a mí me cae tan bien. No sólo porque le reconozco su utilidad para la reflexión crítica, sino porque se me antoja lo contrario de esta sociedad de sonrisas como muecas obligatorias en la que estar siempre contento parece un deber, aún a costa de volvernos mongoloidemente superficiales. La anatemización radical de la tristeza, del esfuerzo placentero, del dolor creativo y de las derrotas puntuales (necesarias al salir de las zonas de confort) es uno de tantos indicadores de que, como sociedad, cada vez somos más mojigatos, desidiosos y apocadamente alérgicos a no tenerlo todo siempre y sin pagar precio alguno por ello. Vaya, la idiotez pusilánime en persona: esa con la que estamos masacrando la resiliencia y madurez de nuestros niños y adolescentes actuales a base de sobremimos castrantes.
Hoy se considera la tristeza como el signo de Caín, como la letra escarlata que nos delata como perdedores con los que nos aterra que nos puedan confundir ojos ajenos o propios. Los ribetes más inconsecuentes de las peores caricaturas del pensamiento positivo van construyendo una sociedad imbecilizada de bobos acríticos a los que todo les parece aceptable a la larga y que huyen como de la peste de cualquier incomodidad, conflicto o insatisfacción que pudiera hacernos sentir puntualmente tristes o meramente contrariados. Pero huir compulsivamente del menor atisbo de incomodidad no permite eliminar las dificultades de la existencia, sino que provoca que éstas nos pillen desentrenados cuando la vida nos plante frente a ellas. Y no lo dudes: tarde o temprano, lo hará. Siempre lo está haciendo, si nos atrevemos a darnos cuenta.
Ya no soy el idólatra de la martirología que reconozco haber sido en mi pubertad y postadolescencia. Pasé demasiado tiempo venerando sentencias como “El dolor es el megáfono de dios para despertar nuestras conciencias dormidas” (C.S. Lewis) y otras muchas zarandajas auto flagelantes por el estilo (de ese yo me río en ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN I: la profesionalización de la amargura, ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN II: cultivando el resentimiento y la resignación, ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN III: últimas guindillas para el pastel más amargo), Pero aunque ya no lo hago, no por ello dejo de verle a la tristeza las virtudes que puede tener: desarrollo de la compasión, la empatía y la reflexión crítica. Las tres conductas más necesarias para toda sociedad… y las más ausentes de la actual. Así nos va.
La tristeza bien utilizada es la mejor materia prima para construirnos como personas más profundas, críticas y empáticas con el dolor y las injusticias ajenas (que son muchas… y muy insultantes). Como el resto de las emociones, el reto para con la tristeza es que aprendamos a utilizarla nosotros a ella, no ella a nosotros. A eso pretendía dedicarse este artículo.