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Perderle el Miedo al Miedo

Tras el mal amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas), la Ira (El boomerang de la IRA) y la Tristeza (VINDICACIÓN DE LA TRISTEZA: preocuparse para ocuparse), el Miedo es probablemente la emoción dolorosa que más sufrimos a lo largo de nuestra existencia. Reales, tangibles, imaginados, abstractos… Por su frecuencia e intensidad, el miedo es una de esas emociones de cuyo manejo inteligente depende directamente la mayor parte de nuestra felicidad.

¿Qué es realmente el miedo? ¿Cuándo resulta inteligente sentirlo? ¿En qué situaciones será nuestro aliado más útil, y en cuáles nuestro peor enemigo? Y siendo una emoción tan visceral y arrolladora, ¿Podemos aprender a aprovecharla? Si te interesa saberlo…

I. RECONOCIENDO EL MIEDO

El maestro Marina atina a dibujarnos un primer borrador del miedo en su clarividente definición: “Percepción de un peligro o anticipación de un mal que excede la capacidad de control del individuo y que provoca sensaciones desagradables y deseos de huída”.

Echando mano una vez más del termómetro emocional, el miedo se sitúa claramente en los dos cuadrantes definidos por sensaciones desagradables. Aunque dependiendo de su grado de intensidad lo hará en mayor o menor medida, el miedo siempre nos activa fisiológicamente, por lo que queda emparentado con emociones como la Ira, la Rabia o el Odio. Pero el miedo comporta una serie de diferencias que nos conviene tener bien presentes para reconocerlo con propiedad.

La finalidad evolutiva del miedo no es otra que activar, con la rapidez que requiere cualquier peligro mortal, hasta el último músculo de nuestro cuerpo y acelerar el ritmo cardíaco y respiratorio, todo ello para llevar el oxígeno necesario a esos músculos (en especial, las extremidades) que nos catapultarán lejos de la fuente de peligro. Al mismo tiempo, nos hace abrir los ojos como platos (para recabar toda la información posible que nos permita prever la evolución del peligro y no se nos pase por alto ni el más mínimo detalle relevante) y muy a menudo abrir la boca (preparándonos para el grito de auxilio que todo animal gregario emite al sentirse amenazado). Como resultado, nuestra posición corporal se viene abajo y nos inclina el eje hacia atrás, todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo: huir de la fuente de peligro con la mayor celeridad posible. Aunque la complejidad del miedo puede llevarnos a otras dos posibles derivadas conductuales, como veremos más adelante.


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Así, siempre que sintamos este conjunto de fisiologías y sensaciones estaremos sintiendo miedo o alguna de sus emociones hermanas: desde el asequible desasosiego hasta el intolerable terror, pasando por las intermedias temor, susto, pavor, pánico, horror… Por desgracia, la lista de emociones relacionadas con matices del miedo resulta extensísima. Y si disponemos de tantas palabras para ello, señal de que las creemos necesarias. Como los Inuit con el hielo: si se han inventado tantas palabras para definirlo en sus diferentes matices, es porque las necesitan. O les parece útil disponer de ellas.

Como toda emoción, el miedo puede ser una emoción o un sentimiento, resultado tanto de una reacción directa como de una elaboración de otras emociones emparentadas. ¿Es miedo o intranquilidad lo que siento? ¿Se basa en el estímulo recibido, o en nuestra elaboración catastrofista de dicho estímulo? Recuerda la necesidad de propiedad en el diagnóstico para iniciar correctamente todo el proceso de gestión emocional. Y sin hilar fino ante estas preguntas, ni podremos plantearnos un diagnóstico mínimamente riguroso.

II. UTILIZAR Y COMPRENDER EL MIEDO

Sentimos miedo cuando creemos estar frente a una situación de peligro extremo, en la que nuestra supervivencia está en juego y ante la que no disponemos de recursos suficientes para afrontar con éxito. El miedo prepara cuerpo y mente para lo más inteligente que podemos hacer en este tipo de situaciones: huir despavoridos. Para facilitar al cuerpo para salir pitando, el miedo propicia el conjunto de cambios fisiológicos y perceptuales que acabamos de ver.

El miedo es una emoción tan compleja e instintiva que no se limita a un solo curso de acción. Aunque principalmente el miedo nos predispone a la huida, también puede impelernos tanto a atacar (previa transformación del miedo en ira) como a la parálisis más absoluta. ¿Cuándo optará el cerebro por prepararnos para una u otra derivada conductual? Pues dependiendo del resultado de un cálculo (instintivo, apresurado y a brocha gorda) que las partes más primitivas del cerebro acometen en cuanto se sienten amenazadas: la correlación de fuerza y velocidad para con la fuente de peligro. Si, con toda la imperfección de la precipitación, el cerebro considera que somos más débiles o más rápidos, nos predispondrá a la huida; cuando crea que somos más fuertes o más lentos, transformará el miedo en una ira que nos impelerá a atacar. ¿Y qué ocurre cuándo considera que somos más lentos y más débiles? Optará por la única posibilidad de supervivencia ante una tal amenaza: paralizarnos para intentar pasar desapercibidos. Y, en este caso, puede ordenar también algo que nos hará menos apetecibles al olfato del depredador: liberar esfínteres. ¿De dónde creíais que venía la expresión “cagarse de miedo”?. Hasta un acto tan instintivo y automático –y embarazoso- como mearse o cagarse encima de puro terror tiene una utilidad evolutiva. Nada es gratuito en el mundo de las emociones, de ahí su maravillosa perfección.

Pero tan importante como conocer qué acciones facilita el miedo resulta saber las que dificulta o incluso impide. El miedo, al desplazar el riego sanguíneo hacia las extremidades, sólo ofrece al cerebro el mínimo de riego sanguineo indispensable para las funciones más vitales y urgentes, por lo que la calidad del raciocinio se ve mermada ante cualquier situación significada como amenaza. Por lo tanto, el miedo inhabilita cualquier forma de pensamiento elaborado que no tenga que ver directamente con observar, analizar y huir del peligro. El miedo nos obsesiona focalizando los sentidos en todas aquellas informaciones relacionadas con la fuente de peligro, impidiéndonos atender a ningún otro dato que no esté directamente relacionado con él. Así prepara el miedo la mente para desatender cualquier información considerada irrelevante para la supervivencia inmediata. Y ante el altar de esa supervivencia no dudará en sacrificarlo todo, desde el pensamiento analítico y la empatía hasta cualquier sesudo principio moral por el que, en estados normales, intentemos regirnos. De ahí que no haya emoción que nos vuelva más primarios, egoístas, miopes y reactivos.

Para su comprensión práctica, podemos definir el miedo como el producto de una información sensorial significada como peligro sustantivo para la supervivencia, y para el que no disponemos de recursos suficientes para superarlo. De entender el enfoque desde el que nuestro cerebro fabrica el miedo, estaremos en disposición de generar algunas preguntas útiles para gestionarlo con acierto. Y conviene hacerlo, pues una vez que un peligro nos coloca las gafas del miedo… todo nos parece terrorificamente amenazante.

III. APRENDIENDO A GESTIONARLA

Ya conocemos las tres herramientas que también podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestros miedos:

1. FISIOLÓGICAMENTE

Los patrones fisiológicos del miedo, voluntariamente alterados, erradicarán o cambiarán su intensidad.

a) RASGOS FACIALES

Mejillas Tensas → Relajadas

Cejas Alzadas → Alisadas

Ojos Abiertos → Entrecerrados

 Mirada Focalizada → Panorámica, desenfocada

b) CORAZÓN

Latido Rápido e irregular → Lento y rítmico (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo)

c) RESPIRACIÓN

Superficial, rápida, pectoral → Profunda, lenta, abdominal

d) TENDENCIA CORPORAL

Abajo, atrás, musculatura tensa → Arriba, adelante, musculatura laxa

El miedo, al contemplar una serie infinita de grados (de la intranquilidad al pánico; del desasosiego al terror) es una emoción especialmente manipulable desde la gestión fisiológica. Tal vez desde ella no lo arranquemos de raíz, pero las ventajas de satisfacción, inteligencia y bienestar de reducir el horror a mera inquietud son más que obvias.

2. PERCEPTIVAMENTE

Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia. Conviene prestar especial atención a los suprasentidos (atención, recuerdo, imaginación). Todo ello sin juzgarlo ni refutarlo ni elaborarlo en sesudas explicaciones: sencillamente, prestándole atención y tomando conciencia de ello.

3. COGNITIVAMENTE

Podemos incidir sobre las creencias y pensamientos que nos provocan el miedo mediante un set de preguntas potenciadoras que nos empujarán a analizar el hecho aterrador desde una perspectiva más elaborada, basándonos en más, mejor y más pertinente información que significaremos y evaluaremos desde criterios y baremos más inteligentes y realistas. Date cuenta y reflexiona críticamente sobre los paradigmas, creencias, inferencias e ideas desde los que estás analizando esa situación que te provoca atemoriza. ¿Hasta qué punto es un peligro? ¿Tan sustantivo e importante? ¿Afecta directamente a tu supervivencia o a algún interés legítimo y tal vez importante, pero del que no depende tu vida entera? Y realmente, ¿No dispones de recursos para enfrentarlo? Y hasta en el caso de carecer de ellos, ¿Tan imposible resultaría adquirirlos o aprenderlos? Y en última instancia: Huir, cabrearme hasta la agresión o quedarme paralizado… ¿Solucionará o agravará el problema?

Recuerda que, como todo sentimiento, el miedo no emana directamente del estímulo externo, sino de nuestra propia evaluación y significación del mismo. Y en mejorar la verosimilitud e inteligencia de las mismas estriba nuestro margen de incidencia sobre cualquier emoción.

IV. EL MIEDO AL MIEDO: derivadas individuales y sociales

De entre todas las emociones desagradables de sentir, el miedo es probablemente la más limitante de todas ellas. Como mayor enemigo del progreso, la innovación y la mejora, el miedo es el principal castrador de nuestros avances tanto individuales como sociales. En concreto, ¿Cómo acaba afectando el miedo a nuestras vidas ?

A nivel individual, el miedo es el más terriblemente eficaz antídoto contra el cambio. Al enfrascarnos en un presente inmediato en el que sentimos que nos jugamos la supervivencia, el miedo nos impide siquiera plantearnos nuestro futuro. El miedo urge a protegernos y conservar la vida, nunca a mejorarla. La Ansiedad y la Angustia (que no son más que miedos anticipatorios ante peligros no reales) nos empuja a esa resignación que tanto ayuda (a tan alto precio) a soportar situaciones insoportables. El camino a la mejora lo marca la curiosidad, emoción que el miedo cercena de raíz. Desde el miedo nadie se aventura a salir de una zona de confort que, incluso ella, ya se nos antoja peligrosa, como para exponerse a nuevos territorios desconocidos. El miedo es la brida que frena nuestra tendencia natural a explorar más allá de los confines de lo conocido en busca de mejores entornos.

En el plano social, el miedo es la herramienta perfecta para el control de la población. El miedo conlleva todos los ingredientes que precisan las estructuras de poder para dominar a sus súbditos: inmediatez, superficialidad, conclusiones a brocha gorda, supervivencia, egoísmo, miopía, pensamiento de ínfima calidad y nula profundidad. Por ello, el miedo resulta el arma favorita de las oligarquías económicas para imbecilizarnos y convencernos de que en según qué rediles sumisos estaremos más seguros. De no ser por el miedo a perder lo que tenemos, ¿De qué íbamos a permitir a un puñadito de plutócratas vivir a costilla de las mayorías? Sin miedo, pocos tragarían con levantase a las 6 de la mañana para, con sus impuestos y esfuerzos, crear unas instituciones que deberían estar al servicio de la mayoría que las paga, pero de las que según que parásitos se creen dueños y beneficiarios exclusivos por derecho divino. Si no se insuflara miedo a todas horas vía medios de comunicación (más interesados en vender que en informar), pocos consentiríamos la desfachatez de las élites parasitarias que tan horondamente se alimentan de nosotros. Y a quien le quede la más mínima duda al respecto, que le eche un ojo al destartaladamente lúcido Bowling for Colombine de Michael Moore.

Pero el miedo tiene su utilidad y, como en el caso de la tristeza, no voy a dejar de vindicárselo: ojalá y sintiéramos más miedo ante peligros mucho más reales y de consecuencias más cotidianas que un atentado terrorista o un huracán. Consumos cotidianos de tabaco y alcohol, elección de según qué pájaros para que gestionen nuestro dinero, lobbies provocando guerras para vender sus armas, facturas de la luz o almacenes Castor… eso sí que son peligros tangibles y diarios que deberían aterrarnos (o cabrearnos como monas, vete tú a saber). El miedo no es una excepción: como el resto de emociones, es tan potenciador si lo utilizamos inteligentemente nosotros a él como limitante si él nos utiliza a nosotros. Una vez más, cuestión de aprender a manejarlo. En provecho propio y ajeno.

Qué libres, eficientes y felices seríamos como individuos de aplicar al miedo los fundamentos más transformadores de la inteligencia emocional. Y en el plano social, qué peligrosos para la morralla extractiva que vive de nosotros. Supongo que es por ello por lo que hay tantas reticencias a enseñarla. En esa batalla estoy yo hasta las cejas. Para ganarla – o perderla algo menos- escribo este puñetero blog.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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