Como ya vimos en RE-CONOCER EMOCIONES: acierto y coraje las emociones comportan reacciones corporales automáticas y sensaciones físicas y mentales bien tangibles, tanto más cuanto mayor sea su intensidad. Sentimos tristeza y se nos desactivan los músculos y cohíbe la mirada; Sorpresa y se nos abren los ojos como platos; Miedo y se nos detiene la respiración; Rabia y se tensa hasta el último de los músculos. Pero si las emociones se traducen en sensaciones fisiológicas tan reconocibles, nos las generamos con nuestros pensamientos y a partir de la información que captan nuestros propios sentidos… ¿Cómo podemos confundirlas tanto? ¿Por qué podemos engañarnos tan fácilmente respecto a ellas? ¿Qué hace que tan a menudo nos enteremos tan tarde de lo que llevábamos tanto tiempo sintiendo? ¿Por qué nos confundimos tanto al tratar de distinguirlas y llamarlas por su nombre? ¿Y qué precio pagamos por ello? Si te interesa saberlo…
En el post vimos la dificultad de reconocer con precisión nuestras emociones y la importancia de aprender a hacerlo. Pero, ¿A qué se debe esa dificultad de algo tan presuntamente fácil? Diversas son las causas de nuestra desconexión emocional, que abarcan desde la bioquímica y la morfología cerebral hasta los condicionantes socioculturales, pasando por la psicología individual y colectiva. De entre toda esta maraña tan enrevesada de fuentes de nuestro autodesconocimiento, yo destacaría las siguientes:
a) Dificultad intrínseca. Muchas emociones producen sensaciones muy parecidas, por lo que resulta relativamente complejo el distinguirlas, tanto en sus causas como en sus consecuencias. Puede resultar inusitadamente fácil confundir la tensión del miedo con la de la ira, la desidia de la desmotivación con la de la tristeza, el cosquilleo del amor erótico con el vértigo del pánico a la soledad, la relajación de la tranquilidad con la pereza, etc. Aprender a Reconocer nuestras emociones nos permite desarrollar la propiocepción necesaria para saber distinguir, al milímetro, las más que ambiguas fronteras entre según qué emociones y sus sensaciones.
b) Cognición inconsciente. El 99% de lo que pensamos ni nos enteramos de estarlo haciendo, y es fruto de ocurrencias inconscientes, automatismos arraigados e instintos genéricos. La mayoría de ellos los ignoramos absolutamente; de otros –los menos- podemos albergar alguna sospecha más o menos vaga. Pero rara vez conocemos en profundidad ni los unos ni los otros, ni mucho menos sabemos como manejarlos. Eso sí: no por desconocerlos dejan de determinar la calidad de nuestra vida a través de las emociones que provocan.
c) Analfabetismo emocional. ¿Alguna vez nos han enseñado a diferenciar la melancolía de la tristeza? ¿La euforia del amor? ¿El miedo a perder de la ilusión por tener? ¿Alguno de vosotros ha tenido el privilegio de aprender en la escuela las ventajas conductuales de pararnos a pensar cómo nos sentimos y cómo se siente la persona con la que interactuamos? ¿Cuántos de vosotros sabe nombrar, de carrerilla, más de 20 emociones? Si es así, enhorabuena: no era mi caso hasta que empecé a dedicarle al tema miles y miles de horas. Ni el de la inmensa mayoría de la sociedad. Vivimos en un mundo creado ayer y gestionado hoy por generaciones en las que las emociones o se ninguneaban o se consideraban algo a soslayar o a sufrir resignados como una maldición inevitable, y hemos llegado a adultos sin tener ni la más remota idea de qué son, cómo nos las creamos ni el poder que tenemos para gestionarlas. Y, mucho menos, las consecuencias prácticas de no hacerlo.
Por desgracia, donde no alcance la inoperancia del sistema educativo llegará el sexismo y los clichés de género y ambos, a la limón, nos hacen vivir en sociedades donde la impulsividad descerebrada se confunde con autenticidad, la sensibilidad con debilidad y la resignación con sentido común. Además, recuerda que los hombres no lloran y hablar sobre sentimientos o distinguir emociones –como colores- es de mariquitas sensibleros o calzonazos de masculinidad escasa.
d) Hiperactividad contemporánea. Prisas, las exigencias prácticas de necesidades bien primarias, horarios laborales inacabables, más hijos de los que caben en una agenda… Tenemos que ser los mejores padres, profesionales, mantenernos en forma, tener el coche más grande, el cuerpo más fibrado y la cuenta bancaria más hipertrofiada, así como ser pedagogos, psicólogos, amantes, cocineros… ¿Cómo pararnos a enterarnos de cómo estamos, qué nos falta y qué nos sobra, entre agendas que precisarían de 60 horas diarias y decenas de días a la semana?
e) Trampas y autoengaños. Demasiado a menudo, no nos gusta lo que sentimos: estar enamorados de quien no quisiéramos, hasta el moño de quien quisiéramos seguir amando, desear la compañía de quien nos rehúsa, sentir miedos que nuestro ego se niega a reconocer… Y como resulta que en nuestras evaluaciones mentales y juicios nuestro cerebro es juez, acusado, abogado y fiscal al mismo tiempo… pues os podéis imaginar las altísimas probabilidades de que el juicio esté amañado y nos acabemos haciendo trampas al solitario. Y claro, siempre es más cómodo y sencillo a la corta tergiversar lo que sentimos y suplantarlo por lo que más aceptable nos resulte pensar que embarcarnos en la farragosa gestión de nuestras verdaderas emociones. Más cómodo sí, ¿Pero útil? Ni muchísimo menos: cuanto más tardemos en afrontar una emoción, más fuerte y enquistada nos la encontraremos. Una vez más, como tantas otras, lo que nos conviene no tiene absolutamente nada que ver con lo que nos apetece.
f) Desconexión personal. Y por si no fuera suficiente ¡Llega la sociedad líquida, inmediata, superficial, ensimismada y deslumbrada hasta la hipnosis! Pantallitas y más pantallitas para apollardarnos progresivamente hasta límites de retraso mental: TV, móviles, iPads, navegadores… Mails, Twits, WhatsApp, emoticonos, memes… Todo ello, al alcance de la mano en todo momento, para entretenernos con golosinas visuales que nos incitan a dejar de pensar, con un mínimo de tiempo e intensidad, en nada que requiera más de unos escuálidos segundos de atención ni vaya más allá de 140 caracteres o cuatro imágenes estrepitosas de supuesta carcajada fácil. Demasiado tentador y cómodo para no acabar absolutamente desconectados de nosotros mismos y, en especial, de nuestras propias emociones. Esas en las que se basa nuestra felicidad y nuestros logros en la vida. Eso si: a medicarnos hasta las cejas contra la tristeza, la hiperactividad o el déficit de atención. De auténtico frenopático
Como siempre, todos estos factores ajenos a nuestra voluntad influyen en nuestro analfabetismo emocional… pero sólo lo determinará nuestra voluntad, consciente o inconsciente, de no hacer nada para salir de él. Para mí, todos estos factores más allá de nuestro control directo (analfabetismo heredado, la dificultad intrínseca, la hiperactividad o la imbecilización tecnológica) no son excusas para claudicar, sino todo lo contrario: ¡Los acicates más motivadores para aprender enconadamente! Aprender a reconocer nuestras verdaderas emociones no sólo es un desacato deliciosamente fanfarrón a esta sociedad superficial, inmediatista y papanatas, sino todo un corte de mangas a nuestra biología e historia evolutiva (aprender a gestionar las emociones supone acelerar el desarrollo de aquella parte del cerebro que nos diferencia del resto de animales pero que, evolutivamente, tenemos más inmadura como especie: los lóbulos frontales)
Dedicaré el próximo artículo a cómo Utilizar y Comprender nuestras emociones, como ineludible paso previo al objetivo final de la autonomía emocional: la gestión de las emociones. A partir de ahí, os invitaré a explorar las 8 emociones básicas –según Paul Ekman- y como librarnos de su tiranía y convertir cada una de ellas en los mejores aliados de nuestra realización personal.
Da miedo pensar en la cantidad de conflictos que creamos y de placer que desperdiciamos por obviar sistemáticamente nuestras emociones (ninguneo que empieza en nuestra incapacidad por renonocerlas). Nada hay que influya más sobre nuestro bienestar, salud y conducta que las emociones, y nada desconocemos más olímpicamente que ellas. Si te paras a pensarlo, de locos. Recuerda que el humano es el único animal con capacidad para incidir y gestionar sus propias emociones como para que jueguen a su favor y no en su contra. Qué despilfarro desaprovechar esa ventaja evolutiva.