En LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, ya vimos las consecuencias de negarnos a enfrentar nuestras heridas pasadas o de pretender darlas por sanadas por decreto ley y actuar como si no estuviéramos todavía lastimados. Pero ya os adelanté otra tendencia a enfrentar el dolor idénticamente perniciosa: el regodeo morboso en la propia aflicción y la obsesión por su análisis compulsivo. Hoy me propongo escribiros sobre los abusos del alcohol.
¿Por qué tendemos tan a menudo a hurgarnos sin piedad en las heridas? ¿Qué es lo contrario de la evitación mercrominera? Y lo más importante… ¿Qué consecuencias concretas acarrea engancharse al propio dolor y hacer de él el centro de nuestra existencia entera?
El presunto opuesto de los acólitos de la mercromina es la adicción al alcohol. Mientras que, como vimos, en el modo mercromina nos caracterizamos por la evitación instintiva del dolor, en el de adictos al alcohol parecemos nadar como pez en el agua en nuestras propias miserias. Seguro que recordáis a alguien siguiendo a pies juntillas el siguiente patrón: regodeo compulsivo en todo lo que vaya mal en sus vidas, análisis detallado –con una minuciosidad morbosa- de cada uno de sus problemas, obsesión monotemática por alguno de ellos y razonamiento circular que acostumbra a acabar justo dónde empezó –desde donde se retomará automáticamente a la siguiente tacada-. Además, muy a menudo, la interminable complacencia en el propio infortunio irá acompañado de inferencias –más o menos plausibles- sobre causas remotas, culpables inaccesibles que no actúan como toca e invocaciones a la justicia cósmica. ¿Os suena la cantinela?
1. LA ADICCIÓN AL PROPIO DOLOR
Imagínate que te haces una herida y, henchido de militancia desinfectante tras leer LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, te vuelves un Sant Jordi determinado a enfrentarte hasta con el último de tus dragones. Levantas la costra artificial de tu herida y echas un chorrito de alcohol para desinfectarla. ¡Perfecto! ¡A la mierda con la pusilanimidad de la mercromina! Y notas que escuece pero te alivia al empezar a sanar, así que te echas otro. Y al día siguiente otro…. Y otro más. ¿Qué acabaría pasando? Evidentemente: que la herida más que sanada acabaría llagada, y que te quemarías la carne sana circundante, creándote nuevas heridas por pura abrasión. Una vez más, el remedio peor que la enfermedad.
El abuso del alcohol se basa en un par de creencias irracionales: una, que meramente pensando se arregla algo; dos, que a base de sufrimiento autoinflingido, mereceremos una desinfección más rápida e indolora de nuestras heridas (como si los logros no se basaran en la eficiencia de las soluciones, sino en los méritos morales del solucionador, y sus méritos en su sufrimiento). La reflexión, el análisis y el atender la raíz de un problema (ese primer algodoncito ligeramente empapado en alcohol) siempre será necesario y saludable, pero regodearse en él, nunca. El doble de jarabe no cura el dolor de barriga el doble de rápido, sino al contrario: lo agrava, cronifica y provoca nuevas dolencias a partir de la inicial. No, el doble de lo bueno no es ni mucho menos lo mejor. Recuerda que la diferencia entre un veneno y una medicina estriba, precisamente, en la sabiduría de la dosis. Y en cada cuánto y cómo tomarla.
Lo peor de las sobredosis de alcohol estriba en sus mejores o peores consecuencias prácticas. ¿La mala? El dolor extra, constante, al rememorar obsesivamente el tema hiriente (jodiéndonos así el presente). ¿La peor? La serie de emociones que nos provocamos al hacerlo (tristeza, aflicción, rabia, resentimiento, inseguridad) que impiden la motivación y energía necesarias para enfrentar, de facto, aquello que nos preocupe (jodiéndonos así el futuro). A menudo el sobreanálisis cognitivo lleva aparejada la parálisis conductual, en la creencia infantiloide que, como ya me he PRE-ocupado, ya no hace falta ocuparme, pues ya he pagado la cuota de agobio que cuesta esa solución mágica que el universo me debe por sufrir tanto (y ahora es asunto suyo arreglarlo por arte de magia, no mío. Yo a pensar y sufrir hasta merecérmelo mucho…).
El regodeo masivo en el propio dolor, en la culpabilidad ajena sobre él y en la injusticia del mismo acostumbra a propiciar una inactividad absoluta al respecto. O peor aún: la reiteración de conductas que no han funcionado en el pasado, pero a las que continuamos aferrándonos con tenacidad compulsiva.
Si habéis afilado vuestra memoria, seguro que recordaréis más de cinco personas que exasperaron vuestra paciencia con su testarudez autoflagelante. Y si la afiláis un pelín más, hasta os recordaréis a vosotros mismos habiéndolo hecho otro montón de veces. Y no es cuestión de avergonzarse, pues es una actitud tan común como las excusas de la mercromina. Y tan contraproducente…
2. CUANDO LOS EXTREMOS SE TOCAN
Idólatras de la mercromina y adictos al alcohol: actitudes presuntamente opuestas. Supuestos antagonistas cuyas consecuencias hermana: agravar el problema. Los unos por evitar siquiera nombrarlo; los otros, por convertirlo en el único centro de nuestra vida, pero ambos beben de idéntica fuente y, contra pronóstico y apariencias, se retroalimentan. La dictadura de la mercromina (y el síndrome del tío Diego, y el del avestruz) nos impelen a ignorar lo que duele, lo que agrava las heridas, ergo las infecta hasta límites de gangrena, lo que nos aboca a la sobredosis de alcohol ante el pánico al descubrir una desmesura de su infección que a su vez nos provoca aversión, ergo evitación a toda costa… Y acabamos cubriéndolo todo con nuevas capas de mercromina. Tapamos heridas a las que sólo prestamos atención cuando duelen demasiado como para seguir ignorándolas, y entonces la explosión del pus acumulado es tan dolorosa y desagradable que le cogemos un lógico pánico atroz, tan grande que querremos evitarlo en el futuro a cualquier precio (y creeremos hacerlo… ignorándolo: bienvenidos de regreso a la mercromina). Con lo fácil que hubiera sido desinfectar la herida en su momento, cuando no pasaba de rasguño o zarpazo, pero limpio.
Voilà la sinergia entre la mercromina y el alcohol en el círculo vicioso de la progresiva impotencia personal. Cualquiera que haya sucumbido a cualquier adicción química sabe perfectamente de lo que hablo, pues las adicciones físicas funcionan exactamente igual que las mentales: menos duermo más café, más café… menos duermo. No hacer nada al respecto de lo que nos preocupa provoca mayor preocupación, ergo más queja, ergo más obsesión, ergo más sobreanálisis, ergo menos acciones remediadoras. Como el círculo vicioso de la cafeína: más me quejo, menos hago; más se agrava, más me quejo, menos hago… ¡Buf! Me agobio de sólo pensarlo. ¿Por qué somos tan torpes cómo para encadenarnos a este círculo vicioso? Muy sencillo: porque somos humanos. Limitaditamente humanos… Como cualquier otro animal: sólo que nosotros tenemos la capacidad –ergo la responsabilidad- de darnos cuenta y cortar amarras con él.
Lanzarse en brazos de la mercromina no sana, sino que pudre en silencio al agravar lo que no cura. Pero zaherirse abusando del alcohol tampoco: sencillamente, enferma lo que estaba sano. Como dijo Carmen Martín Gaite: “Te pierde la impaciencia: deja que lo atrancado se abra solo, y no atranques lo abierto”. Lo que hermana la mercromina y el alcohol es esa impaciencia infantil, propia de los niñatos consentidos que se niegan a pagar el tributo de tiempo, incomodidad y esfuerzo que toda solución requiere. Que nos neguemos a pagar el precio de la sanación escondiendo artificialmente las heridas o abrasándolas en alcohol, qué más da. Lo importante es que de ninguna de estas dos maneras sanaremos nunca. Sencillamente, agravaremos nuestras heridas hasta convertirlas en males muy mayores. Y que nos habremos infligido nosotros mismos, sin necesidad de nada ni nadie.
¿Qué hacer para ni sufrir gratuitamente con el exceso de alcohol ni gangrenarnos con la pereza pusilánime de la mercromina? En días o semanas compartiré mi más que falible método, pero que a mí me funciona: El Milagro del Agua Oxigenada. De él haré apología en próximos posts.
Pero antes, en el siguiente, intentaré comprender una cuestión crucial: ¿Qué nos empuja a abusar del alcohol y flagelarnos creyendo que así sanaremos? ¿Desde dónde se nos empuja a ello? Antes de abrazar el agua oxigenada, bien nos conviene entender porqué nos conviene tanto alejarnos del abuso del alcohol.