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EL ARTE DE AFILAR LA SIERRA: la eficiencia del placer

“La mejor manera de hacer que una rosa muera es abrirla a la fuerza cuando todavía no pasa de ser una pequeña promesa de flor”, José Saramago, La Caverna

Entre los muchos Mantras culturales de nuestro Occidente contemporáneo que parecen pensados ex profeso para amargarnos la vida, destacan todos aquellos relacionados con el éxito inmediato, la productividad compulsiva y los resultados a cualquier precio. El resultadismo tiránico que la sociedad actual nos impone en cualquier ámbito de nuestra vida (con nuestra aquiescencia consciente o inconsciente, pero bien activa) consigue persuadirnos de que no sólo debemos, sino que además es lo más útil, esforzarnos sin descanso siempre por encima de nuestras posibilidades y pasar más tiempo haciendo que pensando cómo hacer mejor.

Parece que el resultado final sólo dependa de cuántas horas le dedicamos a algo, sin importar el precio a pagar por ello. Y desde una perspectiva de productivismo de tierra quemada, parece hasta lógico: cuánto más tiempo pases haciendo, mayores resultados conseguirás. Pero, ¿Hasta qué punto es sostenible toda esta martirología del sacrificio sobredimensionado? ¿Cómo nos hace sentir, y qué repercusiones tienen esas emociones sobre nuestras relaciones con los demás… y con uno mismo? Y aún más: ¿Realmente mejora resultados toda esta apología del estrés perpetuo?

1. EFICACIA vs EFICIENCIA: los huevos y la gallina

Con excesiva frecuencia, nos dejamos empujar por las presiones sociales hasta confundir ambos términos. Mientras la eficacia es la consecución de los resultados deseados, la eficiencia es la consecución de esos resultados teniendo en cuenta los recursos invertidos para ello. Llevado hasta el esperpento, eliminar un granito en la mano cortándonos el brazo entero es eficaz. En cambio, eficientes sólo seremos si conseguimos eliminar ese granito mediante un tratamiento lo más económico, indoloro y con el mínimo de efectos secundarios posibles. ¿Bastante obvio, verdad? Pues, en el fondo, como todo lo que explicito en este blog: lo difícil no es entenderlo intelectualmente, sino concienciarse de la necesidad de tenerlo presente y actuar en consecuencia.

No nos engañemos: vivimos en una sociedad resultadista, devota de la inmediatez y el análisis superficial a bote pronto. Nuestro mismo sistema económico y relación con el medio ambiente refleja estos parámetros adictos al corto plazo más miope. Pocas empresas y organizaciones se plantean, más allá de la retórica o el marketing, establecer el criterio básico para la eficiencia: el equilibrio entre la Producción (resultados) y la Capacidad de producción (sostenibilidad de los recursos invertidos para obtener esos resultados). Y nosotros, como individuos, acabamos absorbiendo los parámetros de nuestra cultura, reflejándolos en cómo conducimos nuestras vidas. En consonancia con la mentalidad de tierra quemada de nuestra economía, parece que lo único que cuenta es cuantos huevos forzamos a la gallina de nuestra productividad a poner, sin pararnos a pensar (más allá de la digresión teórica) hasta qué punto el ritmo de puesta está respetando la capacidad de la gallina para seguir poniendo o si, por el contrario, la irá enfermando (ergo reduciendo su capacidad ponedora) hasta acabarla esterilizando, dejando nuestras canastas progresivamente vacías.

Amén de miope y resultadista, vivimos en una sociedad que también nos contagia una serie de lógicas, plausibles pero falaces, basadas en el mecanicismo industrial del que proviene nuestro sistema económico. A saber: si una maquina consigue, a pleno rendimiento, producir 10 unidades en 1 hora, si la ponemos a producir 10 horas, producirá 100 unidades. Y en 100, pues 1.000, claro. Esta imagen, que en el fondo no sirve ni para las máquinas (desgaste, interrupciones puntuales, averías…), puede resultar relativamente verosímil en procesos de producción y maquinaria, pero nunca para los humanos. ¿Jugamos a las 7 diferencias entre una máquina y un ser humano? Imagino que no hará ninguna falta, pero si resaltar un par de aspectos cruciales de estas diferencias obvias: primero, que los cálculos mecánicos no sirven para calcular el rendimiento en labores en las que la creatividad, el ingenio y el pensamiento estratégico son más importantes que la repetición mecánica de una serie predeterminada; segundo, porque mientras en las máquinas no se tiene constancia, en los seres humanos si: las emociones multiplican o dividen exponencialmente nuestra eficiencia. Desde según qué emociones, en un minuto se producen 1.000 unidades y, desde según que otras, en muchas horas muy pocas.

Richard Bandler, en su más que recomendable “Use su cabeza para variar”, cuenta la siguiente anécdota: en una empresa metalúrgica, se producía una avería recurrente que paralizaba la producción demasiado a menudo. Tras meses de revisiones exhaustivas, centenares de pruebas de días de duración y millones de datos recopilados, los prestigiosos equipos de hiperactivos y metódicos ingenieros no acababan de dar con la anomalía. Finalmente, uno de los obreros de producción de mayor experiencia dijo intuir donde estaba el problema, y que para solucionarlo pedía cobrar ese servicio aparte. La dirección de la empresa accedió sin excesiva fe, y el operario se puso manos a la obra. Picó en ciertos conductos un par de veces, pegó la oreja a otros y, tras cinco minutos de pruebas, se paró bajo una tubería y dio un pequeño golpe al metal que la recubría. Contra todo pronóstico, la maquinaría empezó a funcionar y el director de la empresa, agradecido, preguntó si le debían algo por sus escasos cinco minutos de trabajo. El operario no dudó en la respuesta: “Si, 10.000 $”. Contrariado por una minuta de la que sólo él se creía merecedor por escasos minutos de dedicación, el director le pidió que le extendiera una factura y que desglosara por conceptos los ítems en los que se basaba para pedir tal cantidad de dinero por tan breve esfuerzo. Al cabo de una semana, y cuándo ya pensaba haber disuadido al operario de pedir tal cantidad, recibió la factura solicitada, dónde se podía leer: “Por martillear: 5$; por saber donde hacerlo: 9.995 $”. Desde luego, la habilidad para saber donde martillear no se desarrolla precisamente martilleando sin descanso, sino observando, estudiando y entendiendo el porqué y el para qué del propio martilleo.

Decía Paul Watzlawick que no hay mejor manera de amargarse que ponerse unas expectativas irrealmente tiránicas, basadas en algún resultado EXTRAordinario, y establecerlo como baremo mínimo aceptable, por debajo del cual nos sentiremos insatisfechos. Yo añadiría que, aplicado a la eficiencia personal y profesional, también: no hay mayor cheque en blanco a la ineficiencia a largo plazo que obligarnos, a la corta, a una hipereficiencia inalcanzable que requiera unos umbrales de esfuerzo que, por desproporcionados, nos desgasten progresivamente hasta límites de inoperancia. Y a mayor inoperancia, mayor estrés por mejorar resultados; y a mayor estrés, mayor inoperancia. Voilà el círculo vicioso del estrés cronificado. Con sus consecuencias ineludibles: sufrimiento e ineficiencia.

2. CUANDO LO DIFÍCIL NO ES LLEGAR, SINO QUEDARSE

Infinidad de pensadores lo han reiterado desde mil prismas: más difícil que conseguir algo es mantenerlo, y lo que se consigue de una manera insostenible, se acabará perdiendo antes o después. Pero que lo digan filósofos y artistas de diverso pelaje puede ser, dependiendo del caso, desde una conclusión lúcida para vivir mejor a un brindis al sol sin demasiado relación con la eficiencia personal. Pero que lo sostenga un tal Richard Boyatzis, todo un gurú del management americano más productivista, ya me da más que pensar. Y él no alberga duda alguna, y en su ensayo Liderazgo Emocional lo sostiene con claridad meridiana:. Refiriéndose a las personas con grandes responsabilidades corporativas y en aras de optimizar sus resultados, el principal reto de todo líder no es conseguir la “resonancia” (entendida como eficiencia interpersonal, gerente y económica), sino algo más difícil: mantenerla. Por eso, todo líder, en aras de su productividad, ha de renovarse personalmente del desgaste inherente a la responsabilidad y el poder que comporta su rol. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse, tanto para grandes líderes de masas como para grandes líderes de familias, amigos, parejas… o lo que todos somos (o deberíamos ser): los líderes de nosotros mismos.

El nuevo management americano lo tienen clarísimo: lo sostenible es lo eficiente, por encima de las éticas autoflagelantes del esfuerzo exponencial y el sacrificio per se. Y si algo tiene el mundo empresarial americano es que no sostiene nada que, al final, no sea eficiente en términos de productividad y beneficios. Parafraseando de nuevo a Boyatzis: “El líder eficiente, para seguirlo siendo en el tiempo, tiene la obligación ineludible de dedicar un tiempo a “renovarse” (cuidarse, descansar, reflexionar, planificar más que ejecutar compulsivamente)”. Y en términos de resultados, a mí no me hagáis ni puñetero caso; a él, si.

3. LA TRANQUILIDAD COMO OBLIGACIÓN RESPONSABLE: aprendiendo a afilar la sierra

Exigirnos tanto como profesionales, amantes, hijos, amigos o padres y madres responde, además de a nuestra satisfacción personal, al deseo de aportar lo mejor de nosotros a nuestros seres más queridos. Sea más dinero, mejor compañía o educación, queremos dedicar tantas y tantas horas y nos demandamos tamaños resultados porque la felicidad de los nuestros es tan o más importante que la propia. Y, dado que estar uno mismo mejor incrementa nuestra eficiencia en todos estos ámbitos, es precisamente en aras de esa felicidad en tercera persona por lo que resulta un acto de entrega y responsabilidad el dedicarnos un tiempo a nosotros mismos, a nuestro disfrute y “renovación” personal. No por un mero hedonismo egoísta (que también, por supuesto), sino para fabricarnos una entrega eficiente a los que tanto queremos y por los que tanto estamos dispuestos a sacrificar. Precisamente por ellos, debemos devolvernos algo de ese tiempo que, presuntamente para ellos, nos escatimamos con tanta saña. Debemos ser tan indulgentes con los resultados cosechados como insobornablemente autocríticos con los métodos que nos hayan llevado hasta ellos. Y no olvidarnos de una absoluta obviedad: nos guste o no, no somos máquinas. Y el acierto y la lucidez estratégica para planificar la producción es mucho más importante que el número de horas invertidas en producir.

Si de lo que se trata es de llevarles a los seres queridos mucha leña, hemos visto que a la larga no corta más árboles quién se dedica febrilmente a serrar sin descanso, sino quien para de tanto en tanto. No sólo para descansar sino, principalmente, para afilar la sierra.

La vida no es una carrera de 100 metros lisos sino una maratón en el que de poco sirve encadenar breves y explosivos esprints absolutamente insostenibles a la larga. La mejor manera de llegar rápido no es esprintar desaforadamente cuando ya estamos exhaustos, sino pararnos a descansar para coger fuerzas y desentumecer y cuidar nuestros músculos. No sólo nosotros lo agradeceremos: los que dependen de nosotros, también. Mucho más, para ser exactos.

Sólo hay un despilfarro mayor que perderse el presente por el miedo al futuro: hipotecarnos el futuro por el sobresfuerzo presente.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
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