“La mejor manera de hacer que una rosa muera es abrirla a la fuerza cuando todavía no pasa de ser una pequeña promesa de flor”, José Saramago, La Caverna
Entre los muchos Mantras culturales de nuestro Occidente contemporáneo que parecen pensados ex profeso para amargarnos la vida, destacan todos aquellos relacionados con el éxito inmediato, la productividad compulsiva y los resultados a cualquier precio. El resultadismo tiránico que la sociedad actual nos impone en cualquier ámbito de nuestra vida (con nuestra aquiescencia consciente o inconsciente, pero bien activa) consigue persuadirnos de que no sólo debemos, sino que además es lo más útil, esforzarnos sin descanso siempre por encima de nuestras posibilidades y pasar más tiempo haciendo que pensando cómo hacer mejor.
Parece que el resultado final sólo dependa de cuántas horas le dedicamos a algo, sin importar el precio a pagar por ello. Y desde una perspectiva de productivismo de tierra quemada, parece hasta lógico: cuánto más tiempo pases haciendo, mayores resultados conseguirás. Pero, ¿Hasta qué punto es sostenible toda esta martirología del sacrificio sobredimensionado? ¿Cómo nos hace sentir, y qué repercusiones tienen esas emociones sobre nuestras relaciones con los demás… y con uno mismo? Y aún más: ¿Realmente mejora resultados toda esta apología del estrés perpetuo?
1. EFICACIA vs EFICIENCIA: los huevos y la gallina
Con excesiva frecuencia, nos dejamos empujar por las presiones sociales hasta confundir ambos términos. Mientras la eficacia es la consecución de los resultados deseados, la eficiencia es la consecución de esos resultados teniendo en cuenta los recursos invertidos para ello. Llevado hasta el esperpento, eliminar un granito en la mano cortándonos el brazo entero es eficaz. En cambio, eficientes sólo seremos si conseguimos eliminar ese granito mediante un tratamiento lo más económico, indoloro y con el mínimo de efectos secundarios posibles. ¿Bastante obvio, verdad? Pues, en el fondo, como todo lo que explicito en este blog: lo difícil no es entenderlo intelectualmente, sino concienciarse de la necesidad de tenerlo presente y actuar en consecuencia.
No nos engañemos: vivimos en una sociedad resultadista, devota de la inmediatez y el análisis superficial a bote pronto. Nuestro mismo sistema económico y relación con el medio ambiente refleja estos parámetros adictos al corto plazo más miope. Pocas empresas y organizaciones se plantean, más allá de la retórica o el marketing, establecer el criterio básico para la eficiencia: el equilibrio entre la Producción (resultados) y la Capacidad de producción (sostenibilidad de los recursos invertidos para obtener esos resultados). Y nosotros, como individuos, acabamos absorbiendo los parámetros de nuestra cultura, reflejándolos en cómo conducimos nuestras vidas. En consonancia con la mentalidad de tierra quemada de nuestra economía, parece que lo único que cuenta es cuantos huevos forzamos a la gallina de nuestra productividad a poner, sin pararnos a pensar (más allá de la digresión teórica) hasta qué punto el ritmo de puesta está respetando la capacidad de la gallina para seguir poniendo o si, por el contrario, la irá enfermando (ergo reduciendo su capacidad ponedora) hasta acabarla esterilizando, dejando nuestras canastas progresivamente vacías.
Amén de miope y resultadista, vivimos en una sociedad que también nos contagia una serie de lógicas, plausibles pero falaces, basadas en el mecanicismo industrial del que proviene nuestro sistema económico. A saber: si una maquina consigue, a pleno rendimiento, producir 10 unidades en 1 hora, si la ponemos a producir 10 horas, producirá 100 unidades. Y en 100, pues 1.000, claro. Esta imagen, que en el fondo no sirve ni para las máquinas (desgaste, interrupciones puntuales, averías…), puede resultar relativamente verosímil en procesos de producción y maquinaria, pero nunca para los humanos. ¿Jugamos a las 7 diferencias entre una máquina y un ser humano? Imagino que no hará ninguna falta, pero si resaltar un par de aspectos cruciales de estas diferencias obvias: primero, que los cálculos mecánicos no sirven para calcular el rendimiento en labores en las que la creatividad, el ingenio y el pensamiento estratégico son más importantes que la repetición mecánica de una serie predeterminada; segundo, porque mientras en las máquinas no se tiene constancia, en los seres humanos si: las emociones multiplican o dividen exponencialmente nuestra eficiencia. Desde según qué emociones, en un minuto se producen 1.000 unidades y, desde según que otras, en muchas horas muy pocas.
Richard Bandler, en su más que recomendable “Use su cabeza para variar”, cuenta la siguiente anécdota: en una empresa metalúrgica, se producía una avería recurrente que paralizaba la producción demasiado a menudo. Tras meses de revisiones exhaustivas, centenares de pruebas de días de duración y millones de datos recopilados, los prestigiosos equipos de hiperactivos y metódicos ingenieros no acababan de dar con la anomalía. Finalmente, uno de los obreros de producción de mayor experiencia dijo intuir donde estaba el problema, y que para solucionarlo pedía cobrar ese servicio aparte. La dirección de la empresa accedió sin excesiva fe, y el operario se puso manos a la obra. Picó en ciertos conductos un par de veces, pegó la oreja a otros y, tras cinco minutos de pruebas, se paró bajo una tubería y dio un pequeño golpe al metal que la recubría. Contra todo pronóstico, la maquinaría empezó a funcionar y el director de la empresa, agradecido, preguntó si le debían algo por sus escasos cinco minutos de trabajo. El operario no dudó en la respuesta: “Si, 10.000 $”. Contrariado por una minuta de la que sólo él se creía merecedor por escasos minutos de dedicación, el director le pidió que le extendiera una factura y que desglosara por conceptos los ítems en los que se basaba para pedir tal cantidad de dinero por tan breve esfuerzo. Al cabo de una semana, y cuándo ya pensaba haber disuadido al operario de pedir tal cantidad, recibió la factura solicitada, dónde se podía leer: “Por martillear: 5$; por saber donde hacerlo: 9.995 $”. Desde luego, la habilidad para saber donde martillear no se desarrolla precisamente martilleando sin descanso, sino observando, estudiando y entendiendo el porqué y el para qué del propio martilleo.
Decía Paul Watzlawick que no hay mejor manera de amargarse que ponerse unas expectativas irrealmente tiránicas, basadas en algún resultado EXTRAordinario, y establecerlo como baremo mínimo aceptable, por debajo del cual nos sentiremos insatisfechos. Yo añadiría que, aplicado a la eficiencia personal y profesional, también: no hay mayor cheque en blanco a la ineficiencia a largo plazo que obligarnos, a la corta, a una hipereficiencia inalcanzable que requiera unos umbrales de esfuerzo que, por desproporcionados, nos desgasten progresivamente hasta límites de inoperancia. Y a mayor inoperancia, mayor estrés por mejorar resultados; y a mayor estrés, mayor inoperancia. Voilà el círculo vicioso del estrés cronificado. Con sus consecuencias ineludibles: sufrimiento e ineficiencia.
2. CUANDO LO DIFÍCIL NO ES LLEGAR, SINO QUEDARSE
Infinidad de pensadores lo han reiterado desde mil prismas: más difícil que conseguir algo es mantenerlo, y lo que se consigue de una manera insostenible, se acabará perdiendo antes o después. Pero que lo digan filósofos y artistas de diverso pelaje puede ser, dependiendo del caso, desde una conclusión lúcida para vivir mejor a un brindis al sol sin demasiado relación con la eficiencia personal. Pero que lo sostenga un tal Richard Boyatzis, todo un gurú del management americano más productivista, ya me da más que pensar. Y él no alberga duda alguna, y en su ensayo Liderazgo Emocional lo sostiene con claridad meridiana:. Refiriéndose a las personas con grandes responsabilidades corporativas y en aras de optimizar sus resultados, el principal reto de todo líder no es conseguir la “resonancia” (entendida como eficiencia interpersonal, gerente y económica), sino algo más difícil: mantenerla. Por eso, todo líder, en aras de su productividad, ha de renovarse personalmente del desgaste inherente a la responsabilidad y el poder que comporta su rol. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse, tanto para grandes líderes de masas como para grandes líderes de familias, amigos, parejas… o lo que todos somos (o deberíamos ser): los líderes de nosotros mismos.
El nuevo management americano lo tienen clarísimo: lo sostenible es lo eficiente, por encima de las éticas autoflagelantes del esfuerzo exponencial y el sacrificio per se. Y si algo tiene el mundo empresarial americano es que no sostiene nada que, al final, no sea eficiente en términos de productividad y beneficios. Parafraseando de nuevo a Boyatzis: “El líder eficiente, para seguirlo siendo en el tiempo, tiene la obligación ineludible de dedicar un tiempo a “renovarse” (cuidarse, descansar, reflexionar, planificar más que ejecutar compulsivamente)”. Y en términos de resultados, a mí no me hagáis ni puñetero caso; a él, si.
3. LA TRANQUILIDAD COMO OBLIGACIÓN RESPONSABLE: aprendiendo a afilar la sierra
Exigirnos tanto como profesionales, amantes, hijos, amigos o padres y madres responde, además de a nuestra satisfacción personal, al deseo de aportar lo mejor de nosotros a nuestros seres más queridos. Sea más dinero, mejor compañía o educación, queremos dedicar tantas y tantas horas y nos demandamos tamaños resultados porque la felicidad de los nuestros es tan o más importante que la propia. Y, dado que estar uno mismo mejor incrementa nuestra eficiencia en todos estos ámbitos, es precisamente en aras de esa felicidad en tercera persona por lo que resulta un acto de entrega y responsabilidad el dedicarnos un tiempo a nosotros mismos, a nuestro disfrute y “renovación” personal. No por un mero hedonismo egoísta (que también, por supuesto), sino para fabricarnos una entrega eficiente a los que tanto queremos y por los que tanto estamos dispuestos a sacrificar. Precisamente por ellos, debemos devolvernos algo de ese tiempo que, presuntamente para ellos, nos escatimamos con tanta saña. Debemos ser tan indulgentes con los resultados cosechados como insobornablemente autocríticos con los métodos que nos hayan llevado hasta ellos. Y no olvidarnos de una absoluta obviedad: nos guste o no, no somos máquinas. Y el acierto y la lucidez estratégica para planificar la producción es mucho más importante que el número de horas invertidas en producir.
Si de lo que se trata es de llevarles a los seres queridos mucha leña, hemos visto que a la larga no corta más árboles quién se dedica febrilmente a serrar sin descanso, sino quien para de tanto en tanto. No sólo para descansar sino, principalmente, para afilar la sierra.
La vida no es una carrera de 100 metros lisos sino una maratón en el que de poco sirve encadenar breves y explosivos esprints absolutamente insostenibles a la larga. La mejor manera de llegar rápido no es esprintar desaforadamente cuando ya estamos exhaustos, sino pararnos a descansar para coger fuerzas y desentumecer y cuidar nuestros músculos. No sólo nosotros lo agradeceremos: los que dependen de nosotros, también. Mucho más, para ser exactos.
Sólo hay un despilfarro mayor que perderse el presente por el miedo al futuro: hipotecarnos el futuro por el sobresfuerzo presente.