“Nosotros construimos nuestros hábitos; luego ellos nos construyen a nosotros”, sentenció el gran John Dryden. Y si de algo me han servido el Coaching, la Pedagogía, la Inteligencia Emocional y las Filosofías varias es para intentar contestarme con claridad y coraje a dos cuestiones esenciales: Quién quiero ser y a través de qué acciones podré irme acercando algo más a esa versión ansiada de mí mismo.
1. DIME QUÉ HACES Y TE DIRÉ QUIEN SERÁS
Tus hábitos actuales, lo que ahora haces o dejas de hacer, no dicen quien eres en realidad, pero sí en quien te acabarás convirtiendo. A pesar de mis escepticismos personales, milito firmemente en la fe de Sartre en el potencial ilimitado de cambio y mejora de todo individuo (“Yo no veo al hombre tal y como es… sino tal y como podría llegar a ser”). Tus hábitos actuales hablan de tu estado actual, pero no de todo aquello que potencialmente podrías llegar a ser si te lo propusieras en la práctica. ¿Sabes cuáles son los principales límites de tu identidad futura? Tus hábitos presentes. No somos lo que hacemos… pero lo seremos de seguir haciéndolo.
Frente a este llamado a la responsabilidad radical sobre nuestra conducta (como la base para confeccionarnos una vida a nuestra medida), se alzan toda una miríada de discursos esencialistas (el destino, la predestinación, el azar… y como no, la “identidad”) con un denominador común: achacar nuestras acciones y resultados a factores más allá de nuestra posible influencia, frente a los que somos meros espectadores indefensos e impotentes. ¿De dónde vienen esos discursos? ¿Cómo han llegado a estar tan arraigados en nuestra cultura cotidiana?
2. LAS CÁRCELES DEL SER: el camelo de la Identidad.
Todo el pensamiento judeocristiano occidental nace con la filosofía griega. Una de las preguntas cruciales del pensamiento helénico fue “¿Qué somos? ¿Qué es la conciencia y el alma humana?”. Y sólo un elemento une la disparidad de respuestas que los diferentes filósofos griegos dieron a esta pregunta: desde Parménides a Platón, todas creían en un alma humana inmutable y heredada de vete tú a saber dónde, respecto a la cual debíamos limitarnos a buscar hasta encontrarla para reconocerla… y ceñirnos a sus dictados y caprichos. Según esta versión, somos como somos, como somos viene determinado por fuerzas más allá de nuestra influencia (la genética, la educación recibida, la infancia, etc.) y al ser humano sólo le queda la introspección intelectual para llegar a conocer esa alma o identidad, tan ineludible y azarosa como la estatura o el color de ojos que te haya tocado en la rifa genética (¿Nos suena el tema, 25 siglos después, de a) Creer que cambiaremos pensando b) Resignarnos a no cambiar, pues “somos como somos”?).
Por suerte, desde el siglo pasado toda una trouppe de filósofos europeos empezaron a contradecir esta versión del alma humana inmutable y recibida pasivamente. Pensadores como Nietszche, Heidegger, Schopenhauer, Buber, Sartre y muchos otros empezaron a desenmascarar el mito de la identidad como determinante de nuestros resultados en la vida. De diferentes modos y maneras, todos ellos venían a decirnos que no somos absolutamente nada en esencia. Al nacer, somos casi una tabula rasa que, más allá de cuatro instintos programados e inclinaciones temperamentales, está por modelar desde prácticamente cero. Y si bien es cierto que hasta la etapa adulta el peso de los factores externos determina nuestras acciones (ergo nuestra primera identidad), ya de adultos nos vamos convirtiendo en lo que pensamos, sentimos y, como consecuencia de ello, hacemos en y con nuestra cotidianidad. Aquellas acciones que repetimos suficientemente se acaban convirtiendo en hábitos y éstos, al automatizarlos por reiteración masiva, nos acaban pareciendo espontáneos y naturales, como si emanaran con naturalidad de una supuesta identidad previa a las acciones que los conformaron. Así, acabamos padeciendo el “síndrome Weissmuller” (el actor que, a fuerza de interpretar a Tarzán, acabó chillando en taparrabos por la 5ª avenida de Nueva York, con una mona alcoholizada. J.J. Millás ya lo dijo: “La identidad es una ficción que nos vamos creyendo a base de representarla una y otra vez, como esos actores locos que acaban identificándose masivamente con su personaje”). La identidad viene a ser el resultado de la leyenda personal sobre nosotros mismos que llevan y llevamos contándonos durante el tiempo suficiente como para creerla esencialmente cierta (y lo que es peor: objetiva e inmutable). En la identidad desembocan todos nuestros actos pasados, y el pasado es una película de la que la memoria es su mejor guionista (o en palabras de Vargas Llosa, “Algo que se aprende tratando de reconstruir un suceso a base de testimonios es, justamente, que todas las historias son cuentos”).
La identidad no es la causa, sino la consecuencia de nuestros actos reiterados infinitamente a lo largo de una vida entera. Por todo ello, los problemas no se resuelven pensando en lo que somos, sino atendiendo a lo que hacemos (¡y cambiándolo si no nos satisface!), olvidándonos de malabarismos estériles sobre esencias predeterminadas, temperamentos inmutables y demás mitologías personales. No somos: vamos siendo. Y en función de lo que pensamos, sentimos y, sobre todo, hacemos habitualmente.
3. ¿ACTUAMOS CÓMO SOMOS… O SOMOS CÓMO ACTUAMOS?
Los antiguos filósofos griegos defendían que “el ser genera acción”. Y, por supuesto, también es cierto: una vez que nos hemos convertido en lo que somos, actuamos acorde a esa identidad fabricada por cien mil avatares, conductas, creencias y valores profundamente arraigados y reflejados en nuestros hábitos. Unos hábitos tan consolidados que parecen emanar de una esencia inmutable, determinada mística o genéticamente. Y al creerlo así, sentimos que ante nuestra “identidad” sólo nos cabe obedecer sus modos maneras y directrices conductuales, resignádonos a sufrir o disfrutar de sus caprichos ajenos e indiferentes a nuestra voluntad e influencia.
Por suerte, los filósofos europeos de los siglos XIX y XX nos enseñaron que, también y primordialmente, “la acción genera ser”. Hemos llegado a ser lo que somos por nuestros hábitos pasados, por la acumulación cuántica de los millones de acciones (conductas, pensamientos y sentimientos) que, acorde con esa presunta identidad, hemos reiterado hasta la automatización más aparentemente espontánea. La gran suerte, la gran habilidad, la gran responsabilidad de toda persona es darse cuenta que está en sus manos fabricarse otra identidad a partir de empezar a arraigar otros hábitos presentes que, a la larga, la acaben confeccionando. La primera pregunta clave no es quién soy… sino quién quiero ser; la segunda, no es cómo he llegado hasta aquí… sino a donde quiero llegar a continuación.
Aristóteles ya lo sentenció con claridad: “Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto; es un hábito“. Y Richard Conniff (25 siglos después, en su infinitamente recomendable Historia Natural de los Ricos), decía que “Nosotros damos forma a nuestras casas, y después nuestras casas nos dan forma a nosotros”. A poco que nos atrevamos a pensar con un mínimo de honestidad, nos parecerá de una obviedad rayana a la perogrullería que no comemos mucho por ser gordos, ni corremos porque estamos en forma ni fumamos porque tosemos… sino a la inversa. Primero es la acción (repito: un determinado pensamiento o emoción también son acciones, que además determinarán la conducat) la que genera ser; después, ese ser ya construido genera acciones acorde con su naturaleza, en un círculo interminable. De nosotros depende que sea vicioso… o virtuoso. No te dejes engañar por las convenciones culturales imperantes ni por los cantos de sirena de la comodidad disfrazada de resignación razonada: si hoy eres en función de lo que hiciste ayer, mañana serás en función de lo que hagas hoy. Si nos parece razonable aceptar que el pasado determina el presente, no debería costarnos validar que el futuro lo determinará el presente. No olvides que el ser genera acción… pero la acción también genera ser.
Te animo a que te formules las dos preguntas esenciales para tomar las riendas de tu vida y convertirte en la mejor, más satisfecha y feliz de tus versiones: ¿En quién quieres convertirte?; ¿Qué acciones habituales y reiteradas facilitarían tu transformación en esa persona que te haría más feliz a ti y a tus seres queridos?
Vuelve ahora a leer el texto publicado esta mañana en Facebook, y te darás cuenta como los hábitos de pensamiento, sentimiento y acción SI hacen al monje. Estar orgulloso de uno mismo y satisfecho con la propia vida no es más que enterarnos de qué monje queremos ser… y confeccionarnos los hábitos de su congregación. De nuestra voluntad y empeño depende vestir los primeros hábitos que nos toquen o convertirnos en nuestros propios diseñadores pret à porter. El próximo post será una clase de corte y confección. Espero que lo leas con aguja, hilo y tijeras en ristre. Te mereces el hábito que mejor te siente, y está en tu mano el confeccionarlo.