¿Os habéis encontrado alguna vez ante dilemas presuntamente irresolubles? ¿Habéis dudado alguna vez entre dos caminos a priori antagónicos? ¿Os habéis reprochado alguna vez el haber tomado una decisión y no otra? Tal vez recordéis QUÉ decidisteis, pero… ¿Recordáis CÓMO lo decidisteis? ¿Qué estrategia utilizasteis? ¿En base a qué elegisteis una opción y otra? Y una vez elegido, ¿Hiciste algo para sentiros satisfechos frente a vuestra elección, o lo dejasteis al azar ajeno de los resultados?
Nos pasamos la vida decidiendo. Cada día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, nuestra existencia es una larga sucesión de decisiones que van marcando los derroteros de nuestra cotidianidad. La inmensa mayoría de ellas, minilocuentes y rutinarias, las tomamos de manera automática, casi inconsciente, imperceptiblemente marcadas por los hábitos.
Pero de tanto en tanto, la rutina se resquebraja y el azar o la tozuda coherencia de las consecuencias de actos pasados nos enfrenta a disyuntivas que, por su carga emocional, nos obligan a replantearnos cuestiones esenciales. ¿Tomar ese trabajo o dejar aquel otro? ¿Cambiar de barrio, de ciudad, de país? ¿Estudiar esto o aquello? Cualquiera de estas cuestiones puede hacernos aflorar dudas, tal vez alguna que otra contradicción, que precisan de una clarificación y una decisión al respecto. ¿Y basarnos en qué nos permitirá tomar una decisión con un mínimo de propiedad, más allá de los caprichos y vaivenes de la inseguridad? Según mi experiencia, tanto profesional como personal, a partir de clarificar nuestros valores y nuestras emociones.
VALORES
Cualquier duda o presunta contradicción no es más que un conflicto de valores que, en una situación dada, sentimos que están enfrentados (comodidad o aventura; seguridad o realización personal; ir a más y mejor o asegurar lo que ya se tiene; disfrute o dinero; satisfacción o aceptación, etc.). Por debajo de cada duda transcurren, subterráneamente, dos o más valores que sentimos que entran en colisión y están en juego al tomar una decisión u otra. Sea la comodidad o el riesgo, sea la estabilidad o la superación… si dudamos es que sentimos que está en juego algo realmente importante para nosotros. Como veremos más adelante, resultará crucial saber QUÉ está en juego en nuestra decisión, y de todo ello qué es PRIORITARIO para nosotros.
EMOCIONES
Mientras más trascendencia tenga la cuestión sobre la que decidir, más carga emocional conllevará.; cuánta más carga emocional, más difícil nos resultará pensar con la claridad y rigor que requieren todas las decisiones importantes. Y no hay decisiones con mayor calado emocional que aquellas relacionadas con iniciar o terminar una relación sentimental, la pareja, los padres y los hijos. Precisamente por su apabullante carga emocional requieren del contrapeso de una estrategia racional que nos permita decidir con claridad lo que más redunde en nuestra felicidad.
Recordad que (tal y como vimos, entre otros, en el post El lujo del Pesimismo) las emociones determinan la eficiencia de nuestras acciones y pensamientos y que, según qué emociones (ira, ansiedad, miedo, euforia, etc.), nos hacen actuar mal y reflexionar todavía peor. Acostumbramos a cometer las mayores estupideces desde la ira o la euforia desbocadas; acostumbramos a desperdiciar las mejores oportunidades que la vida nos brinda desde la tristeza, el miedo o la ansiedad.
Guiados por la ira o la euforia, tomaremos decisiones precipitadas escasamente críticas y basadas en el rush del momento. La bioquímica cerebral de ambas emociones desconectan aquellas áreas del cerebro dedicadas a pensar críticamente y calcular consecuencias a largo plazo, por lo que desde ellas tendremos muchos números para tomar decisiones pobremente reflexionadas y peor fundamentadas, precipitarnos y tomar decisiones… de las que con seguridad nos arrepentiremos. Desde estas emociones, conquistar el mundo es una mera cuestión de cerrar los ojos, apretar los dientes y saltar al vacío, sin haberle dedicado excesiva atención a establecer si abajo nos espera algún tipo de colchón que permita que el tocar de nuevo de pies a tierra se llame aterrizaje y no castañazo.
Maniatados por el miedo, la tristeza o la ansiedad, muy probablemente pecaremos de timoratos, fabricaremos compulsivamente razones y excusas para no hacer nada y quedarnos tal y como estamos, por muy incómoda o poco apetecible que la situación actual resulte. La bioquímica de estas emociones vuelve al cerebro una verdadera máquina de encontrar fallos a toda opción de avance, de inventarse o magnificar peligros reales, futuribles o febrilmente desquiciados… y hacernos sentir auténtica aversión a la más mínima excursioncita fuera de nuestra más -presuntamente- segura área de confort absolutísimo.
Ante situaciones cruciales de nuestra existencia (aquellas que sabemos que marcarán un antes y un después en nuestras vidas), acostumbramos a bailar de las primeras emociones a las segundas, en función de por dónde nos venga la rebolera hormonal ese día: si tristes o angustiados, reflexión sin decisión; si desde la ira o la euforia, decisión sin reflexión… en situaciones donde necesitamos pensar tanto como actuar.
ESTRATEGIA DE DECISIÓN
Os propongo una estrategia de decisión a caballo de ambas, intentando una alquimia inverosímil que extraiga lo mejor tanto de las emociones (fuerza motriz, energía en estado puro, guía de conductas, información visceral que nos ayuda a descubrir quiénes somos realmente y qué nos llena); como de la razón (capacidad crítica, introspección, autoconocimiento, cálculo de consecuencias a largo plazo). Ah! Y eliminar también lo peor de las emociones (precipitación, secuestro amigdalar, acriticismo o impulsividad) y de la razón (búsqueda de absolutos, seguridades a ultranza, parálisis por sobreanálisis). Los catalizadores de esta alquimia serán tanto las emociones como los valores. Trabajando con ambos, podremos optar a generar decisiones infinitamente mejor fundamentadas.
DESDE LOS VALORES
¿Qué está en juego en esta situación? ¿Qué de verdaderamente importante, más allá de los hechos, me hace dudar? ¿Entre qué y qué valor estoy eligiendo realmente?
De todo eso entre lo que estoy eligiendo, ¿Qué es lo más importante para mí? Más allá de miedos, convenciones, apriorismos y costumbres, ¿Qué es prioritario? ¿Cuáles son mis valores esenciales? ¿Qué me define, me satisface, me llena más?
¿Decidiendo qué satisfaría mejor mis valores esenciales? ¿Decidiendo qué los infringiría menos?
DESDE LAS EMOCIONES
¿Desde qué emoción actual estoy tratando de decidir?
Si es desde el ámbito de la ira, la euforia o la pasión erótica: esforcémonos por encontrar contrapesos racionales, ya que hay muchos números de estar poniendo la carreta por delante de los bueyes, estar dejando de lado información crítica o no teniendo en cuenta consecuencias a largo plazo. Desde la ira o la euforia acostumbramos a tomar decisiones… de las que nos arrepentiremos
Si es desde emociones como el miedo, la ansiedad o la tristeza: como contrapeso, analicemos críticamente hasta qué punto son verosímiles y/o probables los supuestos peligros o cataclismos que me impiden lanzarme a tumba abierta a por lo que deseo. Desde la tristeza o la ansiedad, tenemos muchos números de tomar decisiones timoratas que nos dejarán un profundo saber a fraude y cobardía al cabo de los años
¿Y UNA VEZ DECIDIDOS?
Evidentemente, tener en cuenta ni los valores ni las emociones nos garantiza absolutamente nada, pues las consecuencias de toda acción pertenecen al realmo de un futuro que, por muy bien o mal que decidamos o mucho que nos estrujemos las meninges pensando… nadie puede ni determinar ni conocer con seguridad. Lo único que ofrece esta estrategia es la certeza, salgan como salgan las cosas a partir de nuestra decisión, que en el momento de tomarla no hemos escatimado esfuerzos ni sinceridad para recabar toda la información que fuimos capaces y manejarla de la mejor manera que supimos. La conciencia de la absoluta integridad al decidir no es talismán garante para conseguir lo que queremos, pero si antídoto contra los reproches hirientes con los que los quinielistas del lunes acostumbramos a fustigarnos retrospectivamente.
Toda decisión de cambiar o continuar igual conlleva (como ya vimos en los posts Los Motivos de la Motivación y Del Mero Deseo al Firme Propósito) unos beneficios potenciales y un precio a pagar. Antes de decidir, resulta crucial tenerlos en cuenta para tomar una buena decisión. Pero tras decidir, resulta aún más crucial nuestra inteligencia para focalizar nuestra atención en los beneficios (y no en el precio) de la decisión tomada. La satisfacción respecto a la decisión dependerá tanto de los resultados como de la propia capacidad para centrar la atención en todo aquello de bueno que aporte el haber escogido lo escogido y renunciado a lo descartado. El inteligente, si decide comprarse un coche se centrará en los beneficios de hacerlo y si no, en los años de trabajo que se habrá ahorrado; el imbécil, hará lo contrario: si se lo compra, se lamentará del precio y si no, de no tenerlo.
Los que hayáis leído mi nota en Facebook sabréis que sólo he cumplido la mitad de la promesa que le hice a mi amigo respecto a su dilema erótico familiar. Soy consciente, y por ello me comprometo en el próximo post, a hablar sobre las intrincadas sinergias y contradicciones entre el amor pasional y el fraternal, entre el eros y el ágape. Y no sólo eso: también os hablaré del cúmulo de creencias limitantes con las que nuestra cultura judeocristiana nos ha imbuido a engalanar la pareja, la responsabilidad, la paternidad y maternidad y el mismo concepto de egoísmo. Para ello, compartiré con vosotros (ya me ha autorizado a ello) el caso de un cliente de hace años tuvo que enfrentarse a una disyuntiva para él desgarradora. Para solucionarla, no sólo tuvo que aplicar una estrategia de decisión eficiente, sino que antes tuvo que desafiar todo un arsenal de creencias limitantes sobre el egoísmo, la familia y la pareja que le impedían tomar una decisión.
Por todo ello, el post tal vez se llame “Las sandeces más castrantes del egoísmo”. O tal vez no. Espero que os apetezca averiguarlo la semana que viene