Hace años, al cargarme el mito de la identidad, pensaba que éramos lo que hacíamos. Como tan exasperantemente a menudo, acertaba equivocándome. No somos lo que hacemos: somos lo que hicimos. Hoy entiendo la vida como el cúmulo de decisiones pretéritas cuyos efectos no se materializan hasta años después. Y es en este delay entre causas y efectos donde se fragua la incongruencia humana entre valores y conductas. Si las consecuencias fueran automáticamente inmediatas a los actos que las causaron, la congruencia no sería un logro, sino un regalo. Sin embargo, mis años de experiencia me señalan la incongruencia entre conductas y valores como la mayor causa de insatisfacción en nuestras vidas, la mayor fuente de los autosabotajes que nos impiden conseguir lo que deseamos.
¿Es esta la única razón de nuestra incongruencia entre intenciones y conductas? ¿Por qué tenemos tan claras tantas cosas que nos convienen cambiar o empezar a hacer, pero nuestros actos, tan a menudo, van en dirección opuesta a nuestras conclusiones? ¿Por qué tendemos a reiterar conductas que no nos satisfacen?
Los ingredientes de la incongruencia son tan sencillos de conocer como presuntamente difíciles de eliminar. Al mencionado delay causa – efecto se le añaden dos factores más: la tolerancia humana a cualquier situación reiterada y la priorización compulsiva de seguridad y comodidad.
La tolerancia humana nos permite –y nos condena- a habituarnos gradualmente a cualquier entorno, a vivir como naturales situaciones que años después nos parecerán inaceptablemente anómalas. Como en el síndrome de la rana hervida, la gradualidad imperceptible con que se cotidianizan las situaciones nos impedirá percibir cómo, poco a poco, lo extraño se fue convirtiendo en un hábito que, por muy inverosímil que nos parezca al abandonarlo, se nos hizo absolutamente transparente mientras reinó en nuestro presente. Una vez en el mar, somos como el pez: el último en darnos cuenta que estamos rodeados de agua.
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Pero, tal vez, el mayor agravante de la incongruencia humana sea el deseo compulsivo de seguridad y comodidad. Estamos regidos por un órgano (el cerebro) que prioriza por encima del placer la falacia de la seguridad y la tranquilidad apócrifa de lo previsible. En el humano, todo conspira para reducir su conducta a un cúmulo de rutinas automatizadas que, al afirmarse, nos niegan. Cambiar asusta, pues priorizar la seguridad conlleva focalizar la atención en los precios (ciertos y presuntos) de todo cambio. Por ello, pocas veces nos planteamos el precio que también pagamos por no cambiar, seguir igual y dejar que la vida resbale plácidamente hacia donde la gravedad más fácil se lo ponga… y no hacía donde sabemos que nos haría felices estar.
Decía Nietzsche que el ser humano estaba frente a una cuerda tendida entre el animal y el dios. Animal en cuanto a instintos y necesidades; dios por su deseo de trascenderlos en aras de la realización, el sentido y la felicidad. Uno de los muchos precios que pagamos por esta animalidad divina es el tira y afloja entre el miedo al cambio y la insatisfacción por no cambiar. El ser humano está en eterna pugna entre su cerebro biológico y su alma más etérea. Mientras su biología más primaria prioriza, en pos de la supervivencia, la seguridad, el ahorro de energía y la previsibilidad, su alma cognitiva busca objetivos –tan evolutivamente estériles- como la felicidad, la realización, el sentido, la pasión, etc. Conceptos todos ellos innecesarios para ese animal primario que también somos, pero absolutamente cruciales para nuestra humanidad de ínfulas divinas. Entre el mono que fuimos y el dios que queremos ser, se extiende el abismo de la insatisfacción.
Evolutivamente, estamos hechos para priorizar comer y no ser comidos, para lo que buscamos crear entornos que, por encima de todo, nos parezcan seguros por previsibles. Todo ello con una finalidad axiológica: mientras más tiempo sobrevivamos, más oportunidades tienen nuestros genes de perpetuarse en generaciones futuras. La finalidad de todo animal es meramente subsistir para procrearse y cumplir su rol en la cadena trófica. Y mientras no hace ni lo uno ni lo otro, ahorrar energía, pues nunca se sabe nunca cuanto tiempo tendremos que aguantar con las actuales reservas de grasa antes de ingerir el próximo alimento. Para cazar, procrearse, evitar ser cazado y descansar, nada mejor que entornos conocidos y previsibles en los que llevemos años pudiendo subsistir sin grandes problemas… de mera subsistencia. ¿Qué ese entorno no nos motiva, no nos ilusiona, no nos realiza, incluso nos niega como personas? A nuestro cerebro primitivo le importa tres pepinos, y tratará de evitar a toda costa cualquier cambio de contexto. Más vale malo conocido… ¿Os suena? Tal vez el más castrante de todos nuestros refranes. De ahí nuestra voluntad de estabilidad por encima de cualquier otro criterio
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Pero al mismo tiempo, al lado del animal, en el alma humana también anida un aprendiz de dios. Por ello, al mismo tiempo que sucumbe a sus instintos más primarios y se resiste al cambio, el ser humano trata de emanciparse de su dictadura evolutiva, queriendo primar la realización y la felicidad sobre la mera supervivencia. De ahí nuestros deseos de cambio, tan contradictorios a los anteriores.
Tal vez la mejor manera de entender la cultura y la historia humanas sea verlas ambas como el intento progresivo de emancipación de los dictados evolutivos, en pos de esa divinidad cognitiva que empezamos a inventamos al aspirar a algo más que comer, descansar y procrear. Si, tal vez la historia de la especie sea el pretendido tránsito de los instintos a la realización, de la biología a la teología, del animal al dios. La historia es el fruto del constante intento de alcanzar más altas cotas de humanidad que nos alejen de la animalidad de la que provenimos. La hominización consiste en los intentos del neocórtex por dominar los instintos conservadores del cerebro primitivo. El neocórtex es la base biológica de esa alma que vamos construyendo como especie al ejercitar nuestros atributos más exclusivamente humanos: la cognición abstracta, la imaginación y la creatividad, la búsqueda de sentido y autorealización, etc.
La alienación del ser humano occidental del siglo XXI crece en la brecha entre el animal y el dios que cohabitan en nuestro interior luchando por hacerse con el control de nuestra conducta. La neurobiología moderna nos ha puesto boca arriba las cartas, mostrándonos la desigual batalla entre el animal (parapetado tras la avasallante rapidez y fuerza del cerebro reptilíneo, el más primitivo) y el dios (apostándolo todo a las elaboradísimas pero frágiles y lentas atribuciones de su pretencioso e intrincado neocórtex, el último invitado a la evolución biológica del órgano cerebral).
La batalla entre estas dos fuerzas desiguales de intereses divergentes –cuando no antagónicos- se entabla para dilucidar quién regirá nuestra conducta, dirigiéndola hacia los polos opuestos de la realización o la seguridad. De ahí que tan a menudo oscilemos entre la insatisfacción ante la rutina (cuando el cerebro primario, en nombre del animal, dirige nuestra conducta en pos de la seguridad más previsible y la comodidad) y el miedo al cambio (cuando el neocórtex, en nombre del dios, toma las riendas de nuestra conducta dirigiéndola en busca de más altas cotas de realización).
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Así, si la insatisfacción es el grito de alarma del dios cuando el animal sacrifica la felicidad en aras de la seguridad, el miedo es el alarido del animal cuando el dios compromete la seguridad en aras de la búsqueda de la satisfacción. El miedo es la revuelta del cerebro primario; la insatisfacción, la protesta del neocórtex. Cambiaremos o no en función de quien eleve más sus gritos de disgusto, o a quien atinemos nosotros a prestar más oídos. Pero creedme: si no intervenimos consciente y voluntariamente en este proceso, el cerebro primitivo tiene mucho mejores pulmones, y primará la búsqueda de seguridad. Y llegar a gritar más fuerte que él, en aras de la satisfacción y realización personal, es el logro de una vida entera de reflexión crítica y voluntad explícita contra nuestros automatismos más primarios y conservadores.
Lo más endemoniadamente rebuscado de este conflicto estriba en la capacidad del cerebro primario (el que llega a las primeras conclusiones: la información pasa primero por él) no sólo para imponerse al neocórtex, sino para convertirlo en su principal aliado y propagandista. Porque el neocórtex, que trabaja con la materia prima ya manipulada por el cerebro primario, si reflexiona sin autocrítica explícita y voluntaria se limita a convertir los alaridos primarios del miedo en refinados discursos racionales, estructurados y persuasivos, rebosantes de razones presuntamente objetivas pero ya amañadas desde el principio para reforzar nuestras conclusiones más inmovilistas decididas a priori por lo más primitivo de nuestro cerebro.
Por todo ello, de entrada la batalla está perdida. Amén del colaboracionismo involuntario del mismo neocórtex, su propia inmadurez (fruto de escasos milenios de presencia en nuestro cerebro) sucumbe con estrepitosa fragilidad a la visceralidad arrolladora de un cerebro primitivo que lleva millones de años rigiendo nuestra conducta.
Pero que de entrada la batalla esté perdida no quiere decir que no merezca la pena lucharla. Entre el negro de la derrota absoluta y el blanco de la victoria total del dios, se extiende la gama de grises en la que el humano divino puede acotar y moldear la previsible victoria de nuestros instintos primarios más conservadores. La batalla por la realización es una lucha a brazo partido contra los más básicos instintos de supervivencia. La hominización, la pugna entre los limitantes automatismos del instinto animal y los razonables delirios de autorealización de nuestra cognición más divina.
La semilla de la libertad humana es la humildad de aceptar la aclaparadora superioridad del animal que sacrificará, sin dudar, la realización en el altar de la supervivencia. La libertad humana estriba en aceptar este imperativo biológico… sin resignarnos a él. El ser humano no será omnipotente para eliminar de un plumazo millones de años de evolución priorizando los intereses del cerebro primario, pero si es libre (ineludiblemente libre), para acotar su victoria. Esta es la cárcel del libre albedrío, los límites de la infinita libertad humana, como los infinitos decimales posibles entre dos números enteros.
Günter Grass nos animaba a utilizar los raíles de la existencia para, precisamente, escapar de las limitaciones que esos raíles nos imponen. Y Vila Matas nos decía que las reglas del juego también están para jugar con ellas. Como dioses, el ser humano puede dar infinitas formas a su cárcel animal. No podemos rehuir la responsabilidad individual para adecuar confortablemente nuestra animalidad básica, tanto como nos sea posible. Prueba de ello, los miles de artistas, exploradores, aventureros, científicos, artistas, revolucionarios y filósofos que, con su desafío temerario a los instintos más timoratos de seguridad, alimento y procreación, nos han probado y siguen probando que se puede jugar a ganar la batalla perdida de la autorealización personal. Si la biología nos enseña a no sentirnos culpables por nuestro miedo al cambio, el Coaching añade que no ser culpable no quiere decir no hacernos responsables para acotar esos miedos en aras de nuestros sueños.
No ser omnipotentes no quiere decir que no seamos infinitamente libres para matizar nuestra limitante animalidad, siempre sedienta de presuntas certezas eternas y apócrifas seguridades por decreto ley. Por suerte, en nuestro limitado arsenal disponemos de dos armas definitivas: la meditación y el Coaching.
La meditación nos permite fortalecer el neocórtex a base de observar –sin involucrarnos- tanto los pensamientos automáticos del cerebro primitivo como en las triquiñuelas del neocórtex para engalanarlos con una pátina de legitimidad presuntamente objetiva y racional.
El Coaching cuestiona los automatismos conservadores del cerebro primitivo y las reflexiones superficiales del neocórtex a su servicio, refutándolas para permitirnos llegar a conclusiones que nos faciliten los cambios que deseamos en nuestra vida (que, seguro, conllevarán un cierto esfuerzo, inseguridad e imprevisibilidad). Recomiendo la entente cordiale entre la meditación y el coaching para dirigirnos en pos de nuestros más humanos, frágiles y ambiciosos sueños. Sin reflexión alguna, seremos dirigidos por nuestros instintos más primarios, pero con una reflexión superficial sin atisbo de autocrítica a nuestras creencias pasadas, sólo generaremos presuntas razones que nos autojustificarán la inmovilidad. Si queremos perder el miedo a implementar aquellos cambios que tanto deseamos, debemos reflexionar sobre nuestras reflexiones con espíritu abierto y crítico. De lo contrario, seguiremos pensando lo que ya pensábamos, ergo la “razón” seguirá siendo un obstáculo al cambio en vez de un aliado.
El animal humano nació para sobrevivir; el dios humano, para disfrutar de su existencia. Es nuestra responsabilidad elegir a cuál de los dos entregamos el mando. Nuestra es la elección que realicemos; sus consecuencias, también. O una vida de mera supervivencia acotada por el miedo, o la que siempre quisimos vivir. Tú eliges, pues tú serás quien disfrutará las consecuencias de tu elección.