Diseño del blog

Entre el Miedo y la Insatisfacción: la Lucha entre el Animal y el Dios Humanos

Hace años, al cargarme el mito de la identidad, pensaba que éramos lo que hacíamos. Como tan exasperantemente a menudo, acertaba equivocándome. No somos lo que hacemos: somos lo que hicimos. Hoy entiendo la vida como el cúmulo de decisiones pretéritas cuyos efectos no se materializan hasta años después. Y es en este delay entre causas y efectos donde se fragua la incongruencia humana entre valores y conductas. Si las consecuencias fueran automáticamente inmediatas a los actos que las causaron, la congruencia no sería un logro, sino un regalo. Sin embargo, mis años de experiencia me señalan la incongruencia entre conductas y valores como la mayor causa de insatisfacción en nuestras vidas, la mayor fuente de los autosabotajes que nos impiden conseguir lo que deseamos.

¿Es esta la única razón de nuestra incongruencia entre intenciones y conductas? ¿Por qué tenemos tan claras tantas cosas que nos convienen cambiar o empezar a hacer, pero nuestros actos, tan a menudo, van en dirección opuesta a nuestras conclusiones? ¿Por qué tendemos a reiterar conductas que no nos satisfacen?

Los ingredientes de la incongruencia son tan sencillos de conocer como presuntamente difíciles de eliminar. Al mencionado delay causa – efecto se le añaden dos factores más: la tolerancia humana a cualquier situación reiterada y la priorización compulsiva de seguridad y comodidad.

La tolerancia humana nos permite –y nos condena- a habituarnos gradualmente a cualquier entorno, a vivir como naturales situaciones que años después nos parecerán inaceptablemente anómalas. Como en el síndrome de la rana hervida, la gradualidad imperceptible con que se cotidianizan las situaciones nos impedirá percibir cómo, poco a poco, lo extraño se fue convirtiendo en un hábito que, por muy inverosímil que nos parezca al abandonarlo, se nos hizo absolutamente transparente mientras reinó en nuestro presente. Una vez en el mar, somos como el pez: el último en darnos cuenta que estamos rodeados de agua.


REPORT THIS AD

Pero, tal vez, el mayor agravante de la incongruencia humana sea el deseo compulsivo de seguridad y comodidad. Estamos regidos por un órgano (el cerebro) que prioriza por encima del placer la falacia de la seguridad y la tranquilidad apócrifa de lo previsible. En el humano, todo conspira para reducir su conducta a un cúmulo de rutinas automatizadas que, al afirmarse, nos niegan. Cambiar asusta, pues priorizar la seguridad conlleva focalizar la atención en los precios (ciertos y presuntos) de todo cambio. Por ello, pocas veces nos planteamos el precio que también pagamos por no cambiar, seguir igual y dejar que la vida resbale plácidamente hacia donde la gravedad más fácil se lo ponga… y no hacía donde sabemos que nos haría felices estar.

Decía Nietzsche que el ser humano estaba frente a una cuerda tendida entre el animal y el dios. Animal en cuanto a instintos y necesidades; dios por su deseo de trascenderlos en aras de la realización, el sentido y la felicidad. Uno de los muchos precios que pagamos por esta animalidad divina es el tira y afloja entre el miedo al cambio y la insatisfacción por no cambiar. El ser humano está en eterna pugna entre su cerebro biológico y su alma más etérea. Mientras su biología más primaria prioriza, en pos de la supervivencia, la seguridad, el ahorro de energía y la previsibilidad, su alma cognitiva busca objetivos –tan evolutivamente estériles- como la felicidad, la realización, el sentido, la pasión, etc. Conceptos todos ellos innecesarios para ese animal primario que también somos, pero absolutamente cruciales para nuestra humanidad de ínfulas divinas. Entre el mono que fuimos y el dios que queremos ser, se extiende el abismo de la insatisfacción.

Evolutivamente, estamos hechos para priorizar comer y no ser comidos, para lo que buscamos crear entornos que, por encima de todo, nos parezcan seguros por previsibles. Todo ello con una finalidad axiológica: mientras más tiempo sobrevivamos, más oportunidades tienen nuestros genes de perpetuarse en generaciones futuras. La finalidad de todo animal es meramente subsistir para procrearse y cumplir su rol en la cadena trófica. Y mientras no hace ni lo uno ni lo otro, ahorrar energía, pues nunca se sabe nunca cuanto tiempo tendremos que aguantar con las actuales reservas de grasa antes de ingerir el próximo alimento. Para cazar, procrearse, evitar ser cazado y descansar, nada mejor que entornos conocidos y previsibles en los que llevemos años pudiendo subsistir sin grandes problemas… de mera subsistencia. ¿Qué ese entorno no nos motiva, no nos ilusiona, no nos realiza, incluso nos niega como personas? A nuestro cerebro primitivo le importa tres pepinos, y tratará de evitar a toda costa cualquier cambio de contexto. Más vale malo conocido… ¿Os suena? Tal vez el más castrante de todos nuestros refranes. De ahí nuestra voluntad de estabilidad por encima de cualquier otro criterio


REPORT THIS AD

Pero al mismo tiempo, al lado del animal, en el alma humana también anida un aprendiz de dios. Por ello, al mismo tiempo que sucumbe a sus instintos más primarios y se resiste al cambio, el ser humano trata de emanciparse de su dictadura evolutiva, queriendo primar la realización y la felicidad sobre la mera supervivencia. De ahí nuestros deseos de cambio, tan contradictorios a los anteriores.

Tal vez la mejor manera de entender la cultura y la historia humanas sea verlas ambas como el intento progresivo de emancipación de los dictados evolutivos, en pos de esa divinidad cognitiva que empezamos a inventamos al aspirar a algo más que comer, descansar y procrear. Si, tal vez la historia de la especie sea el pretendido tránsito de los instintos a la realización, de la biología a la teología, del animal al dios. La historia es el fruto del constante intento de alcanzar más altas cotas de humanidad que nos alejen de la animalidad de la que provenimos. La hominización consiste en los intentos del neocórtex por dominar los instintos conservadores del cerebro primitivo. El neocórtex es la base biológica de esa alma que vamos construyendo como especie al ejercitar nuestros atributos más exclusivamente humanos: la cognición abstracta, la imaginación y la creatividad, la búsqueda de sentido y autorealización, etc.

La alienación del ser humano occidental del siglo XXI crece en la brecha entre el animal y el dios que cohabitan en nuestro interior luchando por hacerse con el control de nuestra conducta. La neurobiología moderna nos ha puesto boca arriba las cartas, mostrándonos la desigual batalla entre el animal (parapetado tras la avasallante rapidez y fuerza del cerebro reptilíneo, el más primitivo) y el dios (apostándolo todo a las elaboradísimas pero frágiles y lentas atribuciones de su pretencioso e intrincado neocórtex, el último invitado a la evolución biológica del órgano cerebral).

La batalla entre estas dos fuerzas desiguales de intereses divergentes –cuando no antagónicos- se entabla para dilucidar quién regirá nuestra conducta, dirigiéndola hacia los polos opuestos de la realización o la seguridad. De ahí que tan a menudo oscilemos entre la insatisfacción ante la rutina (cuando el cerebro primario, en nombre del animal, dirige nuestra conducta en pos de la seguridad más previsible y la comodidad) y el miedo al cambio (cuando el neocórtex, en nombre del dios, toma las riendas de nuestra conducta dirigiéndola en busca de más altas cotas de realización).


REPORT THIS AD

Así, si la insatisfacción es el grito de alarma del dios cuando el animal sacrifica la felicidad en aras de la seguridad, el miedo es el alarido del animal cuando el dios compromete la seguridad en aras de la búsqueda de la satisfacción. El miedo es la revuelta del cerebro primario; la insatisfacción, la protesta del neocórtex. Cambiaremos o no en función de quien eleve más sus gritos de disgusto, o a quien atinemos nosotros a prestar más oídos. Pero creedme: si no intervenimos consciente y voluntariamente en este proceso, el cerebro primitivo tiene mucho mejores pulmones, y primará la búsqueda de seguridad. Y llegar a gritar más fuerte que él, en aras de la satisfacción y realización personal, es el logro de una vida entera de reflexión crítica y voluntad explícita contra nuestros automatismos más primarios y conservadores.

Lo más endemoniadamente rebuscado de este conflicto estriba en la capacidad del cerebro primario (el que llega a las primeras conclusiones: la información pasa primero por él) no sólo para imponerse al neocórtex, sino para convertirlo en su principal aliado y propagandista. Porque el neocórtex, que trabaja con la materia prima ya manipulada por el cerebro primario, si reflexiona sin autocrítica explícita y voluntaria se limita a convertir los alaridos primarios del miedo en refinados discursos racionales, estructurados y persuasivos, rebosantes de razones presuntamente objetivas pero ya amañadas desde el principio para reforzar nuestras conclusiones más inmovilistas decididas a priori por lo más primitivo de nuestro cerebro.

Por todo ello, de entrada la batalla está perdida. Amén del colaboracionismo involuntario del mismo neocórtex, su propia inmadurez (fruto de escasos milenios de presencia en nuestro cerebro) sucumbe con estrepitosa fragilidad a la visceralidad arrolladora de un cerebro primitivo que lleva millones de años rigiendo nuestra conducta.

Pero que de entrada la batalla esté perdida no quiere decir que no merezca la pena lucharla. Entre el negro de la derrota absoluta y el blanco de la victoria total del dios, se extiende la gama de grises en la que el humano divino puede acotar y moldear la previsible victoria de nuestros instintos primarios más conservadores. La batalla por la realización es una lucha a brazo partido contra los más básicos instintos de supervivencia. La hominización, la pugna entre los limitantes automatismos del instinto animal y los razonables delirios de autorealización de nuestra cognición más divina.

La semilla de la libertad humana es la humildad de aceptar la aclaparadora superioridad del animal que sacrificará, sin dudar, la realización en el altar de la supervivencia. La libertad humana estriba en aceptar este imperativo biológico… sin resignarnos a él. El ser humano no será omnipotente para eliminar de un plumazo millones de años de evolución priorizando los intereses del cerebro primario, pero si es libre (ineludiblemente libre), para acotar su victoria. Esta es la cárcel del libre albedrío, los límites de la infinita libertad humana, como los infinitos decimales posibles entre dos números enteros.

Günter Grass nos animaba a utilizar los raíles de la existencia para, precisamente, escapar de las limitaciones que esos raíles nos imponen. Y Vila Matas nos decía que las reglas del juego también están para jugar con ellas. Como dioses, el ser humano puede dar infinitas formas a su cárcel animal. No podemos rehuir la responsabilidad individual para adecuar confortablemente nuestra animalidad básica, tanto como nos sea posible. Prueba de ello, los miles de artistas, exploradores, aventureros, científicos, artistas, revolucionarios y filósofos que, con su desafío temerario a los instintos más timoratos de seguridad, alimento y procreación, nos han probado y siguen probando que se puede jugar a ganar la batalla perdida de la autorealización personal. Si la biología nos enseña a no sentirnos culpables por nuestro miedo al cambio, el Coaching añade que no ser culpable no quiere decir no hacernos responsables para acotar esos miedos en aras de nuestros sueños.

No ser omnipotentes no quiere decir que no seamos infinitamente libres para matizar nuestra limitante animalidad, siempre sedienta de presuntas certezas eternas y apócrifas seguridades por decreto ley. Por suerte, en nuestro limitado arsenal disponemos de dos armas definitivas: la meditación y el Coaching.

La meditación nos permite fortalecer el neocórtex a base de observar –sin involucrarnos- tanto los pensamientos automáticos del cerebro primitivo como en las triquiñuelas del neocórtex para engalanarlos con una pátina de legitimidad presuntamente objetiva y racional.

El Coaching cuestiona los automatismos conservadores del cerebro primitivo y las reflexiones superficiales del neocórtex a su servicio, refutándolas para permitirnos llegar a conclusiones que nos faciliten los cambios que deseamos en nuestra vida (que, seguro, conllevarán un cierto esfuerzo, inseguridad e imprevisibilidad). Recomiendo la entente cordiale entre la meditación y el coaching para dirigirnos en pos de nuestros más humanos, frágiles y ambiciosos sueños. Sin reflexión alguna, seremos dirigidos por nuestros instintos más primarios, pero con una reflexión superficial sin atisbo de autocrítica a nuestras creencias pasadas, sólo generaremos presuntas razones que nos autojustificarán la inmovilidad. Si queremos perder el miedo a implementar aquellos cambios que tanto deseamos, debemos reflexionar sobre nuestras reflexiones con espíritu abierto y crítico. De lo contrario, seguiremos pensando lo que ya pensábamos, ergo la “razón” seguirá siendo un obstáculo al cambio en vez de un aliado.

El animal humano nació para sobrevivir; el dios humano, para disfrutar de su existencia. Es nuestra responsabilidad elegir a cuál de los dos entregamos el mando. Nuestra es la elección que realicemos; sus consecuencias, también. O una vida de mera supervivencia acotada por el miedo, o la que siempre quisimos vivir. Tú eliges, pues tú serás quien disfrutará las consecuencias de tu elección.
Por Jose Antonio Peral Mondaza 12 de noviembre de 2020
Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
5 de agosto de 2020
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
5 de agosto de 2020
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
Show More
Share by: