De entre el cúmulo de contradicciones que conforman el ser humano, hay una que me llama poderosamente la atención: por un lado, la necesidad que tenemos de los demás; por otro, la facilidad con que nos irritamos con esos demás… sin los que ni queremos vivir ni, mucho menos, sabríamos sobrevivir.
Se acercan –o estamos ya- en unas fechas en las que esta contradicción aflora más o menos soterradamente en todas las celebraciones que se avecinan. ¿Os suenan comidas y compromisos familiares que acaban como el rosario de la aurora? ¿O celebraciones a las que acudimos sintiéndonos obligados, a regañadientes, en el mejor de los casos como corderitos dóciles camino del matarife? ¿O reuniones en las que no ocurre nada… pero a base de mordernos la lengua hasta sangrar?
1. ¿Por qué necesitamos tanto de los demás?
2. ¿Por qué, necesitandolos tanto, nos irritan tan profundamente?
3. Y si nos irritan tanto… ¿Por qué accedemos a verlos?
4. Y si accedemos… ¿Por qué lo vivimos tan mal?
Por suerte, todas estas preguntas tienen respuestas, y esas respuestas (de ser fruto de una reflexión honesta y autocrítica) pueden ayudarnos a vivir estas situaciones incómodas de una manera mucho más sincera, agradable, honesta… En dos palabras: madura y responsablemente
Empecemos por el principio: la principal causa de neurosis del ser humano estriba en la contradicción intrínseca que conlleva el a) Ser un animal de manada, que para sobrevivir necesita del resto un grupo amplio que garantice seguridad, alimento y protección b) Ser individuos con conciencia de su individualidad y con necesidades que van mucho más allá de esa seguridad, alimento y protección que la manada provee. Y esas necesidades extra nunca coinciden a la perfección con lo que atinan a ofrecer el resto de los individuos que conforman esa manada que, nos guste o no, necesitamos.
1. ¿Por qué necesitamos tanto de los demás?
Sigamos por lo siguiente: aceptemos que pocos humanos quieren vivir solos pero, absolutamente ninguno en la sociedad occidental, sabe hacerlo. NECESITAMOS DE LA SOCIEDAD PARA SOBREVIVIR: ninguno de nosotros sabe cazar ni producir prácticamente nada que no se compre con dinero o intercambios, circulamos por caminos o carreteras que no construimos nosotros, necesitamos que otros nos cuiden cuando estamos enfermos… y así hasta el 99’9% de lo que conforma nuestra vida cotidiana. Un proverbio xhosa dice. “Soy porque somos” y nosotros, judeocristianos individualistas, funcionamos igual… por mucho empeño que pongamos en olvidarlo.
Todo humano necesita de los demás para sobrevivir. Pero lo que aporta la manada… no es gratis. Tiene un precio que, como siempre, nos cabrea tener que pagar (recordad el post anterior: todos somos “ladrones existenciales” que queremos los “productos vitales”, pero no su precio).
2. ¿Por qué, necesitándolos tanto, nos irritan tan profundamente?
Y continuemos por donde toca: necesitamos a los demás para sobrevivir, pero nuestra individualidad humana requiere no de unos “demás” a secas… sino de unos “demás” concretos que piensen, sientan, actúen y hablen de unas determinadas maneras, ¿Verdad? Y aquí está el meollo del problema: mientras cualquier otro animal gregario acepta sin cuestionarse siquiera el precio por las prebendas de la manada (limitación de libertad, atender demandas no deseadas, negociación de espacios y condiciones, compromisos y acuerdos, etc.) el ser humano se rebela contra él. No sólo necesitamos protección, sino que nos protejan exactamente como estimamos correcto y que me lo demuestren de la manera que yo considero lógica, o justa o equitativa (o cualquier otro concepto patraña, presuntamente ético e imparcial, para enmascarar nuestra subjetividad engalanándola de ínfulas objetivas). El ser humano quiere (y consciente o inconscientemente, exige) que los demás HAGAN, SIENTAN, PIENSEN o HABLEN dentro de los parámetros de lo que ÉL DECIDE que es correcto. Y quien no lo haga así, nos irrita.
3. Y si nos irritan tanto… ¿Por qué accedemos a verlos?
Amén de la necesidad de protección de la manada y del deseo de que los demás se rijan por los parámetros propios de lo aceptable, el ser humano se ha inventado las obligaciones sociales para cohesionar los grupos. Rituales, celebraciones, festividades… que, si vivimos como imposiciones y no como elecciones, disgregan esos grupos que en teoría tratan de cohesionar.
4. Y si accedemos… ¿Por qué vivimos tan mal el hacerlo?
Pues por la misma razón por la que podemos caer en la depresión (focalizar nuestra atención en los aspectos negativos de nuestra existencia, eliminando todo lo bueno) o no somos capaces de motivarnos (focalizar la atención en el esfuerzo de conseguir un logro personal, eliminando los beneficios de hacerlo). Una vez decidimos limitar nuestra libertad accediendo a reuniones en las que no nos apetece participar, focalizamos nuestra atención en el presunto precio de hacerlo (aguantar a quien no nos gusta, escuchar a quien no queremos…) y nos olvidamos de los inmensos beneficios que obtenemos de hacerlo (cohesionar el grupo del que de alguna manera dependemos, evitar conflictos con algún miembro por no haber acudido, etc.)
¿QUÉ PODEMOS HACER?
Como ya sabemos por post anteriores, el ser humano es ontológicamente libre, y está condenado a elegir entre las posibilidades existentes (no la ideales, no las que yo he decidido que son justas en función de mis principios y conveniencias: entre las que hay). Y os garantizo: todas esas posibilidades tienen unos beneficios… pero también un precio. Y sé que jode, pero reitero: todo beneficio conlleva un precio. ¿Qué opciones tenemos ante estas “obligaciones familiares”?:
Utilizo mi libertad para no ir: sopeso los beneficios de no hacerlo y acepto el precio a pagar por ello. Reitero: puedo elegir no ir, pero no el precio que ello conlleve. Tan inteligente es ir como no ir: lo que ya no me lo parece tanto es decidir algo y quejarnos amargamente del precio que conlleve. Si de algo no te gusta el precio, sencillamente no lo compres.
Decido ir, y acepto que lo hago por motivaciones exclusiva y lícitamente EGOÍSTAS, por el beneficio que sacaré o el perjuicio que evitaré al hacerlo. No le hago un favor a nadie (más allá de a mí mismo) por decidir compartir mi tiempo con mi manada o con los que me consideran miembros de la suya.
NEGOCIO EL PRECIO A PAGAR. ¿Quiero multiplicar o dividir por 10 el precio a pagar? ¿Cómo elijo encarar la situación? ¿Qué me ayudará a llevarlo lo mejor posible? El presunto malestar por acudir ya es inevitable, pero… ¿Quiero aumentarlo o disminuirlo? ¿Quiero, además de dedicar mi tiempo a lo que no quería, que encima ello conlleve conflcitos mayores que los que quería evitar al acudir? Todos esto si está en mi mano.
Acepto ir, y al negarme a hacer el esfuerzo de aceptar el precio y/o intentar negociarlo a la baja enfocando la situación de maneras más inteligentes, elijo amargarme, arrojar gasolina sobre fuegos (los haya encendido yo o no) y colaboro activamente en crear o enconar conflictos .
Como os resultará obvio, yo os recomiendo una de las tres primeras opciones: o no voy, o voy reconociendo que lo hago por mi propio bien y, una vez aceptado, intento minimizar malestares y oportunidades de conflicto.
Pero, ¿CÓMO PODEMOS NEGOCIAR EL PRECIO? Os propongo tomar conciencia de varias obviedades que nos ayudarán a vivir mucho mejor estas situaciones y comprender que ni somos el centro del mundo, ni le hacemos un favor a nadie con nuestra presencia ni nadie está obligado a ser como a mí me convenga o parezca correcto:
Si decido ir a esa celebración es porque ME CONVIENE personalmente. No lo hago por nadie, sino por mis propios y legítimos intereses
Para disfrutar de ese beneficio propio, el precio es el de compartir un cierto tiempo con personas que HACEN, SIENTEN, PIENSAN y HABLAN de maneras que no tienen ninguna obligación de hacer coincidir con como YO, unilateralmente, he decidido que tienen la obligación de hacer, sentir, pensar y hablar.
Replanteémonos con un mínimo de honradez, generosidad y autocrítica: ¿Quién soy YO para exigir a los demás que HAGAN, SIENTAN, PIENSEN o HABLEN de acuerdo con mis estándares (legítimos, por supuesto, pero no por ello menos subjetivos y arbitrarios)?
Somos humanamente libres para elegir CON QUIEN nos relacionamos (y bajo qué condiciones y parámetros), pero no somos dioses para imponer nuestras maneras. Y mucho menos aún si, en el sumum de nuestros delirios, nunca nos hemos tomado la molestia de explicar esas maneras a los demás… con lo que, encima, deberían adivinarlas.
Somos libres para elegir con quien compartir nuestro tiempo, pero no de imponerle a esos con quienes lo compartimos que actúen como nos convenga o parezca correcto.
Estas fechas, si queremos, pueden ser una prueba para empezar a aprender la más difícil de las lecciones humanas: que ni los demás son lo que yo quiero que sean… ni yo soy quienes los demás necesitarían que yo fuera. Bienvenidos al tortuoso mundo de las relaciones humanas. La mayor necesidad humana y, por ello, la mayor fuente de satisfacción… y de dolor. De nuestras creencias y conductas depende que aumentemos o disminuyamos lo uno o lo otro.