“Al imbécil, le señalas la luna y mira el dedo”, proverbio zen.
Permitirme que termine el año como lo empecé: a bocajarro, sin mayores concesiones a la autocomplacencia que las inevitables . Se acaba el año, con la carga simbólica que abocamos tan cándidamente al cambio de dígito, y si hay una época fértil a las proclamas bienintencionados y los propósitos de enmienda es, precisamente, el final de cada año. Y no tengo claro si se debe a la mística del calendario, los efluvios del alcohol o la sobredosis de calorías obnubilándonos el entendimiento, pero el aquelarre se repite año tras año: reclamar para el año a estrenar todo un cúmulo de deseos que abarcan desde la salud a la riqueza pasando por la suerte o el amor. Y, obviamente, no hay nada malo en hacerlo. El desequilibrio no estriba en desear todo ello, sino en la manera de formular esos deseos: pidiéndolo personalmente “al nuevo año”, como si fuera algo con orejas para escucharnos y brazos para ponerse manos a la obra de conseguirnos todo eso que deseamos. Y en pasar más tiempo deseándolo que haciendo que suceda.
Yo, un año más, me niego a pedirle nada a nadie, mucho menos a entes que no existen más allá de nuestros delirios mitologizantes, pues hace años que dejé de creer en los reyes magos, la lotería, la constitución española y el “Año Nuevo”. Saramago escribió que “a los dioses sólo pido no pedirles nada nunca”, y yo me uno a su oración. Aunque me corrijo, si hay algo que pido para el nuevo año: integridad. Y a alguien en concreto: a mí mismo. El único al que puedo aspirar a que me haga el más mínimo caso.
Ni salud, ni dinero, ni amor a entes abstractos. Voy a limitarme a pedirme a mí mismo la madurez, responsabilidad, coherencia y sabiduría imprescindibles para ejecutar las conductas cotidianas que me ayudarán a conseguir, respecto a mis deseos, todo lo que esté en mi mano alcanzar. Dejaré de quemar incienso a los pies de las deidades a las que imploramos la realización mágica de nuestros deseos, reclamándoles el favor caprichoso del éxito, y me centraré en mi propia integridad para alcanzarlo.
Porque… ¿Qué es el éxito? ¿Y la integridad? ¿En qué se diferencian el uno de la otra? Y como absolutamente siempre: ¿Tiene alguna utilidad práctica el planteárselo? Estoy convencido que sí. Si tú también…
Desde la atalaya lúcida de las Nocheviejas que uno ya ha decidido no celebrar castigándose el hígado hasta la madrugada, vislumbro una miríada de ilusiones, proyectos y deseos que sueño con alcanzar a lo largo del año a estrenar. Escribir mi primer libro, ayudar a un amigo con una nueva empresa, duplicar clientes y formaciones, correr 10km en 45’, hacer más y pensar mejor, mimarme más de lo que nadie llegará a hacerlo nunca, amar a los que amo el doble y disfrutarlos el triple… Pero antes de finiquitar el viejo año ya he tomado la primera determinación del nuevo: no desperdiciar un solo segundo, cómodamente apoltronado, deseando todo esto que tanto anhelo. Escribió el economista James Ridderstrale que “Hoy, lo único que no se debe perseguir es el dinero. Como el amor, no se busca: llega como resultado de buscar algo más grande”. ¿Y qué puede ser más grande que mis más honestos y legítimos deseos? Sólo una cosa: mi compromiso irrefutable para hacer lo necesario para conseguirlos. Llegados aquí, toca ya definir qué es para mí el éxito y la integridad, y cuáles son sus diferencias esenciales. Y las consecuencias prácticas de centrarnos en el uno o en la otra.
El éxito podría definirse como la consecución de los resultados esperados al activar una conducta. El éxito es el resultado de restar a nuestras expectativas previas los resultados obtenidos, y en un resultado siempre intervienen (amén de nuestra determinación, planificación y acierto al concebir nuestras acciones) factores indiferentemente ajenos a nuestra influencia (azar, contexto, libertad ajena, biología, condicionantes sociales, etc.), por lo que el éxito nunca depende exclusivamente de nosotros mismos. Son tantos los condicionantes ajenos a nuestra influencia que intervienen en un resultado que basar nuestra autoestima en el éxito es toda una invitación a la infelicidad.
Por su parte, la integridad sería la congruencia entre intenciones y acciones. Consiste en poner las conductas al servicio de nuestros valores esenciales, libre y conscientemente elegidos. Al no estar relacionado con el resultado de nuestras acciones, sino con nuestra responsabilidad, honestidad y determinación de implementarlas, la integridad depende exclusivamente de nosotros.
Siempre me ha dado cierto repelús la mitología al uso del éxito, tan arraigada en las sociedades occidentales especialmente darwinistas (y en según qué acepciones particularmente miopes del Coaching), empeñadas en dividir sibilinamente la sociedad en ganadores a los que idolatrar entre babas y perdedores a estigmatizar tras maldisimuladas muecas de aversión. Particularmente repugnante se me vuelve el concepto de éxito al asociarlo a sus connotaciones más clasistas de dinero, famoseo mitómano, glamour fantasmoide, notoriedad de papel couché y chafardeos cazurros. Pero incluso en sus acepciones moralmente menos ofensivas (“El éxito es fácil de obtener: lo difícil es llegar a merecerlo”, A. Camus; “Vivir como uno desee: sólo eso merece llamarse éxito”; C. Morley), obsesionarnos con el éxito me parece un mal negocio y una peor apuesta. Por dos razones principales: primero, porque no depende exclusivamente de nosotros, y nunca me ha gustado apostar a caballos que yo no monto; segundo, porque nos puede llevar a pasar más tiempo deseándolo (con ese anhelo, entre contemplativo y pedigüeño, con el que imploramos inermes que nos toque la lotería) que construyéndolo con nuestras propias manos y afanes.
Por razones inversas, me he hecho ferviente devoto (más o menos practicante, que quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra) de la Integridad. Hablando de otra cosa, Jonan Fernández (fundador de Elkarri) resumió mi acepción de integridad con estas palabras: “Cuando luchas por algo, no debes proponerte conseguir ese algo. Ese es un enfoque de tu aspiración desde la soberbia: te crees un Dios que se ha propuesto una meta y, si no la consigues, te frustras. Lo humilde es lo efectivo: no debes proponerte un objetivo cuando no depende de ti, que es casi siempre, porque si no lo logras, te hundes. Sólo debes proponerte crear las condiciones que lo hagan posible. Y eso si que sólo y SIEMPRE depende exclusivamente de ti”.
El éxito estriba en conseguir; la integridad, en hacer. La integridad se escribe en insoslayable primera persona y está emparentada con la honestidad para con uno mismo; el éxito, en plural y en relación a casuísticas que escapan a nuestra influencia directa. El éxito es chillón, luce palmito y acapara galones sociales; la integridad es discretísima, humilde y honesta, aparentemente clandestina a ojos ajenos.
Y lo más importante, tal y como lo escribió Jonan: más humilde… y más efectiva. El argumento definitivo en favor de centrar nuestras ilusiones en conservar la propia integridad no estriba en que dependa exclusivamente de nosotros, sino en que al impulsarnos a hacer lo que nos hemos comprometido a hacer para conseguir nuestro objetivo, multiplica exponencialmente las posibilidades de éxito. Dos pájaros de un tiro: no sólo asegura nuestra autoestima, al circunscribir nuestra satisfacción a factores que dependen por entero de nosotros (nuestras propias conductas) sino que, de rebote, aumenta las posibilidades de conseguir ese éxito que ya no necesitamos –aunque sigamos prefiriendo, por supuesto- para sentirnos realizados. Como el dinero o el amor según Ridderstrale, el éxito llega como consecuencia de perseguir algo más elevado: nuestra propia integridad.
Nos equivocamos olímpicamente al centrarnos en amar más lo que deseamos que a nuestra propia determinación por conseguirlo. El éxito es el dedo… la integridad, la verdadera luna. Gran parte de nuestro éxito – si, qué paradoja- depende de no confundir, como el imbécil del proverbio zen, el dedo con la luna.
No hay más dios que la integridad, y la coherencia es su profeta. Os deseo que os dejéis llevar por ellos hasta el paraíso de este año que empezará en unas horas, que os deseo de corazón que acabéis convirtiendo en vuestra tierra prometida. Lo que sin duda ocurrirá, si escogéis el profeta adecuado. Y no os cansáis de seguirlo hasta llegar… cuando hayáis consumido los kilómetros que hasta ella os separaran, no cuando los caprichos de la impaciencia o la pereza lo exijan.
Para este 2016, os deseo un feliz éxodo hasta la mejor versión de vosotros mismos. Exclusivamente, de vuestra integridad depende. Menos resultadismo y más coherencia.