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Si has leído los últimos tres artículos del blog, estaremos de acuerdo en que: Todos buscamos la felicidad. La felicidad se basa en satisfacer, con frecuencia e intensidad, aquello que nos motiva profundamente. Aquello que nos motiva profundamente son nuestros valores esenciales. Reflexionando y comparando nuestras reflexiones con nuestras conductas cotidianas, podemos tomar conciencia de hasta qué punto nuestra vida responde a nuestros valores. La felicidad es la consecuencia ineludible de adecuar conductas a valores o valores a conductas. Hasta aquí fácil, aunque largo de trabajar, ¿Verdad? Pero… ¿Qué hacemos si descubrimos que, entre los valores que nuestra felicidad requiere, aparecen algunos presuntamente irreconciliables? ¿Cómo me lo monto si, al mismo tiempo, preciso tranquilidad y aventura, previsibilidad y sorpresa, soledad y familia, libertad y compañía, poligamia y fidelidad, altruismo y negocio o seguridad y ambición? El maldito refranero, tan carca como siempre, carga contra nosotros una vez más al intentar adoctrinarnos con otra de sus sandeces lapidarias: “No se puede sorber y soplar al mismo tiempo”. Pero… ¿Realmente no se puede? ¿Escoger siempre conlleva descartar? He trabajado con decenas de clientes cuya confusión emanaba de este tipo de conflicto de valores. Toda toma de decisiones conlleva un estira y afloja subterráneo entre valores enfrentados. Y a estas alturas ya sabemos que elegir conlleva millones de potenciales descartes, y es por ello que una de las ideas transversales de todo el blog es que toda elección conlleva tanto unos beneficios como, ineludiblemente, un precio. Pero este precio… ¿Se puede regatear? Y en caso afirmativo… ¿Cómo hacerlo? Empezaré por lo más sencillo: afirmar que si. Como en cualquier tipo de negociación, todo precio bien puede ser matizable. Con una actitud flexible, amplitud de miras, conociendo nuestros valores esenciales y entendiendo lo que realmente queremos al desear aquello que deseemos, podemos negociar (hasta cierto punto) el precio a pagar por nuestras decisiones. El quid de la cuestión radica en cómo hacerlo… Y para explicar el cómo negociar para armonizar valores presuntamente excluyentes, dejadme ofreceos mi propia experiemcia personal. Hace 9 años pude presentarme por última vez a la convocatoria de unas becas AECI. A mis 34 años (fecha límite establecida en las bases), quedé preseleccionado junto con otra persona para dar clases de lengua, literatura e historia hispánicas por la West Indies University (Trinidad y Tobago). Por aquel entonces, mi sueño dorado era vivir en el Caribe dando clases y, al mismo tiempo, dedicándome a una tesis doctoral sobre literatura afroamericana. ¡Era la ocasión soñada! Un trabajo bien remunerado, en un lugar mágico y con tiempo para estudiar y escribir en uno de los países sobre los que quería trabajar y codeándome con expertos en la materia sobre la que quería estudiar. Pocas veces en mi vida sentí que utopía y realidad eran prácticamente sinónimos… La resolución final tardaría unas semanas (la Universidad de Trinidad debía elegir entre mi expediente y el de la otra persona preseleccionada), y yo pensaba que esta espera sería el monotema que colapsaría mi atención. Pero la suerte, dios, el diablo, los dos a la limón o ninguno de ellos me tenían reservado uno de esos azares que nosotros, en nuestro infinito egocentrismo, significamos como un giro dramático imprevisto: justo mientras esperaba la respuesta de mi vida, la de mi padre fue puesta en vilo por un infarto con toda la pinta de ser definitivo. Imagino que no hace falta que os explicite mi violento conflicto de valores: por un lado, la aventura, la distancia, la realización personal, la sabiduría, la ambición vital, la novedad, la sorpresa, la incertidumbre; por el otro, el compromiso personal, la fidelidad a la familia, el amor filial. Por un lado, mi padre entre la vida y la muerte y mi familia necesitándome más que nunca; por otro, con un 50% de posibilidades de estar a dos meses de poder embarcarme en el más eufórico de mis sueños. Nunca imaginé encontrarme en una situación que me obligara a escoger (ergo descartar) entre valores tan profundamente fundamentales. Pero si: de la misma manera que la buena ficción ha de parecer real para creérnosla, la buena realidad ha de parecer ficción para merecer vivirla. A ratos se me antojaba estar viviendo una novela y que alguien se estaba divirtiendo mucho al escribirla, sobre todo mi abrumado personaje. Porque hasta los ateos tenemos delirios puntuales sobre divinidades (en mi caso literarias, pero deidades a fin de cuentas). Al cabo de unos días, y sin tener todavía noticias de la resolución de mi beca, mi padre empezó a estabilizar sus constantes. Y las predicciones imprecisas del equipo médico fueron transformándose poco a poco en diagnósticos concretos: mi padre sobreviviría a este envite, pero los daños a su corazón acabarían pasando factura en un futuro que los médicos establecían, sin poder precisar más allá de la mera especulación, en no muy lejano. La alegría de saber que podríamos mimar a mi padre unos meses / años más, pronto se vió matizada por la afilada sombra de mis interrogantes. ¿Qué hago? La beca era de tres años… ¿Me voy, y dejo a mi padre en la última etapa de su vida? ¿Me quedo y renuncio a lo que llevaba persiguiendo 7 años seguidos (o una vida entera) y representaba la culminación de todos mis utopías? Tenía que decidir. Y no tenía ni idea de qué decidir, pero sí que quería hacerlo bien. Y antes de decidir el QUÉ, tenía que decidir el CÓMO, el PORQUÉ y el PARA QUÉ. Antes de decidir si me iba o me quedaba, tenía que aclararme los criterios y las condiciones de mi decisión. Y decidí que antes de decidir, para evitar esos victimismos gratuitos y dramitas de opereta bufa a los que somos tan propensos, debía poner varios puntos sobre diferentes íes: 1. Decidiera lo que decidiera, sería feliz con mi decisión. Si decidía quedarme, me repetiría hasta convencerme que lo mejor que podía hacer por mi padre era estar a su lado en sus últimos tiempos; si decidía irme, haría todo el autoproselitismo que hiciera falta hasta convencerme que lo mejor que podía hacer por mi padre era ir en pos de mis sueños, no hacerle sospechar que estaba aguando mi vida por él y dedicarle en la distancia desde mis logros intelectuales hasta la última de mis carcajadas. 2. Decidiera lo que decidiera, lo haría exclusivamente por mi propio bienestar. No negaré que, por momentos, me seducían un par de ideas tan apócrifas como tentadoras: la primera, pensar que no había elección (“tenía” que quedarme por obligación moral, para así librarme del vértigo de la responsabilidad que la libertad de elegir conlleva); la segunda, sentir que me sacrificaba por mi padre (a ratos, al pensar en mi presunto martirio, hasta escuchaba sonar trompetas y veía a las multitudes quemando incienso a mis pies para venerar la magnitud de mi sacrificio). Por suerte, no me permití creerme ninguna de estas dos patrañas. Desde el principio me repetí machaconamente que, hiciera lo que hiciera, lo haría por razones insoslayablemente egoístas. Tanto si me iba como si me quedaba, lo haría por mi propio bienestar, mi autoestima y para lo que todos hacemos todo lo que hacemos: llevarme bien conmigo mismo, respetarme y poderme mirar al espejo. Esta fue la primera vez que, con más intuición que certezas (todavía estaba lejos de saber lo que ahora sé sobre el tema), apliqué las actitudes que describí en los tres post anteriores sobre valores y decisiones. Pero en aquella ocasión adopté otra determinación: 3. Renunciara a lo que renunciara, me confabularía para intentar compensar lo descartado. Cierto, estaba en una situación en la que tenía que elegir entre soplar y sorber (cuando mis instintos de niño mimado me exigían querer hacerlo todo al mismo tiempo), y me costaba horrores aceptar que debía renunciar a algo de lo que estaba en juego. Tenía que sacrificar la proximidad a mi padre en el altar de Trinidad y Tobago o viceversa, y tan inaceptable me parecía un descarte como el otro. Para salir del frontón desquiciante en el que tan fácil resulta caer en estas elecciones tan irreconciliables, me confabulé conmigo mismo para reducir el precio a pagar a la mínima cantidad posible. Acepté que pagar tendría que pagar, pero que podía elegir entre pagar mucho o pagar poco (o entre muchísimo y bastante). Con el tiempo, me he dado cuenta que utilicé varias técnicas que hoy propongo a los clientes que se pierden en este tipo de laberintos. Entre otras cosas, me dediqué a: a) Auditar las creencias relacionadas con cada valor. Todo valor se sustenta sobre un conjunto de creencias que los refuerzan y nos empujan a priorizarlos sobre otros (si tengo como valor esencial la estabilidad, seguro que albergo creencias del tipo “cuidado, las cosas pueden ir a peor” o “mejor malo conocido…”; si tengo como valor esencial la aventura, seguro que albergo creencias del tipo “el aburrimiento es horrible”, “en la variedad está el gusto”, etc.). Como vimos en post anteriores, las creencias son subjetivas y arbitrarias y, por lo tanto, perfectibles y adaptables a nuevos contextos. En mi caso, empecé a replantearme: “¿Es que acompañar a alguien en sus últimos años sólo puede hacerse desde la proximidad física?” “¿Sólo puede hacerse un doctorado en literatura afroamericana en América?” b) Redefiniendo condiciones de satisfacción de esos valores. Cuando nos sentimos satisfechos o insatisfechos frente a unos valores, lo hacemos comparando lo que vivimos con unos baremos (casi siempre, implícitos) que marcan los mínimos aceptables. Podemos sentirnos satisfechos escrutando esos baremos y adaptándolos a las particularidades de una nueva situación. “Si, quiero vivir en una aventura pero, ¿Tiene que serlo todos los días? ¿Sólo vale si son tres años seguidos?”. Y al revés: “Para estar acompañando a mi padre, ¿Tengo que estar siempre cerca?” “De quedarme, ¿Lo estaré siempre?” c) Puenteo de valores. Recordad de post anteriores: No nos conviene confundir el dedo con la luna. Al yo sentir que quería irme a Trinidad y Tobago, ¿Qué era lo realmente quería al quererlo? Como ya he dicho: aventura, sabiduría, interculturalidad, desarrollo personal, cambio. Esto era lo que me motivaba, no el hecho en sí de vivir tres años en Port of Spain. Una vez aclarado, las preguntas se dibujaron casi solas: “¿Es que estos valores sólo pueden vivirse allí? ¿Qué podría hacer, si decidiera quedarme, para vivir en Cataluña el máximo de esa aventura, sabiduría, interculturalidad, desarrollo personal, cambio, etc.? Y a la inversa, al querer quedarme junto a mi padre, lo que yo realmente quería era sentirme congruente, amar, devolver lo recibido, etc. Y las preguntas obvias: “¿Es que estos valores sólo podría vivirlos aquí?” “¿Qué podría hacer, si decidiera irme, para sentirme congruente, amar y devolver lo recibido?” d) Reestructurando marcos temporales para hacer huecos vitales puntuales a los otros valores. Evidentemente, soplar y sorber no se puede hacer exactamente en el mismo momento, pero… ¿Qué impide hacerlo sucesivamente, una cosa tras la otra? Aplicado a mi ejemplo: “¿Es que uno sólo puede irse a vivir fuera mediante una de estas becas que ya no podría volver a pedir?” Además, según como fuera la salud de mi padre, no podría primero irme 3 años y luego acompañarlo, pero… “¿Y al revés? ¿Por qué no puedo irme a esos doctorados y países después de haber satisfecho mis deseos para con mi padre?” “¿Qué me lo podría impedir, si así me diera la reverenda gana?” Gracias a estas estrategias, yo ya había decidido como vivir mi decisión antes de haberla tomado. Al cabo de unos días, con mi padre todavía en el hospital y cuando ya había decidido quedarme (las dos últimas preguntas fueron rotundamente decisivas), llegó un mail del ministerio de asuntos exteriores con la respuesta definitiva. Recuerdo a punto de abrirlo en casa de mi mejor amigo (por supuesto, la calidad de la novela exigía tan adecuado escenario), dudando de qué quería que me comunicara. Por un lado me hubiera encantado que dijera que si, para sentir que era yo quién renunciaba y realzar el valor de mi decisión; por otro lado, quería que me dijera que no, pues temía que un si me hubiera hecho dudar y recomenzar el doloroso proceso de decidir. Si hubiera sido por mí -todavía hoy, 9 años después-, tal vez estaría dudando en si abrirlo o no y qué desear. Por suerte, ese mejor amigo viene a llamarse Jordi Magallón, y pronto me quitó el ratón de las manos (al aristocrático grito de: “Venga ya, a tomar por… tanta tontería”) para clicar en el correo y acabar con el melodrameo wodyalleniesco al que yo era tan adicto. Alea jacta est: la West Indies University había elegido a la otra persona. No había más que pensar: la contundencia irrefutable de los hechos consumados acabó con el vaivén chiquitesco de mis dudas. ¿Definitivamente? Creo que el hecho de estar escribiendo sobre ello tantos años después prueba a las claras… que no. Sin entrar en anecdotario biográfico sin categoría alguna más allá del mero chafardeo, dejadme contaos como sigue acabando hoy esta historia. Pude disfrutar de mi padre durante varios años más, y no pasa un sólo día de mi vida en que me congratule de haberlo hecho. Amén de disfrutar de mi tiempo con él (con esa intensidad que sólo se consigue con la conciencia de la finitud de aquello que pronto no se podrá volver a hacer), intenté vivir mis valores desechados al quedarme. Al decidir quedarme por muchos años, me mudé de Sant Andreu de la Barca a Barcelona (que ni estará lejos ni será el Caribe, pero qué maravilla de ciudad), empecé a rodearme compulsivamente de amigos de cuantas más nacionalidades mejor, me puse a estudiar no un doctorado en literatura afroamericana, pero sí una retahíla de masters de lo más variopintos (desde Inmigración a Cooperación Internacional pasando por Coaching, PNL, Inteligencia Emocional…). También aprendí historia y empecé a compartir mi país (su historia… y su gastronomía y sus vinos, especialmente) con personas curiosas que venían a conocerlo más allá de postalitas y topicazos. Y lo más importante: me confabulé para aportar a mi cotidianidad discreta toda la intensidad, aventura, variedad y aprendizaje que mi miopía me hizo pensar que sólo podría vivir en Trinidad y Tobago. ¿Qué hubiera sido de mi vida si me hubieran elegido para este proyecto y yo lo hubiera aceptado? ¿Quién sería hoy? No puedo tener ni la menor idea, pero si sé quién no sería: el que ahora soy. Ni yo estaría escribiendo esto, ni tú leyéndolo. Y tal vez esto no justifica todo lo que nunca sabré que perdí al no vivir en Trinidad… pero aporta su granito de arena, junto a los miles de momentos y personas maravillosas que he vivido en Cataluña desde entonces (y que, de haber marchado, ni sospecharía haberme perdido). Me alegro enormemente de que tú estés ahí ahora, y yo aquí. Por dos razones: primero, porque genuinamente lo hago. Segundo, porque no hay más narices. Esta experiencia tal vez fue la semilla de mis aprendizajes actuales. Como mínimo, me sirvió para aprender que se puede sorber y soplar… casi al mismo tiempo. Porque, en la vida, por muy caliente que se nos presente un plato, no hace falta ni quemarse… ni quedarse con hambre. Sabiendo cómo sorber y soplar, claro. Te invito a aprender a hacerlo.
Imagínate que fueras un padre de familia, con una pareja encantadora a pesar de la erosión pasional de los años, con unos hijos a los que adoras y una vida que, no por predecible, resulta menos agradable. Imagínate que, de pronto, reaparece en tu vida un antiguo amor de adolescencia que, con los años, mantiene intacta su belleza y la experiencia ha multiplicado exponencialmente su encanto. Imagínate que vuelves a revivir lo que creías más que muerto, te enamoras como el adolescente que fuiste y te sientes sitiado entre interrogantes afilados como guillotinas. ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo correcto? ¿A quién traiciono: a mi familia o a mí? ¿Cómo ser un buen padre y pareja y no por ello tirar por la borda mis sueños? ¿Qué ejemplo daré a mis hijos si cambio? ¿Y si no lo hago? E imagínate que, siendo Coach personal, te llega esta persona como cliente pidiéndote consejo sobre qué decidir. No sólo es un cliente, también es un amigo de décadas al que hacía unos años le tenías perdida la pista, pero no los afectos. Y además, vive a miles de kilómetros de distancia, por lo que ni puedes visitarlo como Coach ni acompañarlo como amigo, y sólo podrás comunicarte con él por mail y skype. ¿Os habéis visto en una situación como la de mi cliente? ¿Qué haríais? ¿Cómo decidiríais qué hacer? Quiero compartir con vosotros la carta que le envié para intentar ayudarle a tomar la decisión que mejor le permitiera seguir con su vida. Y quiero hacerlo para mostraror un ejemplo práctico de cómo aplicar, en una situación concreta, las técnicas de toma de decisiones que he compartido contigo en los últimos dos posts Entre el sentimiento y la razón: el arte de decidir… con valor y Valor y precio de los valores. Querido amigo: Creo que puedo ayudarte desde dos perspectivas: Como Coach y como Amigo. Como Coach yo no aconsejo, así que te haría preguntas para que tú encontraras tus propias respuestas. Pero poco puedo dialogar contigo en un mail. Como amigo, puedo compartir contigo lo que yo pienso al respecto, para que cojas de mi experiencia y mis ideas lo que te venga bien y hagas con ello lo que buenamente te plazca. Así que te propongo: te escribo como amigo ahora y, si quieres, te atiendo como Coach este fin de semana por Skype. Pues como amigo, puedo compartir cotigo como yo lo enfocaría: 1. Antes de empezar siquiera a plantearte respuestas, vigila –y mucho- qué tipo de preguntas te haces. Yo de ellas eliminaría verbuchos y palabrejos tales como: a) “Deber”, “tener que” o cualquier otro que conlleve el más mínimo sentido de obligación. No te intentes engañar: estás en una situación en la que debes elegir, y de nada te servirá intentar camuflar tu responsabilidad bajo supuestos imperativos morales. Como te desarrollaré más adelante, eres impepinablemente libre, y en tu decisión ejercerás tu libertad… lo quieras o no. b) “Lo correcto”…como si hubiera una manera universal y apersonal de decidir. “Lo” correcto no será otra cosa que lo que TÚ consideres correcto en función de unos criterios y prioridades que sólo TÚ puedes establecer. Y esos criterios, para adaptarse como un guante a tu vida, han de ser insoslayablemente personales e intransferibles. Ni a ti te servirán los de los demás, ni a los de los demás los tuyos. c) “¿A quién traiciono?” Pues a nadie: aquí no estamos hablando de honrar pactos sagrados sino de tomar las decisiones más pertinentes. Y, dado el contexto (enamorado de tercera persona / familia e hijos), causen el mínimo daño posible en primera y tercera persona. Si la elección se reduce a traicionarte a ti o a tus seres queridos, ni sueñes con sentirte bien. Es tu propia pregunta, y no la situación, la que te condenaría al sufrimiento decidas lo que decidas. Respecto a la cuestión en concreto… a) No sé como ser buen padre y pareja, pero si sé dos maneras de acabar siéndolo pésimo: Una, sintiendo que has destrozado tus sueños por ellos. Créeme, todos acabamos pasando cuentas, echando en cara todo aquello que nos sentimos “forzados” a hacer por los demás (voluntaria o involuntariamente, consciente o inconscientemente), y ésta es la mejor manera de envenenar una relación (y más aún, la de pareja y familia). Y dos, no siendo tú mismo feliz. No hay peor ejemplo para tus hijos que el de sentirte un amargado anegado en resignación mal llevada y envenenado por reproches propios y ajenos. No hay fórmula mágica para enseñar a nuestros hijos a ser felices, pero sí para enseñarles a ser unos mediocres: dándoles ejemplo de inconsecuencia e impotencia vital. Ser uno feliz no es garantía de que nuestros hijos lo serán, pero si condición sine qua non. Créeme si te digo que la mejor inversión en su felicidad es invertir en la tuya propia. Aquí los interrogantes son: Si decides renunciar a tu pasión por tu familia, ¿Podrás ser feliz? ¿Te respetarás a ti mismo? ¿Serás capaz de NO tenérselo en cuenta JAMÁS? Cuando en la adolescencia tus hijos pongan distancia contigo o vayan a su bola como todos hemos hecho, o si sus elecciones y modos de vida no se corresponden con lo que tú querrías que tuvieran (por su bien, o por el tuyo)… ¿Serás capaz de no reprocharle tus “sacrificios” pasados ni coartar su libertad con ellos? Si la respuesta es “Sí, sería capaz”, entonces plantéate si priorizar la estabilidad de la familia sobre tu pasión; si la respuesta es “No, se lo acabaría teniendo en cuenta”, entonces ni empieces a hacerlo. b) Si decidieras renunciar a tu pasión por no dañar a tu actual pareja (a la que me cuentas que todavía quieres inmensamente, aunque con un amor más fraternal que erótico), ¿Serías capaz de no tenérselo en cuenta si alguna vez, en una situación parecida, ella decidiera no decidir cómo tú e ir en pos de la pasión que tú ahora libremente te niegas? Uniendo el tema de tu pareja y tus hijos, permíteme admitir que no tengo ni puñetera idea de cual es el entorno familiar adecuado para la felicidad de tus hijos, pero si sé cual sería el peor de todos: Que sientan que sus padres se odian a muerte, que cada vez que se encuentran es un fusilamiento de miradas, un duelo de odio mal contenido y peor disimulado. Aquí la pregunta es: ¿Serás capaz de sacrificar tus sueños sin odiar a quien te ha “obligado” (las comillas no son casuales, ni mucho menos) a hacerlo? ¿Podrás renunciar a tu pasión y no culpar a tu pareja actual de desvelar tus sueños? ¿Podrás quedarte con ella y no recriminárselo cada segundo que la veas, verbal o no verbalmente, directa o sutilmente? Igual que antes, si la respuesta es: “Sí, seré capaz”, plantéate la respuesta; si la respuesta es “NO, la odiaría a muerte”… Match-Ball, ni sigas pensando. c) No tengo ni idea de qué te conviene decidir, pero si de qué no: AQUELLO QUE TE HAGA SENTIR PEOR. Y en esta decisión, te aconsejo apartar topicazos y clichés sobre la generosidad y el sacrificio. Sartre dijo que “Estamos condenados a ser libres” (no podemos no elegir, incluso jugar a no hacerlo es ya una elección… tan libre y de la que somos tan responsable como de cualquier otra); yo añado que “Estamos condenados a ser Egoístas“. Todo lo que hagamos, lo haremos porque pensamos que nos hará sentir mejor – o menos mal- a nosotros mismos. Libérate de complejos judeocristianos de martirología manida y atrévete a reconocer que ELIJAS LO QUE ELIJAS, LO HARÁS POR TU PROPIO BIENESTAR. Si decides ir por tu sueño, lo decidirás porque en el balance final creerás que pesará más el HABER de tu pasión que el DEBE de dejar atrás tu actual relación de familia; Si decides mantener tu estructura familiar como si nada hubiera pasado, lo harás porque en ese balance final te pesará más el DEBE de tu estructura familiar actual que el HABER de tus sueños. Decidas lo que decidas, lo decidirás por y para ti, aunque lo decidas basándote en la repercusión de tus actos en los demás. No te cuentes milongas (o sí, pero ni por un segundo te las creas): si decides priorizar lo que crees que causaría menos dolor a tu pareja y/o hijos, en el fondo no lo harás por ellos, sino POR TI, pues su presunta “infelicidad” te resultaría A TI insoportable. Tú tienes hijos y yo no, así que qué te voy a contar que no sepas mejor que yo: ¿Quién disfruta más los regalos que les haces, ellos o tú? ¿A quién hace más feliz una carcajada suya, a ellos o a ti? ¿A quién le duele más un dolor suyo, a ellos o a ti? No hay sentimiento más egoísta que el amor, e imagino que no hay amor más grande que el de un padre o una madre por sus hijos. Ergo… Me permito aconsejarte también: tomes la decisión que tomes, no la lastres con victimismos propios o ajenos: a) Si crees que MANTENER TU ACTUAL ESTRUCTURA DE FAMILIA te AMARGARÍA MÁS de lo que te endulzaría ir en pos de tu pasión y decides quedarte, SERÍAS UNA MIERDA DE PADRE Y PAREJA, y de quedarte amargado tu presencia les restarías mucho más de lo que sumaría. QUEDARTE CON ELLOS PARA RESTARLES MÁS DE LO QUE LES SUMAS… ¿Al precio de no vivir tus sueños? Para ese viaje, no hacen falta alforjas… b) Si crees que CAMBIAR TU ACTUAL ESTRUCTURA DE FAMILIA te AMARGARÍA MÁS de lo que te endulzaría vivir tu pasión y decides lanzarte en pos de tus sueños… PUES SERÍAS UNA MIERDA DE AMANTE, y mejor (eróticamente) no amar que amar mal. IRTE PARA NO APROVECHAR TU NUEVA VIDA… ¿Al precio de sentir que abandonas a tu familia? Para este viaje, ya no hace falta ni burro… c) Te aconsejo que te lo plantees NO desde el ¿A QUÉ RENUNCIO: A MI PASIÓN O A MIS HIJOS? ¿QUÉ ME AMPUTO: MIS SUEÑOS O MI SATISFACCIÓN POR SER EL PADRE QUE QUIERO SER?, sino desde el ¿CON QUÉ VOY A LLENAR MÁS MI VIDA: CON MI PASIÓN O CON MI ACTUAL FORMATO DE FAMILIA? ¿QUÉ VA A DAR MÁS SENTIDO Y SATISFACCIÓN A MI VIDA? Si te fijas en lo que te APORTARÁ cualquiera de las dos elecciones, elijas lo que elijas serás feliz; Si te fijas en lo que te QUITARÁ cada opción, te garantizo una profunda infelicidad decidas lo que decidas d) Pero amigo, eso si: DECIDAS LO QUE DECIDAS, UN PRECIO TENDRÁS QUE PAGAR, ALGO PERDERÁS, y tendrás que aprender a vivir con el peso de esa pérdida. Si eliges quedarte igual, descartarás reeditar esa pasión con la que sueñas; si decides irte, descartarás ese rol familiar para con el que te sientes tan obligado. Es lo que tiene elegir, es lo que tiene ser humano: cada elección que hagamos… conlleva millones de descartes (elegir lo que hago = descartar los MILLONES de cosas que podría hacer…). Ni se te ocurra cometer la sandez de intentar comprar uno de los dos productos… y no pagar el precio que cada uno lleva en la etiqueta. Hacerlo se llamaría robar, y quien roba se llama chorizo (en este caso, existencial, pero chorizo al fin). CONCLUYO, QUE SE NOS HACE TARDE… a) LA SABIDURÍA DE TU DECISIÓN NO RADICARÁ EN LAS RESPUESTAS QUE ENCUENTRES, SINO EN LAS PREGUNTAS QUE TE HAGAS. UN TIPO DE PREGUNTAS TE CONDENARÁ DE ENTRADA AL DOLOR; OTRO, A LA PAZ (independientemente de la respuesta). Si tus preguntas son del tipo “¿QUÉ BRAZO ME ARRANCO PARA SIEMPRE, EL DERECHO O EL IZQUIERDO?, cualquier respuesta te generará desde TRISTEZA soportable hasta DOLOR INSUFRIBLE . Si te preguntas sobre amputaciones… ¿Cómo no vas a sentirte manco, de un brazo o de otro? ¿Y cómo narices puede uno ser feliz pensando que se tiene que arrancar un brazo? De cajón… Si tus preguntas son del tipo “¿QUÉ BRAZO DECIDO PRIORIZAR, QUÉ BRAZO ME HARÁ MÁS FELIZ UTILIZAR AHORA, EL DERECHO O EL IZQUIERDO?, te respondas lo que te respondas, te generará desde una MELANCOLÍA asumible a una PAZ ILUSIONADA. Y lo más importante: este tipo de pregunta habilita otras de verdaderamente cruciales y potenciadoras. Una vez elegido un brazo, ¿Qué puedo inventarme hacer para atender lo máximo posible el brazo descartado? Si me quedo en familia, ¿Qué puedo hacer, dentro de lo posible dado el contexto elegido, para vivir con pasión?; Si decido cambiar, ¿Cómo puedo ejercer de padre y expareja lo mejor posible? b) No confundas sacrificio con cobardía, ni apasionamiento con impulsividad. No es lo mismo altruismo que adicción a la seguridad. Créeme si te digo que no te conviene hacerte trampas al solitario, por mucho que en el momento te alivie como justificación. Elije en función de TUS VALORES PRIORITARIOS (y claro, antes, entérate bien de cuáles son) y no te olvides que cada valor demanda un precio por vivirlo: Si eliges seguridad, no te quejes de falta de pasión o exceso de previsibilidad; si eliges aventura y pasión, ni se te ocurra quejarte de la incertidumbre y los posibles riesgos que conlleve. Repito: tú eliges el producto, no el pagar el precio en el que estén tasados. ¿Me equivoco si adivino que tú, como yo, quieres el producto pero sin pagar su precio? Probablemente no… Amigo más que cliente, decide, pero decide por ti. Para ti. Recuerda que la primera obligación de un padre es demostrarles a sus hijos, con su propio ejemplo, que la vida es una aventura digna de vivirse. Y que la congruencia entre valores y acciones es el pórtico a la autenticidad, y ésta a la felicidad. Y que sean lo que sean en la vida, su misión en ella es ser tan felices como puedan para contagiar su felicidad a sus seres amados. Recuerda que no educamos con discursos, sino por los modelos y conductas que les ofrecemos. Si tanto te importan tus hijos, atrévete a preguntarte: ¿Qué modelo quiero ser para ellos? Elígelo conscientemente… y encárnalo en tu decisión. Y disfrútalo con el orgullo que se merece: es tu decisión, la de un humano limitado e imperfecto, pero íntegro y valiente como para pagar, con una sonrisa, el precio de sus decisiones.
“Al imbécil, le señalas la luna y mira el dedo”, Proverbio japonés “Sólo el necio confunde valor y precio”, refranero castellano En el post anterior sobre toma eficiente de decisiones, vimos que una de las patas son las emociones, de las que ya hablé El Lujo del Pesimismo. De la otra pata, los valores, pretendo hablar aquí para ayudar a comprenderlos y utilizarlos a la hora de dar forma a nuestras decisiones en particular y nuestra vida en general. Reputación, Originalidad, Comodidad, Solidaridad, Seguridad, Salud, Superación o Familia son algunos ejemplos de los miles de valores que pueden guiar nuestra existencia. Pues eso son los valores: la brújula que guía nuestras conductas, objetivos, preferencias y modus vivendi. Seamos o no conscientes de ello, sepamos o no cuáles son, actuemos en congruencia con ellos… eso ya es otro tema. Todo lo que elegimos vivir o hacer, todo lo que pensamos o sentimos viene de nuestros valores esenciales. Los valores son aquello que realmente deseamos al desear lo que deseamos. Todo objetivo vital, todo lo que ansiamos (desde un trabajo a un coche pasando por una pareja o un grupo de amigos), no son más que medios a través de los que podemos satisfacer nuestros valores más importantes. Un proverbio persa dice que “No es la teta la que te alimenta; es la leche”. Un bebé hambriento puede estar convencido que desea llevarse a la boca el pezón de un pecho de su madre pero, obviamente, lo que realmente desea es la leche que espera que emane de él. Aún más: el bebé no quiere realmente la leche materna, sino saciar la inquietud que le produce el cosquilleo desagradable del hambre. Este mismo principio rige a cualquier edad. Al desear un vaso de agua, lo que realmente queremos es hidratarnos para saciar la sed. Análogamente, al querer algo, lo que realmente deseamos son los efectos que prevemos tendrá el conseguir ese algo deseado. Si buscamos pareja, lo que realmente queremos es satisfacer algún valor como compañía, seguridad o familia; al querer ganar más dinero, tal vez buscamos reconocimiento, realización personal, seguridad material, etc. Aquello que deseamos es el dedo. Los valores, la luna. Muchos autores definen la felicidad como el estado resultante de satisfacer nuestros valores más esenciales. Cuánto más prioritarios son los valores que satisfacemos en nuestro día a día, y cuánto más profundamente lo hacemos, más realizados nos sentimos. Lamentablemente, al revés funciona igual: cuanto más tiempo y energía dedicamos a valores secundarios o incluso contrarios a nuestros valores esenciales, más insatisfechos nos sentimos. Feliz será aquella persona que si sus valores son la superación, la naturaleza y la familia, pues vive en el medio natural, tiene unos trabajos y hobbies que le exigen aprendizaje y superación continua y dispone de mucho tiempo de calidad para su familia. ¿Obvio, verdad? Así que si la clave de la felicidad estriba en vivir diariamente nuestros valores esenciales, y cuánto más profundamente mejor, intuyo que el camino más certero a la satisfacción es diseñarnos una vida que, poco a poco, nos permita experimentar esos valores más a menudo y con más intensidad. Y, obviamente, llegar a vivir nuestros valores más y mejor requiere como primer paso el saber con toda certeza cuáles son esos valores que quiero satisfacer para sentirme plenamente realizado. La pregunta que abre todo el proceso de convertir nuestra vida en la que siempre soñamos que fuera es clara: ¿Cuáles son mis valores esenciales? Déjame preguntarte: ¿Conoces tus valores esenciales? Podemos responder a esta pregunta crucial de dos maneras: a) Divagando en abstracto y apelando al arsenal de correcciones políticas u obviedades previsibles habituales. De hacerlo así, es bastante probable que nos surjan espontáneamente palabros tan presentables como “solidaridad”, “amor”, “integridad”, “alegría”, “superación”, “esfuerzo”, “sacrificio”, etc. En fin, todos esos valores que, caso de dar una rueda de prensa, quedaríamos de coña al decir que son nuestras principales brújulas vitales. b) Observando nuestras conductas, e infiriendo de su análisis qué valores les subyacen. ¿Qué hacemos preferentemente? ¿A qué dedicamos más tiempo en nuestra vida? ¿Qué atendemos prioritariamente? ¿Qué demuestran los actos y hábitos que elegimos frente a una disyuntiva? De facto, en mi día a día ¿Qué estoy priorizando? ¿Dinero, seguridad, familia, aventura, comodidad, estabilidad, sorpresa, previsibilidad…? En un proceso de Coaching (o de Autocoaching, como el que en el fondo os propongo), yo aconsejo respondernos de las dos maneras. De la primera, al reflexionar teóricamente, podremos descubrir nuestros valores ideales: aquéllos que creemos tener o realmente nos gustaría tener. La segunda opción nos permitirá descubrir si nuestros presuntos valores están presentes en nuestra vida (o hasta qué punto) y si rigen nuestra conducta o no. Al comparar esos valores idealmente nuestros… con nuestra agenda, prioridades, hábitos y conductas cotidianas… ¿Hasta qué punto se ven reflejados esos valores? Un observador imparcial, ¿Diría que son esos valores los que rigen nuestras conductas cotidianas y objetivos a largo plazo? Al analizar tus acciones, objetivos y deseos… ¿Qué valores subyacen? ¿Se parecen en algo a los que manifestabas tener? Comparar ambas opciones puede arrojarnos cuatro resultados posibles: a) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad reflejan en gran medida tus valores ideales… por lo que te sientes profundamente realizado. En este caso, ¡Enhorabuena! No me cabe la menor duda de que, a parte de una persona inmensamente afortunada, debes de sentirte rotundamente satisfecho en tu vida. Chapeau! Toda mi admiración y envidia: de mayor, quiero ser como tú. Si estuviera en tu pellejo, yo no haría grandes cambios en mi vida: como mucho, inventarme nuevas maneras para hacer más lo que ya hago y vivirlo todavía más intensamente. b) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad no reflejan tus valores ideales, y te sientes profundamente alienado, como si tu vida no acabara de tener sentido, sintieras que la padeces más que disfrutarla o que estás viviendo como un impostor bajo tu propia piel. En este caso, te aconsejo diseñarte un plan de acción como para que tus conductas respondan coherentemente a tus valores y tu hacer te permita empezar a vivir cada vez más y más intensamente aquello que valoras. c) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad no reflejan tus valores ideales… ¡Pero te sientes la mar de bien! Perfecto, entonces. Sólo un detallito: si así sucede, entonces los valores que creías esenciales en tu vida… no lo son ni de coña. Aquí yo tampoco cambiaría nada, ya que ya eres feliz. Eso sí: utilizaría esta información para conocerme un poquito mejor y dejar de darme gato por liebre, no vaya a ser que en algún momento de tu futuro te veas obligado a elegir… y escojas el camino de lo que creías valorar y no el de lo que realmente valoras. d) Tu vida, conductas, hábitos, preferencias y cotidianidad reflejan tus valores ideales… pero te sientes profundamente defraudado e insatisfecho. Aquí también hay algo que no cuadra, y toca replantearse esos valores ideales que, en el fondo, parece ser que no son los que te motivan ni satisfacen. Yo, en este caso, me lanzaría a tumba abierta a descubrir cuáles son esos valores que me llenarían, pero que no conozco (o, por creencias limitantes, no me permito descubrir). No sé si recordáis un famoso anuncio que explicaba involuntariamente las claves de nuestra ineficiencia al manejar los conflictos entre valores y conductas. El anuncio, de una bollería industrial más que famosa, vendía las supuestas bondades de un bollo con chocolate dentro y concretaba su utilidad en el slogan “Porque a veces, o falta chocolate o sobra pan” (sic). Evidentemente, es exactamente lo mismo, y eso es lo que nos ocurre a menudo al plantearnos cambiar conductas o cambiar valores (por lo que no hacemos ni lo uno, ni lo otro). Y nos acaba sobrando chocolate Y faltando pan. Desde mi Coaching (lo que hagan los demás es asunto suyo, bastantes tonterías cometo yo como para echarme a las espaldas las ajenas, que en este sector abundan tanto o más que en cualquier otro), el trabajo con valores se basa en armonizar conductas con valores, para que ambos remen en la misma dirección. Ante conductas que no responden a nuestros valores, o actualizamos nuestros valores o cambiamos nuestras conductas. La decisión final de hacer lo uno o lo otro será siempre única y exclusivamente del cliente, y yo me limito a arrojar luz sobre estas incongruencias y facilitar una metodología que ayude a implementar planes de acción para subsanarlas. El qué, el cómo, el cuándo y con quién será una decisión ineludiblemente personal del cliente. Mi responsabilidad es la eficiencia del proceso; la del cliente, sus decisiones. A título individual tengo mis preferencias y escalas éticas, pero como profesional o amigo para mí no hay valores mejores o peores per se. Yo no soy nadie para decirle a un cliente que tenga la salud como valor esencial, mientras se fuma dos paquetes de tabaco diarios, si ha de dejar de fumar o cambiar sus valores esenciales. Pero como Coach, haré todo lo que esté en mi mano para que el cliente entienda (e intente subsanar) la garrafal inconsecuencia que supone sufrir por la propia salud y al mismo tiempo zumbarse 40 cigarrillos al día. Y yo no sé a vosotros: a mí este tipo de conflictos sonoramente estúpidos me suceden bastante más a menudo de lo que me apetecería confesarme. En concreto, cada vez que voy con el piloto automático… Dejadme acabar con un último matiz. Recordad que “Sólo el necio confunde valor y precio”. Si nos embarcamos en un proceso de integración de valores y conductas, no siempre será fácil. Sí, como todo en la vida… tendrá un precio. Si quiero priorizar el valor salud, tendré que cambiar hábitos malsanos, y ello conllevará al principio cierta dosis de incomodidad (inherente a todo cambio de hábitos); Si quiero priorizar aventura, tendré que sacrificar esa ansia compulsiva de estabilidad que también deseamos. Todo en la vida tiene un precio. Cambiar: esfuerzo, desafío y violentar hábitos tal vez muy arraigados… amén de ciertas dosis de incertidumbre. No cambiar: seguir como hasta ahora, incluyendo aquellos aspectos de nuestra vida que menos nos satisfagan… amén de ciertas dosis de resignación e impotencia. Una vez más, eres libre de escoger el producto… pero no su precio. Lo único que me atrevo a aconsejarte es que elijas en función de tus verdaderos valores esenciales. Ah! Y que no confundas el valor que obtendrás al cambiar con el precio a pagar por hacerlo. Recuerda que sólo lo hacen los necios, y que el Coaching es una herramienta para intentar serlo cada día un poquito menos. Con humildad y constancia, a partes iguales. A veces el precio puede ser muy alto, pero si el beneficio es aún mayor, estamos hablando de una gran inversión. Te deseo que inviertas en valores. En los tuyos, concretamente. Y que antes de hacerlo, te tomes la molestia de descubrirlos más allá de lo que hasta ahora, por lucidez, miopía o pereza, te parecían obvios. Felices contradicciones: espero que disfrutes resolviéndolas… a base de mirar la luna y no el dedo.
¿Os habéis encontrado alguna vez ante dilemas presuntamente irresolubles? ¿Habéis dudado alguna vez entre dos caminos a priori antagónicos? ¿Os habéis reprochado alguna vez el haber tomado una decisión y no otra? Tal vez recordéis QUÉ decidisteis, pero… ¿Recordáis CÓMO lo decidisteis? ¿Qué estrategia utilizasteis? ¿En base a qué elegisteis una opción y otra? Y una vez elegido, ¿Hiciste algo para sentiros satisfechos frente a vuestra elección, o lo dejasteis al azar ajeno de los resultados? Nos pasamos la vida decidiendo. Cada día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, nuestra existencia es una larga sucesión de decisiones que van marcando los derroteros de nuestra cotidianidad. La inmensa mayoría de ellas, minilocuentes y rutinarias, las tomamos de manera automática, casi inconsciente, imperceptiblemente marcadas por los hábitos. Pero de tanto en tanto, la rutina se resquebraja y el azar o la tozuda coherencia de las consecuencias de actos pasados nos enfrenta a disyuntivas que, por su carga emocional, nos obligan a replantearnos cuestiones esenciales. ¿Tomar ese trabajo o dejar aquel otro? ¿Cambiar de barrio, de ciudad, de país? ¿Estudiar esto o aquello? Cualquiera de estas cuestiones puede hacernos aflorar dudas, tal vez alguna que otra contradicción, que precisan de una clarificación y una decisión al respecto. ¿Y basarnos en qué nos permitirá tomar una decisión con un mínimo de propiedad, más allá de los caprichos y vaivenes de la inseguridad? Según mi experiencia, tanto profesional como personal, a partir de clarificar nuestros valores y nuestras emociones. VALORES Cualquier duda o presunta contradicción no es más que un conflicto de valores que, en una situación dada, sentimos que están enfrentados (comodidad o aventura; seguridad o realización personal; ir a más y mejor o asegurar lo que ya se tiene; disfrute o dinero; satisfacción o aceptación, etc.). Por debajo de cada duda transcurren, subterráneamente, dos o más valores que sentimos que entran en colisión y están en juego al tomar una decisión u otra. Sea la comodidad o el riesgo, sea la estabilidad o la superación… si dudamos es que sentimos que está en juego algo realmente importante para nosotros. Como veremos más adelante, resultará crucial saber QUÉ está en juego en nuestra decisión, y de todo ello qué es PRIORITARIO para nosotros. EMOCIONES Mientras más trascendencia tenga la cuestión sobre la que decidir, más carga emocional conllevará.; cuánta más carga emocional, más difícil nos resultará pensar con la claridad y rigor que requieren todas las decisiones importantes. Y no hay decisiones con mayor calado emocional que aquellas relacionadas con iniciar o terminar una relación sentimental, la pareja, los padres y los hijos. Precisamente por su apabullante carga emocional requieren del contrapeso de una estrategia racional que nos permita decidir con claridad lo que más redunde en nuestra felicidad. Recordad que (tal y como vimos, entre otros, en el post El lujo del Pesimismo) las emociones determinan la eficiencia de nuestras acciones y pensamientos y que, según qué emociones (ira, ansiedad, miedo, euforia, etc.), nos hacen actuar mal y reflexionar todavía peor. Acostumbramos a cometer las mayores estupideces desde la ira o la euforia desbocadas; acostumbramos a desperdiciar las mejores oportunidades que la vida nos brinda desde la tristeza, el miedo o la ansiedad. Guiados por la ira o la euforia, tomaremos decisiones precipitadas escasamente críticas y basadas en el rush del momento. La bioquímica cerebral de ambas emociones desconectan aquellas áreas del cerebro dedicadas a pensar críticamente y calcular consecuencias a largo plazo, por lo que desde ellas tendremos muchos números para tomar decisiones pobremente reflexionadas y peor fundamentadas, precipitarnos y tomar decisiones… de las que con seguridad nos arrepentiremos. Desde estas emociones, conquistar el mundo es una mera cuestión de cerrar los ojos, apretar los dientes y saltar al vacío, sin haberle dedicado excesiva atención a establecer si abajo nos espera algún tipo de colchón que permita que el tocar de nuevo de pies a tierra se llame aterrizaje y no castañazo. Maniatados por el miedo, la tristeza o la ansiedad, muy probablemente pecaremos de timoratos, fabricaremos compulsivamente razones y excusas para no hacer nada y quedarnos tal y como estamos, por muy incómoda o poco apetecible que la situación actual resulte. La bioquímica de estas emociones vuelve al cerebro una verdadera máquina de encontrar fallos a toda opción de avance, de inventarse o magnificar peligros reales, futuribles o febrilmente desquiciados… y hacernos sentir auténtica aversión a la más mínima excursioncita fuera de nuestra más -presuntamente- segura área de confort absolutísimo. Ante situaciones cruciales de nuestra existencia (aquellas que sabemos que marcarán un antes y un después en nuestras vidas), acostumbramos a bailar de las primeras emociones a las segundas, en función de por dónde nos venga la rebolera hormonal ese día: si tristes o angustiados, reflexión sin decisión; si desde la ira o la euforia, decisión sin reflexión… en situaciones donde necesitamos pensar tanto como actuar. ESTRATEGIA DE DECISIÓN Os propongo una estrategia de decisión a caballo de ambas, intentando una alquimia inverosímil que extraiga lo mejor tanto de las emociones (fuerza motriz, energía en estado puro, guía de conductas, información visceral que nos ayuda a descubrir quiénes somos realmente y qué nos llena); como de la razón (capacidad crítica, introspección, autoconocimiento, cálculo de consecuencias a largo plazo). Ah! Y eliminar también lo peor de las emociones (precipitación, secuestro amigdalar, acriticismo o impulsividad) y de la razón (búsqueda de absolutos, seguridades a ultranza, parálisis por sobreanálisis). Los catalizadores de esta alquimia serán tanto las emociones como los valores. Trabajando con ambos, podremos optar a generar decisiones infinitamente mejor fundamentadas. DESDE LOS VALORES ¿Qué está en juego en esta situación? ¿Qué de verdaderamente importante, más allá de los hechos, me hace dudar? ¿Entre qué y qué valor estoy eligiendo realmente? De todo eso entre lo que estoy eligiendo, ¿Qué es lo más importante para mí? Más allá de miedos, convenciones, apriorismos y costumbres, ¿Qué es prioritario? ¿Cuáles son mis valores esenciales? ¿Qué me define, me satisface, me llena más? ¿Decidiendo qué satisfaría mejor mis valores esenciales? ¿Decidiendo qué los infringiría menos? DESDE LAS EMOCIONES ¿Desde qué emoción actual estoy tratando de decidir? Si es desde el ámbito de la ira, la euforia o la pasión erótica: esforcémonos por encontrar contrapesos racionales, ya que hay muchos números de estar poniendo la carreta por delante de los bueyes, estar dejando de lado información crítica o no teniendo en cuenta consecuencias a largo plazo. Desde la ira o la euforia acostumbramos a tomar decisiones… de las que nos arrepentiremos Si es desde emociones como el miedo, la ansiedad o la tristeza: como contrapeso, analicemos críticamente hasta qué punto son verosímiles y/o probables los supuestos peligros o cataclismos que me impiden lanzarme a tumba abierta a por lo que deseo. Desde la tristeza o la ansiedad, tenemos muchos números de tomar decisiones timoratas que nos dejarán un profundo saber a fraude y cobardía al cabo de los años ¿Y UNA VEZ DECIDIDOS? Evidentemente, tener en cuenta ni los valores ni las emociones nos garantiza absolutamente nada, pues las consecuencias de toda acción pertenecen al realmo de un futuro que, por muy bien o mal que decidamos o mucho que nos estrujemos las meninges pensando… nadie puede ni determinar ni conocer con seguridad. Lo único que ofrece esta estrategia es la certeza, salgan como salgan las cosas a partir de nuestra decisión, que en el momento de tomarla no hemos escatimado esfuerzos ni sinceridad para recabar toda la información que fuimos capaces y manejarla de la mejor manera que supimos. La conciencia de la absoluta integridad al decidir no es talismán garante para conseguir lo que queremos, pero si antídoto contra los reproches hirientes con los que los quinielistas del lunes acostumbramos a fustigarnos retrospectivamente. Toda decisión de cambiar o continuar igual conlleva (como ya vimos en los posts Los Motivos de la Motivación y Del Mero Deseo al Firme Propósito) unos beneficios potenciales y un precio a pagar. Antes de decidir, resulta crucial tenerlos en cuenta para tomar una buena decisión. Pero tras decidir, resulta aún más crucial nuestra inteligencia para focalizar nuestra atención en los beneficios (y no en el precio) de la decisión tomada. La satisfacción respecto a la decisión dependerá tanto de los resultados como de la propia capacidad para centrar la atención en todo aquello de bueno que aporte el haber escogido lo escogido y renunciado a lo descartado. El inteligente, si decide comprarse un coche se centrará en los beneficios de hacerlo y si no, en los años de trabajo que se habrá ahorrado; el imbécil, hará lo contrario: si se lo compra, se lamentará del precio y si no, de no tenerlo. Los que hayáis leído mi nota en Facebook sabréis que sólo he cumplido la mitad de la promesa que le hice a mi amigo respecto a su dilema erótico familiar. Soy consciente, y por ello me comprometo en el próximo post, a hablar sobre las intrincadas sinergias y contradicciones entre el amor pasional y el fraternal, entre el eros y el ágape. Y no sólo eso: también os hablaré del cúmulo de creencias limitantes con las que nuestra cultura judeocristiana nos ha imbuido a engalanar la pareja, la responsabilidad, la paternidad y maternidad y el mismo concepto de egoísmo. Para ello, compartiré con vosotros (ya me ha autorizado a ello) el caso de un cliente de hace años tuvo que enfrentarse a una disyuntiva para él desgarradora. Para solucionarla, no sólo tuvo que aplicar una estrategia de decisión eficiente, sino que antes tuvo que desafiar todo un arsenal de creencias limitantes sobre el egoísmo, la familia y la pareja que le impedían tomar una decisión. Por todo ello, el post tal vez se llame “Las sandeces más castrantes del egoísmo”. O tal vez no. Espero que os apetezca averiguarlo la semana que viene