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En El síndrome posvacacional… y otras zarandajas me cuestionaba la naturaleza de este mal llamado síndrome e indagaba sobre las razones que nos llevan a sobredimensionarlo. Pero también dejaba claro que, independientemente de su existencia científica, existe y hace sufrir muchísima gente, por lo que merece la pena atenderlo. Pero, como para cualquier tema abordado con un mínimo de propiedad, toda clarificación es poca en cuanto se supera el simplismo de los juicios definitivos (tan sumarios como superficiales). Así que, si queremos entender, atender y aprovechar las particularidades del pseudosíndrome, toca clarificar y ampliar algunos puntos cruciales que nos permitirán convertir la mierda del rollo posvacacional en el estiércol del bienestar personal. Si te interesa saber más sobre cómo hacerlo… 1. LA CALIDAD QUE OTORGAMOS A NUESTRA COTIDIANIDAD. Ya sabéis que SATISFACCIÓN = RESULTADOS – EXPECTATIVAS, así que puede que lo que nos haga sentir insatisfechos sean expectativas desaforadas y no los resultados que producimos en nuestra vida. Podemos llevar existencias más que aceptables pero que, al pasarlas por el tamiz de criterios desaforados y fuera de contexto, se nos aparezcan como desabridas e insípidas… cuando en el fondo, no lo son. Así que, en caso de insatisfacción tras el regreso de vacaciones, no hay respuesta unívoca ni razón mágica que nos ahorre la reflexión para dilucidar si nos toca mejorar resultados… o racionalizar expectativas. 2. INSATISFACCIÓN COTIDIANIDAD ≠ BAJA CALIDAD. Puede que así nos lo parezca, pero no ha de serlo necesariamente por el mero hecho de parecerlo. Nuestra insatisfacción ante el regreso a la cotidianidad también puede venir de que las vacaciones hayan resultado tan idílicas y satisfecho tan plenamente nuestros valores más esenciales que, a su lado, cualquier cotidianidad resulte decepcionante. Recuerdo que, sobre todo en mi posadolescencia más desnortada, a menudo mi vida cotidiana se me antojó una farsa inconsistente sin pies ni cabeza tras según qué mochileos heroicos o idílicas residencias en el extranjero. Y ahora comprendo cabalmente que no lo era, ni mucho menos: sencillamente, le pedía las peras de la aventura al olmo de la cotidianidad. 3. SATISFACCIÓN COTIDIANIDAD ≠ ALTA CALIDAD. ¿Satisfecho ante el regreso? Bien podría deberse de una alta estima a tu cotidianidad, pero tampoco es una garantía automática. En el peor de los casos, también podría deberse a una cierta incapacidad de hacer de nuestro tiempo libre una obra de arte, de llenarlo de actividades significativas, retadoras y satisfactorias sin necesidad de que las obligaciones nos lleven como cabestros de obligación en obligación (el miedo a la libertad de Erich From). Cada caso es un mundo: en cuanto nos quitamos el palillo de la boca y soltamos la brocha gorda, qué difícil sobregeneralizar. 4. IMPORTANCIA DE LOS HÁBITOS. Por muy claro que tengamos el origen psicológico del pseudosíndrome, ello no es óbice para que nos afecte real y fisiológicamente. Para minimizar los efectos y reducir su duración, podemos implementar una serie de acciones y reestructuración de hábitos sobre los que, de puro obvio, me aburriría escribir. Por suerte, otros se han tomado la molestia de hacerlo (mil gracias), entre otros en el siguiente link: https://tusbuenosmomentos.com/consejos-sindrome-postvacacional/ CONCLUYENDO Para afrontar las molestias del regreso, Psicología y Fisiología no son disyuntivas, así que no es cuestión de o/o sino de y/y. Si el pseudosíndrome no pasa de mera molestia, podemos limitarnos a pasarlo pasando de él sin mayor atención ni alharacas. Pero si lo vivimos con profundo malestar, me parece mucho más inteligente lanzarnos a tumba abierta a domesticarlo, que remedios tenemos para ello. Y muchos. Y fáciles. Ante la irrupción del pseudosíndrome posvacacional, como ante cualquier otra dificultad en la vida, tenemos dos opciones: o resignarnos impotentemente a padecerlo y quejarnos amargamente de su agobio o estrés (que hoy en día viste mucho: quién no sufre o no se estresa no pasa de mindundi), o nos centramos en todo lo que está en nuestra mano hacer para reducirlo. Siempre será más fácil quejarnos, buscar culpables y justificaciones que ponernos a trabajar sobre nosotros mismos. Pero, como casi todo en la vida, comodidad a la corta y satisfacción a la larga están reñidas. Y no nos queda otra que apostar por la una o por la otra. También el afrontar el pseudosíndrome posvacacional nos ofrece una oportunidad magnífica para mejorar nuestras maneras de pensar, sentir, actuar y afrontar las dificultades. Aprender a minimizarlo nos permitirá entrenar el músculo más necesario y que más flácido tenemos en esta época nuestra en la que toda ha de ser automático, descansado y que caiga por su propio peso: la tolerancia a la frustración. Tanta falta nos hace tonificarlo que yo no perdería esta oportunidad para hacerlo. Ni ninguna otra. Cuando ya no se pueden evitar, bienvenidas sean las dificultades para convertirme en una persona más fuerte, sana y equilibrada. No olvides que sin gravedad, no tendríamos músculos en el cuerpo. Sin dificultades, tampoco en la cabeza.
Empieza Septiembre, así que los vendedores de titulares, los etiquetadores patologizantes y los adictos al bliblablú más anodino vuelven a tener una nueva excusa para rellenar revistitas y conversaciones: ¡Vuelve el síndrome posvacacional! En una sociedad tremendista tan pusilánime, acostumbrada a sobredimensionar lo anodino y dramatizar cualquier anécdota, ya tardaba en llegar la última de las patologías de moda. ¿Qué es esto del síndrome posvacacional? ¿Qué hay de cierto, qué de patraña? ¿Cuánto tiene que ver con su dificultad intrínseca, cuánto con nuestra falta de resiliencia e intolerancia a la frustración? ¿Qué síntomas tiene? ¿Qué hacemos normalmente para exacerbarlos? ¿Y qué podemos hacer para aminorarlos? Y lo más importante: sea lo que sea, ¿Podemos aprovecharlo para sacar valiosísimas enseñanzas de él, más allá de aprender a sobrellevarlo? Si te interesa saberlo… I. EL REGRESO A LA COTIDIANIDAD. En vacaciones, nos tiramos días y semanas haciendo algo más o menos parecido a lo que nos da la gana: nos levantamos cuando queremos, comemos a la hora que se nos antoja, o viajamos a sitios recónditos a descubrir nuevas realidades o nos permitimos siestas faraónicas, más tiempo para nuestros hobbies y libertad para juntarnos con quien nos plazca… De pronto, regresamos al corsé de horarios preestablecidos y obligaciones varias. Y (¡Oh, sorpresa!) nos resulta de todo menos agradable. De un día para otro, pasamos de la desconocido a lo trillado, de la aventura a la cotidianidad, de la libertad a las pautas… ¿Tendríamos que saltar de alegría? ¿Hartarnos de reír? El paso de las vacaciones a la cotidianidad puede provocar un cierto grado de malestar obvio que durará más o menos… en función de cuánto lo saque de contexto nuestra alergia a la más mínima frustración (y algún que otro factor interesantísimo que veremos más adelante). Pero de ahí a vivirlo como una patología… II. SÍNDROME, SÍNDROME… Tras la etiqueta grandilocuente del síndrome de marras se esconde una obviedad de Perogrullo: que se está mejor sin obligaciones y levantándote y comiendo cuando quieres que no pautados por agendas y horarios no siempre deseados. Y que el pasar de lo uno a la otro puede provocar una mayor o menor incomodidad. Regresar a la cotidianidad también conlleva un abrupto cambio de hábitos de sueño, comida y relación que precisará de un tiempo de readaptación. ¿En serio, suena raro? ¿Pero dónde está el misterio a estudiar y analizar? Si es que es de cajón… Al colocarle a lo obvio el cencerro de síndrome, dotamos a este proceso tan lógico de unas ciertas connotaciones de anormalidad y patología. Para referirnos al síndrome, utilizamos frases como “me ha cogido” (él a mí), “me ha entrado” (de fuera a dentro) que ponen la cuestión en el plano autoexculpatorio y ajeno a nuestra influencia que tanto nos gusta. Y convenientemente medicalizado, por supuesto. Las diferencias entre el susodicho síndrome y cualquier patología (una gripe, un cáncer o una depresión endógena) son obvias: Las enfermedades a) Aparecen por sí solas por ciegos procesos biológicos, y no siempre tienen que ver con hábitos personales que las creen o agraven (y aún en el caso de que lo hagan, nunca totalmente) b) Su curación depende de medicamentos (que operan por sí solos una vez tomados) y diagnósticos (que sólo puede establecer un sesudo especialista) c) Más allá de ir al médico y seguir el tratamiento, la curación resulta ajena a nuestra área de influencia. En cambio, lidiar con los inconvenientes del regreso a la cotidianidad es todo lo contrario: a) Nos los creamos nosotros, de cabo a rabo, al dramatizar los síntomas lógicos de todo cambio de hábitos b) El tratamiento que lo curará ni nos lo venden ya empaquetadito en farmacias ni funcionará con tan sólo ingerirlo c) Su cura cae completamente dentro de nuestra área de influencia. Precisamente, para sacudirnos el esfuerzo de todo ello, patologizamos el asunto y lo transformamos en síndrome paramédico, ajeno e impersonal. Y fuera puñetas. Pero, ¿Es gratuita esta equiparación conceptual del síndrome posvacacional con la medicina? A mí se me antoja que es un primer paso para ir preparando el terreno para la marca de los tiempos: ¡La Pastillita Mágica! Nuestra pereza y la avaricia farmacéutica forman un tándem imbatible que ya hemos visto, en otras patologías de nuevo cuño, cuan expiatorio para unos y rentable para otros puede resultar. III. LOS INGREDIENTES DEL SÍNDROME. Dos son los principales vectores que determinan el grado de ilusión o incomodidad de nuestro regreso a la vida diaria: Por un lado, influirá muchísimo la calidad de las vacaciones vividas. Cuanto más nos hayan llenado, cuánto más idílicas y más miméticas con nuestros valores esenciales, más difícil capear su final. Evidentemente, si durante las vacaciones he vivido un tórrido romance incompatible con mi cotidianidad, visitado un lugar remoto al que difícilmente regresaré o vivido experiencias, satisfactorias hasta el éxtasis, que intuyo irrepetibles… pues claro, más duro me resultará abandonarlas. Si así fueron las vacaciones, tocará, a su fin el duelo correspondiente a todo lo bueno que dejamos atrás. Si las vacaciones han resultado humildemente placenteras y meramente agradables, el duelo debería ser mucho menor, pues el dolor de la ausencia ha de ser proporcional al placer de la presencia (si el dolor es mayor que el placer, señal inequívoca que nos estamos haciendo trampas al solitario. Y, encima, para perder la partida). Pero hay un segundo factor decisivo: lo a gusto que estemos con las diferentes vertientes de esa cotidianidad a la que regresamos. Profesión, pareja, ciudad, piso, familia, amigos, tiempo libre, etc. No es lo mismo volver a un trabajo que nos llena profundamente y unas agendas planificadas acorde con nuestros valores que regresar a un sinsentido estresante, y en esta brecha entre cómo queremos vivir y cómo vivimos es donde puede crecer este constructo del tan cacareado síndrome posvacacional. Reitero lo insípidamente obvio: en general, se está mejor a tu olla que rebosante de obligaciones. Una vez pasada por alto esta obviedad sin mayor recorrido, el lugar común del síndrome de marras puede hasta tener cierta utilidad: nos permite reflexionar sobre nuestra vida cotidiana y profesional. ¿Qué hace que el regreso de vacaciones resulte parcialmente incómodo o insoportablemente duro? Muy sencillo: la calidad que otorguemos a esa cotidianidad a la que regresamos (matiz importante: no la que intrínsecamente tenga, sino con la que subjetivamente la evaluemos nosotros). Por mucho que la mayoría de la gente está mejor haciendo lo que le da la gana cuándo y dónde mejor le plazca, lo que determinará el impacto de regresar a agendas y obligaciones será nuestro grado de satisfacción respecto a ellas (y su comparación con la satisfacción durante las vacaciones). IV. DE LA MIERDA AL ESTIÉRCOL. No creo que la cuestión estribe en si existe o no el síndrome posvacacional. Porque será o no será síndrome, pero sí real… en cuanto lo sintamos como tal. ¿Qué narices le importa a quién le duele un miembro fantasma que el miembro ya no exista? Si se le activan las zonas del cerebro desencadenantes del dolor, duele y punto. El miembro ausente ya no estará presente, pero su dolor sí. Y el sufrimiento de la persona que lo padece, también, y atenderlo no es una cuestión de realidad, sino de sentido común. ¿Existe o no existe el síndrome posvacacional? Me importa un pimiento; exista o no, lo podemos llegar a sufrir, por lo tanto hay que atenderlo. Otra cosa es que estoy convencido que colocarle la etiqueta de síndrome y sobredramatizarlo marea la perdiz y no ayuda -sino que dificulta- su tratamiento. Y es ahí donde estriba la utilidad de este jet lag entre ocio y cotidianidad: resulta un termómetro perfecto para comprobar qué nos satisface en nuestra vida y qué no. ¿Qué hace, exactamente, que me resulte tan duro regresar a mi día a día? ¿Qué ámbitos de mi vida se resienten más al regresar, desde lo profesional hasta el ocio? ¿Qué me sobra y qué me falta? ¿Qué tendría que ser diferente para que la brecha entre mis vacaciones y mi cotidianidad fuera mucho más manejable? ¿Y qué puedo empezar a hacer para empezar a cambiarlo? ¿Qué maneras de pensar, sentir y actuar me tocaría tomarme el curro de matizar y mejorar para reducir la distancia entre vacaciones y cotidianidad? De ser así, el pseudosíndrome posvacacional nos serviría para marcarnos los dos puntos principales de todo proceso de mejora personal: Dónde estoy (Estado Actual) y dónde quiero estar (Estado Deseado). De ahí, sólo nos quedaría empezar a trabajar en un plan de acción, mejora y cambio que nos permita acercar el dónde estoy al dónde deseo estar. Eso sí: hacerlo conlleva reflexión, aprendizaje, incomodidad, paciencia, humildad, constancia, incertidumbre y esfuerzo (todo eso a lo que cada vez somos más alérgicos). Y claro, mucho más sencillo patologizar toda la cuestión. Así nos desresponsabilizamos del proceso y, además, abrimos la puerta a su pronta medicalización: mucho más fácil pastillita al canto que embarcarnos en la trepidante aventura de ir convirtiendo nuestra vida, poco a poco, en la que siempre soñamos vivir. Y luego, a quejarnos de la rutina y la falta de motivación e incentivos de la vida madura. Nosotros a ahorrarnos cambiar a cualquier precio, lamentarnos de que nada cambia… y los de siempre a hacer caja pastilleando nuestras insatisfacciones . Viva la mercromina química… El posible malestar al volver de vacaciones será una mierda, pero de nosotros depende utilizarla como el estiércol necesario para que germinen sanos y fuertes nuestros sueños más despiertos. Como siempre, de nosotros depende transformar las molestias de ese mero jet lag en el punto de partida de nuestra transformación personal. Porque el síndrome posvacacional no será ni síndrome ni agradable, pero sí útil. Y mucho, si nos tomamos la molestia de aprender a aprovecharlo para cartografiar nuestro mapa del tesoro a la mejora personal.
Pospuestas una y diez veces por agendas propias y paternidades ajenas, por fin Jordi Milián y yo hemos podido retomar nuestros deliciosos tête à tête radiofónicos, donde las preguntas – brújula de Jordi dotan de rumbo mi desnortada verborrea sobre Coaching, Inteligencia Emocional, Mentoring y superación personal. En esta ocasión, Jordi me hizo ampliar los contenidos de algunos de los últimos artículos del blog: EL ARTE DE AFILAR LA SIERRA: la eficiencia del placer, Flow y Experiencias Pico:la magia eficiente del placer, Atajos al Flow: aprendiendo a construir experiencias pico y Atajos al Flow II: tus creencias al servicio del flujo. Como siempre, y aunque los hablantes de cualquier otra lengua latina no tendrán la menor dificultad en entender el catalán, yo contesto a las preguntas de Jordi en castellano, en atención de los seguidores internacionales del blog. En catalán tenemos una frase que dice “D’on no n’hi ha, no hi raja” (de donde no hay, no se puede sacar). Que no os quepa la menor duda: No sé si en mis artículos “n’hi ha“, pero os puedo asegurar que Jordi y sus interrogantes lo hacen “rajar“. Y es que a algunos esto de la paternidad les da un empuje la mar de euforizante. Con la fuerza de una Ola Inmaculada, para ser exactos. http://www.radiosantandreu.com/espai-de-coaching-tot-esforc-comporta-necessariament-patiment/
En el post anterior Atajos al Flow: aprendiendo a construir experiencias pico, vimos como los momentos de flujo pueden transformar el esfuerzo que conlleva todo objetivo en una fuente intrínseca de placer. También vimos los beneficios estratosféricos de hacerlo (más hacer, más eficiente, más placentero), e incluso una manera de conseguirlo: a través del alineamiento de tus niveles neurológicos. Pero existen otras maneras de transformar las obligaciones en deliciosas experiencias pico y que, también, dependen exclusivamente de ti. Hoy os hablaré, concretamente, sobre cómo gestionar tus creencias en relación a las expectativas, la dificultad – competencia y el sentido de lo que haces, y como esa gestión puede impedir o facilitar tus momentos de flujo. Si te interesa saberlo… I. LAS CREENCIAS COMO ATAJOS AL FLUJO. “Un mapa no es el territorio que éste representa pero, si es correcto, tiene una estructur similar a la del territorio; de ahí su utilidad”, Alfred Korzybski Una vez más, permíteme recordarte que el ser humano no se relaciona directamente con la realidad, sino con las creencias que se forma respecto a ella. Como ya vimos en Si no lo creo, no lo veo y La invención de la realidad, el mundo exterior que nos rodea es demasiado grande, complejo y multidimensional como para que podamos abarcarlo en su totalidad con nuestro más que humilde cerebrín, por lo que nuestro pensamiento necesita simplificar y esquematizar ese mundo en forma de creencias genéricas que nos permitan orientar nuestras conductas en él. Estas creencias reducen el mundo a unas dimensiones operativas y accesibles a base de tamizar nuestras percepciones y experiencias a través de tres filtros: Generalización: Transformar la percepción de las experiencias a base de escoger elementos o piezas concretas de un modelo y convertirlas en EL modelo, elevando las anécdotas seleccionadas a categorías que representan a todo el grupo al que las adscribimos. Eliminación: Atender selectivamente determinados aspectos de nuestras experiencias, excluyendo todo aquello que quede fuera de las mismas. Tendemos a eliminar todas aquellas informaciones concretas que contradigan los modelos mentales ya formados mediante las generalizaciones. Distorsión: Reelaborar los datos sensoriales que recibimos para que encajen y no cuestionen el modelo de mundo que nos hemos creado generalizando y eliminando, pues todo cambio de modelo nos hace sentir inseguros e incómodos. Para nuestro cerebro más primitivo (el que manda con el piloto automático) más vale una mala certeza que una buena incertidumbre. Mediante estos tres procesos, nuestro cerebro confecciona mapas, del mundo en general y nuestra vida en particular, que nos permitan orientarnos en él. Todo mapa es un esquema simplificado del territorio que intenta representar y, como tal, su utilidad no se mide por la exactitud literal de la realidad representada, sino por su utilidad para guiarnos eficientemente a través de ella. Un mapa escala 1:1 de una ciudad no sólo es imposible: ¡Es que sería absolutamente inútil para guiarnos! Así, tanto la idea que tengamos acerca de todo lo que determina las condiciones para el flujo (las expectativas, el equilibrio entre dificultad y competencia y el sentido de lo que hacemos) no son más que creencias y, como tales, meros mapas necesariamente inexactos de la realidad que simplifican a base de generalizar, eliminar y distorsionar. El rehacer estos mapas nos permitirá transformar los laberintos de la alienación en atajos al flujo. ¿Cómo? II. GESTIONANDO EXPECTATIVAS Satisfacción = Resultados -Expectativas. Una de las barreras más infranqueables para el flujo es la insatisfacción, una emoción que nos fabricamos de dos maneras muy sencillas: minimizando los resultados conseguidos o exagerando las expectativas (generalmente, las dos cosas a la vez). No hay flujo sin Satisfacción, y no puede haber satisfacción sin un equilibrio ponderado entre Resultados y Expectativas. Por suerte, y como ya vimos anteriormente, la satisfacción no sólo depende de los resultados (que, casi nunca, están bajo nuestro entero control), sino de cómo enmarcamos esos resultados en las expectativas internas que nos habíamos forjado previamente. Por ello, ante la insatisfacción o la frustración impidiéndonos el flujo, podemos replantearnos: ¿Hasta qué punto son realistas esas expectativas? ¿Se basan más en datos objetivos y análisis ponderados… o son fruto de meras necesidades e impaciencias? ¿No emanará nuestra insatisfacción de pedirle peras al olmo? Contestarnos estas cuestiones, honesta e inquisitivamente, puede llevarnos a reconsiderar nuestros resultados, ergo dotarnos de una paciencia y satisfacción que desbroce nuevos atajos a esos momentos de flujo que, consciente o inconscientemente, todos queremos vivir. III. DIFICULTAD Y COMPENTENCIA: entre la angustia y el aburrimiento El psicólogo M. Csikszentmihalyi (juro que no es broma, se llama así) basa sus teorías en explicar cómo llegamos a las experiencias pico si alcanzamos un equilibrio perfecto entra la dificultad que entraña una actividad y nuestro nivel de competencia para afrontarla. Opina que si la dificultad de la actividad excede nuestras competencias, nos veremos presos de la angustia al no sentirnos capacitados para acometerla con éxito. Por el contrario, si nuestras competencias sobrepasan de largo la dificultad requerida, nos abocaremos a un aburrimiento cómodo pero que, más tarde o más temprano, se tornará exasperante. Tanto la angustia como el aburrimiento constituyen un obstáculo infranqueable para alcanzar el placer y la eficiencia del fluir. La buena noticia, como siempre, es que toda emoción emana insoslayablemente de nuestro pensamiento, y nuestras ideas sobre dificultades y competencias son creencias, no realidades (y como tales subjetivas, arbitrarias, incompletas y argumentables en función de su utilidad). Así, frente a la angustia que nos provoca una actividad que se nos estima muy por encima de nuestras capacidades, podemos replantearnos: ¿Esta tarea entraña tantas dificultades como yo ahora percibo? Realmente, y aunque así fuera, ¿Yo tengo tan pocas competencias para acometerla? ¿Tantos recursos me faltan para afrontarla? También podemos auditar las creencias que nos abocan al aburrimiento ante tareas que consideramos sencillas hasta el hastío, sin aliciente alguno para acometerlas con el entusiasmo que requiere la genialidad: ¿Esta tarea es tan fácil como parece? ¿Tan sobrado voy de competencias? ¿No podría plantearme mejoras, objetivos más ambiciosos, retos más motivadores que requieran más y mejores competencias de las que ya dispongo? Si el aburrimiento y la angustia son los dos bromuros del fluir, la confianza y la pasión son los dos afrodisíacos. Y la fábrica de estas cuatro emociones es la misma: nuestras creencias. Y también el fabricante: nosotros. Es cuestión de decidir qué queremos empezar a producir en serie para nuestra vida. IV. DEL QUÉ Y EL CÓMO AL PORQUÉ Y AL PARA QUÉ “Quien tiene un porqué, acabará encontrando un cómo”, Viktor Frankl Como vimos al hablar de los niveles neurológicos, el más profundo y determinante factor de nuestra satisfacción personal estriba en el sentido de identidad y misión de nuestra vida. Si conseguimos alinear nuestras conductas con nuestro sentido de quiénes somos y para qué queremos vivir, cualquier actividad es susceptible de transformarse en materia prima del flujo. Por muy nimia, aburrida, insignificante o penosa que pudiera parecer a priori. Una anécdota atribuida a Miguel Ángel cuenta como el artista se sorprendió una mañana, durante la construcción de la catedral de Milán, al ver la expresión y la eficiencia de tres albañiles que participaban en su construcción. Los tres realizaban la misma tarea: colocar piedras una encima de otra uniéndolas con argamasa, pero los diferenciaba tanto la expresión de sus caras (uno triste y enfurruñado, otro narcóticamente ausente, otro embelesado y feliz) como su ritmo y calidad de trabajo (desde el más lento y estrictamente cumplidor al más rápido y perfeccionista). Acercándose a ellos, les formuló a los tres la misma pregunta: “¿Qué estáis haciendo?”, pero recibió tres respuestas diferentes. El más cariacontecido contestó levantando los hombros: “Coloco piedras y las uno para que no se caigan”; el ausente, sin inmutarse, dijo: “Levanto un muro”. El que parecía más feliz no dudó un segundo y contestó: “Ayudo a erigir las paredes de la casa de dios en la tierra”. Su tarea objetiva era idéntica; su manera de significarla subjetivamente, no. Y era ésta la que determinaba su satisfacción. Una satisfacción que ya sabemos que no depende de lo que hacemos, sino de como lo significamos. El ser humano necesita un sentido más o menos trascendente a lo que hace, y el encontrarlo o no determina su grado de identificación o desapego respecto a la tarea que acometa. No hay mayor fuente de alienación que sentir como ajena la dedicación propia, y otro de los obstáculos infranqueables al flujo es la enajenación subyacente a la ausencia de sentido alguno de aquello que hacemos en y con nuestra vida personal y profesional. Viktor Frankl explica una técnica utilizada en los campos de concentración nazi para destruir la personalidad de los prisioneros más díscolos: llevar a cabo tareas, día tras día, sin el más mínimo propósito ni atisbo de finalidad (acarrear piedras de un punto A a un punto B durante la mitad de la jornada, para dedicar la otra mitad a devolverlas del punto B al A, por ejemplo). Según él, este suplicio era igual o más efectivo que el hambre o la tortura. De todos los impedimentos al flujo ya mencionados, el más insalvable es la alienación, cuando sentimos que lo que hacemos y vivimos no tiene la más mínima relación con quiénes queremos ser ni para lo que queremos vivir. Pero, una vez más, toca resaltar que el alineamiento fruto de la incoherencia entre conductas, identidad y misión se basa en el conjunto de creencias que alberguemos sobre lo que hacemos y lo que somos, no sobre la actividad en sí. Exactamente igual que los tres albañiles de Miguel Ángel. Ya dije que Tolstoi dijo que “hay dos maneras de ser feliz: o haciendo lo que uno quiere, o queriendo lo que uno hace”. Si las experiencias pico no aparecen ni por asomo por tu vida, tienes dos soluciones. ¿La más contundente? Reunir la determinación, el entusiasmo y el coraje para construirte una vida en la que mayoritariamente hagas lo que quieras. Para ello, dispones de todas las herramientas y métodos descritos en Qué es el Coaching y La vida como obra de arte. ¿La más rápida? Aprender a amar lo que vives, para lo que tal vez necesites replantearte tus creencias sobre el valor y trascendencia ontológica de lo que haces. Para ello puedes utilizar el siguiente set de preguntas a contestar con toda la honestidad, valentía e imaginación que sepas reunir: ¿Cuál es el sentido último de lo que hago? ¿Qué de crucial en mi vida me permite conseguir el hacerlo? ¿Para qué y quiénes lo hago? ¿Cómo serían sus vidas y la mía si yo no lo hiciera? ¿Qué dice de mí el dedicar tanto tiempo y esfuerzo a hacer lo que hago? ¿En qué clase de persona /madre / profesional me convierte? ¿Qué pienso de mí por hacerlo? V. LA ELECCIÓN PERSONAL DE LA SATISFACCIÓN. Todos conocemos gente que es más feliz con la mitad que otros con el doble. Yo no soy quién para decirte si debes conformarte con esa mitad o lanzarte desbocado a por el doble. Eso sí: si quieres que tu vida sea digna de ser vivida, o te lanzas a por todo lo que creas que te haga falta para vivir a la altura de quién eres y para qué vives, o reencuadras tus creencias hasta encontrar razones para disfrutar de lo que haces y por lo que lo haces. Vivas lo que vivas, tienes la capacidad de transformarlo en una sucesión interminable de experiencias pico si aprendes a gestionar tus creencias sobre resultados y expectativas, dificultad y capacidad y sobre cómo contribuye eso que haces con tu sentido de identidad y misión personal. Hasta la existencia más ardua y complicada puede convertirse en una experiencia única y memorable si aprendemos a aprovecharla como se merece. Como siempre, de la lucidez de tus creencias depende. Y recuerda que son ellas las que te pertenecen a ti, no tú a ellas. Si decides aprender a ponerlas a tu servicio –no tú al suyo-, estarás desbrozando el atajo más directo a una vida desbordada de experiencias pico. Los atajos al flujo están todos ahí, a tu entera disposición, a poco que te atrevas a desbrozarlos. Anímate: merece la pena el esfuerzo de recorrerlos.
A los que ya leísteis el anterior post Flow y Experiencias Pico:la magia eficiente del placer, ya no os sonará nuevo que: Las emociones determinan qué acciones tenderemos a implementar, y con qué grado de habilidad o torpeza lo haremos. Todo aprendizaje y desarrollo de habilidades conlleva la repetición masiva de aquellas acciones que, por reiteración acumulada, acabarán automatizando lo que estemos aprendiendo. Sólo reiteramos, con la frecuencia e intensidad necesarias para la automatización de la excelencia, aquellas acciones que disfrutemos profundamente al implementar. ¿Se puede aprender a disfrutar de algo que, de entrada, no nos acabe de atraer demasiado? En el anterior post ya contesté con un más que rotundo SI. En éste, me planteo escudriñar la subsiguiente pregunta crucial: ¿Cómo hacerlo? Si te interesa conocer la respuesta…Dos son los principales atajos para llegar a disfrutar de nuestro esfuerzo en cualquier aprendizaje: alineando nuestros niveles neurológicos y auditando nuestras creencias sobre dificultad y competencia. De lo primero os hablaré a continuación; de lo segundo, la próxima semana. I. NIVELES NEUROLÓGICOS: el arte de la coherencia personal Fruto de una miríada de ideas, que amalgaman teorías que van desde el antropólogo Gregory Bateson y el psicólogo Paul Watzlawick hasta el Coach Robert Dilts, el constructo de los niveles neurológicos intenta explicar como la congruencia entre los diferentes componentes de nuestra persona actúan como catalizador o saboteador de nuestra felicidad, eficiencia y satisfacción personal (vaya, de nuestro flujo como motor de placer y solvencia). ¿Cuáles son éstos niveles y cuál es su utilidad para transformarnos la existencia? Una síntesis personal de los diferentes niveles neurológicos que nos conforman los reduciría a seis: 1. ENTORNO, 2. CONDUCTA, 3. HABILIDADES Y COMPETENCIAS, 4. CREENCIAS Y VALORES, 5. IDENTIDAD y 6. MISIÓN. 1. El ENTORNO se refiere a nuestro entorno físico y personal: desde dónde vivimos hasta con quién lo hacemos, las particularidades de lo uno y lo otro, qué oportunidades facilitan y cuáles dificultan. Responde a las preguntas Dónde, Cuándo, Con quién, y multiplica o divide el abanico de oportunidades al alcance de nuestras posibilidades. Si vivo en Cataluña o Japón, en Barcelona o Organyà, si mi familia cojea de un pie o de otro, si mi espacio profesional se centra en los resultados o el proceso y si las amistades o parejas que elijo prefieren la literatura francesa, la esgrima, el parchís o la escalada, todo ello marcará los límites a los que nos sentiremos tentados a circunscribir el resto de niveles neurológicos. 2. LAS CONDUCTAS son el conjunto de acciones que implementamos en el entorno en el que vivimos y en los diferentes ámbitos de nuestra vida. Responde a la pregunta Qué hacemos, y determina nuestros resultados (somos lo que hacemos, como vimos en El hábito SÍ hace al monje: seremos lo que hacemos y El Hábito SI hace al monje II: el veneno –antídoto de la mielina). Bien sencillo: si hago deporte o no, si leo o dejo de hacerlo, a qué dedico el tiempo libre, como interactúo con mis seres queridos, mis vecinos, etc. 3. LAS HABILIDADES Y COMPETENCIAS son el conjunto de conocimientos desde los que implementamos nuestras conductas, aquello que sabemos hacer y con qué grado de maestría lo haremos. Responde a la pregunta Cómo hacemos, y determinan el grado de eficiencia con que actuamos sobre el entorno. Van desde las más meramente instrumentales (si sé arreglar un motor o un enchufe, hablar inglés, cocinar para 15, etc.) a las más personales (dirimir conflictos racionalmente, gestionar mis propias emociones, comunicarme empática y asertivamente, etc.). 4. LAS CREENCIAS Y VALORES son el conjunto de dogmas y reglas personales que legitiman, impelen y permiten que desarrollemos nuestras competencias y conductas, mientras que los valores son el set de preferencias que, al priorizarlas sobre las demás, hacen que actuemos como actuamos. Responden a la pregunta Porqué hacemos, y descubrirlo nos permite saber las razones por las que decidimos actuar como actuamos y, en caso de conflicto de intereses, priorizar lo que priorizamos (ver Si no lo creo, no lo veo y la serie sobre valores Entre el sentimiento y la razón: el arte de decidir… con valor, Valor y precio de los valores, El valor de los valores… y el precio de no pagarlo y El arte de soplar y sorber). Como ejemplos de creencias, desde las más obvias y objetivas (el sol sale por el este, si salto vuelvo a caer) a las más metafísicas y subjetivas (el bien siempre triunfa, sólo ascienden los enchufados, si me esfuerzo conseguiré lo que quiero, los estudios no sirven para nada, etc.), mientras que valores son todos aquellos principios que creemos prioritarios (el honor, la familia, la higiene, la comodidad o el esfuerzo). 5. LA IDENTIDAD es el conjunto de creencias que albergamos sobre nuestra esencia personal, nuestro carácter e inherencias más arraigadas. Responde a la pregunta Quién soy, y determina lo que pensamos sobre nosotros mismos, los límites de lo posible, la autoestima y nuestra posición y relación con el mundo y los demás. Al analizarla, llegamos a conclusiones tanto sobre características personales (soy inteligente, soy un desastre, soy curioso, soy fuerte) hasta roles sociales o profesionales que resaltamos y elegimos que nos definan (soy padre, soy profesor, soy heterosexual, etc.). 6. LA MISIÓN es la razón ontológica por la que vivimos. Respondiendo a la pregunta Para qué estamos aquí, determina cuál es la finalidad de nuestra vida, lo verdaderamente prioritario de nuestra existencia y a qué roles y ámbitos de nuestra vida deseamos dedicar más tiempo, deseo y atención. Estrechamente conectada al legado que queremos dejar tras de nosotros, ejemplos de misión serían educar a los hijos, dar la vuelta al mundo, construir una sociedad mejor, escribir una enciclopedia, vivir de los demás, cuidar a mis padres, etc. La sensación de integridad, coherencia y sentido a nuestra existencia (que provocará que disfrutemos, suframos o nos resignemos con mera indiferencia a hacer lo que hacemos en y con nuestra vida) dependerá del grado de armonía entre todos estos apartados de nuestra existencia. Y de su armonía o desarmonía dependerá que alcancemos las tan necesarias y ansiadas experiencias pico, esas que nos abrirán o cerrarán las puertas del placer y el éxito en los diferentes ámbitos de nuestra vida. En los diferentes cursos que imparto, la imagen que utilizo para explicar qué son y para qué sirven estos seis niveles neurológicos es la de nosotros mismos como una carreta y los diferentes niveles neurológicos como el conjunto de seis caballos que tirará de nosotros. ¿Qué cada uno de ellos tira de nosotros en la misma dirección y al mismo ritmo? Avanzaremos a una velocidad constante, la máxima que permita la potencia de los caballos, y el viaje será placentero: sensación de flujo ¿Qué cada uno de ellos tira de nosotros en una dirección diferente? No sólo no avanzaremos un milímetro sino que, todavía peor, los goznes de la carreta sucumbirán a la presión de fuerzas contrarias que acabarán por partirla en pedazos. Si vivimos en un entorno que no es propicio para las conductas que implementamos; si nuestras conductas van por un lado, nuestras habilidades no corresponden con las competencias demandadas por esas conductas, nuestras creencias y valores no se ven reflejados en lo que vivimos y nuestra vida no va acorde con quiénes creemos ser ni aporta nada a las razones por las que queremos vivir… nuestra vida será un desastre. ¿Os suena el sentirse desubicado, que nada tiene sentido, un cierto regusto a fraude en nuestro día a día o el estancamiento personal o profesional, por mucho que hagamos o dejemos de hacer? Todos lo hemos sentido puntual o habitualmente, y ahora sabemos porque: por el grado de coherencia o incongruencia entre nuestros diferentes niveles neurológicos. ¿Y cómo solucionarlo? Fácil, aunque no automático ni exento de trabajo personal. Primero, descubriendo cuáles son nuestros niveles neurológicos (cuál es nuestro entorno y cuál queremos que sea, qué hacemos, qué sabemos hacer, cuáles son nuestras creencias y verdaderos valores, quién quiero ser y para qué estoy en este milagrito efímero que llamamos vida). Y tras ello, diseñando un conjunto de planes de acción que nos lleve a cambiar todo lo que necesitemos reestructurar como para que los diferentes niveles neurológicos sumen entre ellos en la sinergia mágica (que nada tiene de sobrenatural) de la coherencia personal, el flujo y las experiencias pico. Haz que tu Entorno armonice con tus Conductas, tus conductas con tus Habilidades, Creencias y Valores, éstos con tu Identidad y tu Identidad con tu Misión personal, y tu vida se convertirá en una aventura rebosante de sentido, motivación, curiosidad y ambición ilusionada (amén de resultados progresivamente extraordinarios). II. A VUELTAS CON LA RESPONSABILIDAD Y LA LIBERTAD Una vez más, todo ello depende de nosotros mismos. El reconocer la responsabilidad ineludible sobre la creación de experiencias pico (a partir de alinear nuestros niveles neurológicos) nos muestra una vez más lo más poderoso e incómodo de reconocer: la satisfacción personal depende exclusivamente de nosotros, es una prerrogativa de nuestra libertad y tenacidad para irla construyendo. Pero no hay libertad sin responsabilidad y, por mucho que liberen ambas, no por ello dejan de pesar (sobre todo si confundimos la responsabilidad con la culpa, como ya vimos en Culpables de nada, responsables de todo). Por eso las rechazamos con tanto ahínco, por eso nos incomoda tanto que nos las recuerden y nos toca tanto las narices aquél que lo haga… como por ejemplo, yo. Por suerte yo no aspiro a ser vuestro amigo sino vuestro Coach, y por ello no busco vuestra simpatía sino vuestro desarrollo. Y no dudo un segundo en sacrificar la una en aras de lo otro. Desconfiad de todo aquél que priorice el caer bien sobre el resultaros útiles. El buen médico no es el que prescribe el tratamiento que más le guste al paciente, sino aquél que lo curará. Y toda compañía que se precie siempre se parecerá más a un buen médico que a un pelota dorapíldoras.
Como ya vimos (entre otros, en El Arte de Afilar la Sierra), de los millares de taras culturales que heredamos de nuestra sociedad actual destacan todas aquellas creencias, limitantes hasta la castración, relacionadas con el esfuerzo, la mejora y la superación. Refranes y maldiciones bíblicas como “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, “Parirás con dolor”, “No pain, no gain” nos adoctrinan desde bien pequeñitos a relacionar avance con sufrimiento, superación con agobio y mejora con sacrificio, como si todo esfuerzo tuviera que ser necesariamente sinónimo de incomodidad y emociones negativas. Y así, poco a poco, vamos desarrollando una más que razonable aversión instintiva al aprendizaje, la superación personal o la mejora profesional, equiparándolos más a la martirología que a la satisfacción. Pero, ¿Todo esfuerzo conlleva, necesariamente, sufrimiento? ¿Cada mejora precisa de sacrificio? Y más aún: ¿Podría ser el esfuerzo, más allá de sus resultados futuros, una fuente de placer en sí mismo? Si crees que si, o como mínimo que es necesario aprender a creerlo… 1. ESFUERZO, CAMBIO Y APRENDIZAJE Todo cambio comporta aprendizajes para implementarse, pero todo aprendizaje ha de traducirse en cambios si no quiere quedarse en mero acopio de información pasiva. Mejorar, en cualquier ámbito de nuestra vida, conlleva dejar atrás una serie de creencias y pensamientos que nos abocaban a conductas que, a su vez, producen unos resultados que, si son indeseados, desearíamos cambiar. Pero superar todo ello nos obliga a algo rara vez deseable: dejar atrás el entorno de seguridad al que, para bien o para mal, estábamos acostumbrados y en el que, aunque tal vez insatisfechos, nos sentíamos seguros y todo resultaba previsible, sencillo y hasta cómodo por automatizado. Ya vimos que una de las razones por la que nos cuesta tanto cambiar son los cantos de sirena de los hábitos adquiridos. Amén de la alergia a lo desconocido que nuestro cerebro más primitivo nos inculca, las costumbres arraigadas durante décadas nos impelen a desconfiar de lo nuevo y aferrarnos al entorno donde, con más pena o más gloria, hasta hoy hayamos sobrevivido (recuerda: a tu cerebro le importa tres pimientos una felicidad que no dudará un segundo en sacrificar en aras de prolongar tu tiempo vivo y potencialmente reproductivo, qué para él es lo único que cuenta). ¿Y cuál es la mejor manera que tiene nuestro cerebro reptiliano de impedirnos abandonar la seguridad del entorno conocido y costumbres adquiridas? Muy sencillo: impeliendo al cerebro límbico a hacernos sentir emociones negativas cada vez que salgamos del redil de lo habitual o nos esforcemos por implementar conductas que conlleven un gasto de energía a cambio de mejoras inciertas, abstractas y futuribles. Sin resultados inmediatos y garantizados, el cerebro prefiere un ahorro energético que, en su mentalidad paleolítica, nos ayudará a sobrevivir hasta la próxima ingesta de calorías. Por todo ello, todo proceso de cambio conllevará un esfuerzo que, con el piloto automático, nos hará sentir inseguros, incómodos y cansados. Así, si queremos acometer cambios sustantivos en nuestra vida (que si son realmente importantes, requerirán de fe, tiempo y constancia) debemos aprender a disfrutar el esfuerzo que, impepinablemente, precisará el salir de nuestra zona de confort actual. Porque el sufrimiento se puede compensar con fuerza de voluntad, sí, pero por cierto tiempo, con poco placer y mucha menos eficiencia. Sufriendo se puede avanzar, pero ni mucho ni ágilmente. Pero, ¿Se puede aprender a disfrutar del esfuerzo, y vivirlo como un privilegio y no una maldición? ¿Puede ser el esfuerzo en sí una fuente de satisfacción? Dos buenas noticias: no sólo es posible sino que, además, depende exclusivamente de ti el conseguirlo. 2. EL FAMOSO FLOW: estados de flujo y experiencias pico El flujo, como las experiencias pico, son aquellos momentos en los que la tarea realizada nos absorbe de tal manera que llegamos a olvidar tiempo, espacio y a nosotros mismos. Seguro que podéis recordar muchos momentos en los que os habéis enfrascado en alguna actividad, labor o proyecto con la que os sentíais tan esencialmente identificados que pasasteis horas de más o menos intenso esfuerzo sin siquiera notarlo, y cuando levantasteis la cabeza para mirar el reloj, el tiempo había volado. ¿Fue riendo o cuidando a un hijo? ¿Jugando a algo? ¿Con alguna tarea profesional? ¿En un concierto o película? Buena noticia: no fue la tarea concreta las que os hizo entrar en flujo, sino vuestro grado de identificación con ella. Sea el sexo, el arte, el deporte, la profesión o cualquier forma de amor, no fue esa actividad la que propició la experiencia pico, sino la manera como os la representasteis internamente (submodalidades del pensamiento), como la significasteis (para qué sirve, qué resultados dará, qué dice de mí el estarla haciendo con tanta entrega) y qué aspectos de la misma colapsaron vuestra atención al implementarla (el esfuerzo de llevarla a cabo o el privilegio de los resultados). Y todo ello depende de tu manera de pensar, no sobre el objeto sobre el que piensas. Mejor noticia: como conclusión, el flujo no llega sólo sino que lo creamos nosotros con nuestro propio pensamiento (otra cosa es que nos hayamos dado cuenta de haberlo hecho, que nunca lo hacemos y nos parece que haya aparecido por arte de magia). Evidentemente, con todas aquellas actividades que nos propician espontáneamente momentos de flujo, ni necesitamos plantearnos todo esto. Tampoco se requiere con aquellas frente a las que disponemos de otras alternativas satisfactorias. Pero ¿Y con todas aquellas que no nos gusta pero que nos encantaría que lo hiciera? ¿Ante aquellas frente a las que no tenemos elección inteligente? Si nos lo proponemos, podemos crearlo voluntaria, artificialmente. Con una artificiosidad que, en cuanto la hayamos repetido unas decenas o centenares de veces, será tan espontanea como el resto de automatismos que ya tenemos y que confundimos con nuestra esencia o personalidad. ¿Cómo? Eso será materia de un próximo artículo, en el que compartiré con vosotros los dos atajos hacia el flujo: auditoría de creencias sobre dificultad y competencia y alineamiento de niveles neurológicos. 3. LA VIDA EN FLOW: consecuencias de disfrutar o sufrir el esfuerzo Miles de razones me llevan a aconsejar ponernos manos a la obra de fabricarnos nuestros momentos de flujo al ejecutar aquellas acciones que nos llevarán a conseguir nuestros objetivos más deseados. Pero entre todas ellas, dejadme destacar las tres consecuencias más beneficiosas de aprender a convertir en experiencia pico todas nuestras conductas importantes. EFICIENCIA. Cuanto más profundamente disfrutamos lo que hacemos, más resultados conseguimos en menos tiempo. Desde el placer profundo al hacer algo, los minutos producen como si fueran horas, y nuestras competencias y habilidades se multiplican hasta la genialidad. Respecto a la educación de tus hijos, tus propios estudios o tu trabajo, ¿No te gustaría conseguir infinitamente más en muchísimo tiempo menos? Para hacerlo, el construirte tu propio flujo es la herramienta esencial. DEDICACIÓN. Cuanto más disfrutamos de una actividad, mayor predisposición tendremos a pasar más tiempo –¡Y eficiente!- haciéndola. Y, obviamente, cuanto más tiempo no sólo más resultado, sino mayor desarrollo progresivo de las habilidades que ya teníamos. Y a mejores habilidades, más placer, en un círculo virtuoso que sólo desde las experiencias pico podemos empezar a dibujar. FELICIDAD. El flujo nos permite que el propio hacer, per se, se convierta en fuente intrínseca de placer, independientemente de los resultados a cosechar como frutos de nuestra actividad. Por mucho que deseemos mejorar, progresar, ayudar más y mejor y entregarnos a los seres amados, no olvidemos lo principal: la vida es un regalo perecedero al que hemos venido a disfrutar a manos llenas, no a sufrir. La grandiosa noticia es que, gracias al flujo, ahora sabemos que el placer no sólo no va en detrimento de la obligación, sino que es su principal aliado. Mediante la creación voluntaria del flujo podemos hacer que nos guste lo que nos conviene. Podemos disfrutar, como un placer per se, de los esfuerzos que nos mejoren como padres, profesionales o amantes. Es una mera cuestión de proponérselo (de esto pretende persuadirte este artículo), escoger una estrategia eficiente para lograrlo (tarea ya del próximo) y comprometerse con implementarla las veces que haga falta hasta conseguirlo (punto esencial de todos los artículos anteriores del blog). Nada merece más la pena en la vida que reeducarnos como para que el gusto se adapte a la conveniencia, y no al revés, y para conseguirlo el flujo será nuestro principal aliado. Tal vez en esto consista ser el dueño de tu vida, y no un mero inquilino esclavo de tus impulsos atávicos, involuntarias inclinaciones temperamentales o preferencias más caprichosas. No olvides la disyuntiva crucial de toda existencia: o subordinas lo que te apetece a lo que te conviene, o lo que te conviene a lo que te apetece. Supongo que sabes de sobra qué tipo de persona propicia una elección y qué tipo la otra. Y no me cabe la menor duda sobre a cuál prefieres parecerte. Y sobre todo, a cuál quieres que tus hijos aprendan a imitar gracias a tu ejemplo.
“La mejor manera de hacer que una rosa muera es abrirla a la fuerza cuando todavía no pasa de ser una pequeña promesa de flor”, José Saramago, La Caverna Entre los muchos Mantras culturales de nuestro Occidente contemporáneo que parecen pensados ex profeso para amargarnos la vida, destacan todos aquellos relacionados con el éxito inmediato, la productividad compulsiva y los resultados a cualquier precio. El resultadismo tiránico que la sociedad actual nos impone en cualquier ámbito de nuestra vida (con nuestra aquiescencia consciente o inconsciente, pero bien activa) consigue persuadirnos de que no sólo debemos, sino que además es lo más útil, esforzarnos sin descanso siempre por encima de nuestras posibilidades y pasar más tiempo haciendo que pensando cómo hacer mejor. Parece que el resultado final sólo dependa de cuántas horas le dedicamos a algo, sin importar el precio a pagar por ello. Y desde una perspectiva de productivismo de tierra quemada, parece hasta lógico: cuánto más tiempo pases haciendo, mayores resultados conseguirás. Pero, ¿Hasta qué punto es sostenible toda esta martirología del sacrificio sobredimensionado? ¿Cómo nos hace sentir, y qué repercusiones tienen esas emociones sobre nuestras relaciones con los demás… y con uno mismo? Y aún más: ¿Realmente mejora resultados toda esta apología del estrés perpetuo? 1. EFICACIA vs EFICIENCIA: los huevos y la gallina Con excesiva frecuencia, nos dejamos empujar por las presiones sociales hasta confundir ambos términos. Mientras la eficacia es la consecución de los resultados deseados, la eficiencia es la consecución de esos resultados teniendo en cuenta los recursos invertidos para ello. Llevado hasta el esperpento, eliminar un granito en la mano cortándonos el brazo entero es eficaz. En cambio, eficientes sólo seremos si conseguimos eliminar ese granito mediante un tratamiento lo más económico, indoloro y con el mínimo de efectos secundarios posibles. ¿Bastante obvio, verdad? Pues, en el fondo, como todo lo que explicito en este blog: lo difícil no es entenderlo intelectualmente, sino concienciarse de la necesidad de tenerlo presente y actuar en consecuencia. No nos engañemos: vivimos en una sociedad resultadista, devota de la inmediatez y el análisis superficial a bote pronto. Nuestro mismo sistema económico y relación con el medio ambiente refleja estos parámetros adictos al corto plazo más miope. Pocas empresas y organizaciones se plantean, más allá de la retórica o el marketing, establecer el criterio básico para la eficiencia: el equilibrio entre la Producción (resultados) y la Capacidad de producción (sostenibilidad de los recursos invertidos para obtener esos resultados). Y nosotros, como individuos, acabamos absorbiendo los parámetros de nuestra cultura, reflejándolos en cómo conducimos nuestras vidas. En consonancia con la mentalidad de tierra quemada de nuestra economía, parece que lo único que cuenta es cuantos huevos forzamos a la gallina de nuestra productividad a poner, sin pararnos a pensar (más allá de la digresión teórica) hasta qué punto el ritmo de puesta está respetando la capacidad de la gallina para seguir poniendo o si, por el contrario, la irá enfermando (ergo reduciendo su capacidad ponedora) hasta acabarla esterilizando, dejando nuestras canastas progresivamente vacías. Amén de miope y resultadista, vivimos en una sociedad que también nos contagia una serie de lógicas, plausibles pero falaces, basadas en el mecanicismo industrial del que proviene nuestro sistema económico. A saber: si una maquina consigue, a pleno rendimiento, producir 10 unidades en 1 hora, si la ponemos a producir 10 horas, producirá 100 unidades. Y en 100, pues 1.000, claro. Esta imagen, que en el fondo no sirve ni para las máquinas (desgaste, interrupciones puntuales, averías…), puede resultar relativamente verosímil en procesos de producción y maquinaria, pero nunca para los humanos. ¿Jugamos a las 7 diferencias entre una máquina y un ser humano? Imagino que no hará ninguna falta, pero si resaltar un par de aspectos cruciales de estas diferencias obvias: primero, que los cálculos mecánicos no sirven para calcular el rendimiento en labores en las que la creatividad, el ingenio y el pensamiento estratégico son más importantes que la repetición mecánica de una serie predeterminada; segundo, porque mientras en las máquinas no se tiene constancia, en los seres humanos si: las emociones multiplican o dividen exponencialmente nuestra eficiencia. Desde según qué emociones, en un minuto se producen 1.000 unidades y, desde según que otras, en muchas horas muy pocas. Richard Bandler, en su más que recomendable “Use su cabeza para variar”, cuenta la siguiente anécdota: en una empresa metalúrgica, se producía una avería recurrente que paralizaba la producción demasiado a menudo. Tras meses de revisiones exhaustivas, centenares de pruebas de días de duración y millones de datos recopilados, los prestigiosos equipos de hiperactivos y metódicos ingenieros no acababan de dar con la anomalía. Finalmente, uno de los obreros de producción de mayor experiencia dijo intuir donde estaba el problema, y que para solucionarlo pedía cobrar ese servicio aparte. La dirección de la empresa accedió sin excesiva fe, y el operario se puso manos a la obra. Picó en ciertos conductos un par de veces, pegó la oreja a otros y, tras cinco minutos de pruebas, se paró bajo una tubería y dio un pequeño golpe al metal que la recubría. Contra todo pronóstico, la maquinaría empezó a funcionar y el director de la empresa, agradecido, preguntó si le debían algo por sus escasos cinco minutos de trabajo. El operario no dudó en la respuesta: “Si, 10.000 $”. Contrariado por una minuta de la que sólo él se creía merecedor por escasos minutos de dedicación, el director le pidió que le extendiera una factura y que desglosara por conceptos los ítems en los que se basaba para pedir tal cantidad de dinero por tan breve esfuerzo. Al cabo de una semana, y cuándo ya pensaba haber disuadido al operario de pedir tal cantidad, recibió la factura solicitada, dónde se podía leer: “Por martillear: 5$; por saber donde hacerlo: 9.995 $”. Desde luego, la habilidad para saber donde martillear no se desarrolla precisamente martilleando sin descanso, sino observando, estudiando y entendiendo el porqué y el para qué del propio martilleo. Decía Paul Watzlawick que no hay mejor manera de amargarse que ponerse unas expectativas irrealmente tiránicas, basadas en algún resultado EXTRAordinario, y establecerlo como baremo mínimo aceptable, por debajo del cual nos sentiremos insatisfechos. Yo añadiría que, aplicado a la eficiencia personal y profesional, también: no hay mayor cheque en blanco a la ineficiencia a largo plazo que obligarnos, a la corta, a una hipereficiencia inalcanzable que requiera unos umbrales de esfuerzo que, por desproporcionados, nos desgasten progresivamente hasta límites de inoperancia. Y a mayor inoperancia, mayor estrés por mejorar resultados; y a mayor estrés, mayor inoperancia. Voilà el círculo vicioso del estrés cronificado. Con sus consecuencias ineludibles: sufrimiento e ineficiencia. 2. CUANDO LO DIFÍCIL NO ES LLEGAR, SINO QUEDARSE Infinidad de pensadores lo han reiterado desde mil prismas: más difícil que conseguir algo es mantenerlo, y lo que se consigue de una manera insostenible, se acabará perdiendo antes o después. Pero que lo digan filósofos y artistas de diverso pelaje puede ser, dependiendo del caso, desde una conclusión lúcida para vivir mejor a un brindis al sol sin demasiado relación con la eficiencia personal. Pero que lo sostenga un tal Richard Boyatzis, todo un gurú del management americano más productivista, ya me da más que pensar. Y él no alberga duda alguna, y en su ensayo Liderazgo Emocional lo sostiene con claridad meridiana:. Refiriéndose a las personas con grandes responsabilidades corporativas y en aras de optimizar sus resultados, el principal reto de todo líder no es conseguir la “resonancia” (entendida como eficiencia interpersonal, gerente y económica), sino algo más difícil: mantenerla. Por eso, todo líder, en aras de su productividad, ha de renovarse personalmente del desgaste inherente a la responsabilidad y el poder que comporta su rol. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse, tanto para grandes líderes de masas como para grandes líderes de familias, amigos, parejas… o lo que todos somos (o deberíamos ser): los líderes de nosotros mismos. El nuevo management americano lo tienen clarísimo: lo sostenible es lo eficiente, por encima de las éticas autoflagelantes del esfuerzo exponencial y el sacrificio per se. Y si algo tiene el mundo empresarial americano es que no sostiene nada que, al final, no sea eficiente en términos de productividad y beneficios. Parafraseando de nuevo a Boyatzis: “El líder eficiente, para seguirlo siendo en el tiempo, tiene la obligación ineludible de dedicar un tiempo a “renovarse” (cuidarse, descansar, reflexionar, planificar más que ejecutar compulsivamente)”. Y en términos de resultados, a mí no me hagáis ni puñetero caso; a él, si. 3. LA TRANQUILIDAD COMO OBLIGACIÓN RESPONSABLE: aprendiendo a afilar la sierra Exigirnos tanto como profesionales, amantes, hijos, amigos o padres y madres responde, además de a nuestra satisfacción personal, al deseo de aportar lo mejor de nosotros a nuestros seres más queridos. Sea más dinero, mejor compañía o educación, queremos dedicar tantas y tantas horas y nos demandamos tamaños resultados porque la felicidad de los nuestros es tan o más importante que la propia. Y, dado que estar uno mismo mejor incrementa nuestra eficiencia en todos estos ámbitos, es precisamente en aras de esa felicidad en tercera persona por lo que resulta un acto de entrega y responsabilidad el dedicarnos un tiempo a nosotros mismos, a nuestro disfrute y “renovación” personal. No por un mero hedonismo egoísta (que también, por supuesto), sino para fabricarnos una entrega eficiente a los que tanto queremos y por los que tanto estamos dispuestos a sacrificar. Precisamente por ellos, debemos devolvernos algo de ese tiempo que, presuntamente para ellos, nos escatimamos con tanta saña. Debemos ser tan indulgentes con los resultados cosechados como insobornablemente autocríticos con los métodos que nos hayan llevado hasta ellos. Y no olvidarnos de una absoluta obviedad: nos guste o no, no somos máquinas. Y el acierto y la lucidez estratégica para planificar la producción es mucho más importante que el número de horas invertidas en producir. Si de lo que se trata es de llevarles a los seres queridos mucha leña, hemos visto que a la larga no corta más árboles quién se dedica febrilmente a serrar sin descanso, sino quien para de tanto en tanto. No sólo para descansar sino, principalmente, para afilar la sierra. La vida no es una carrera de 100 metros lisos sino una maratón en el que de poco sirve encadenar breves y explosivos esprints absolutamente insostenibles a la larga. La mejor manera de llegar rápido no es esprintar desaforadamente cuando ya estamos exhaustos, sino pararnos a descansar para coger fuerzas y desentumecer y cuidar nuestros músculos. No sólo nosotros lo agradeceremos: los que dependen de nosotros, también. Mucho más, para ser exactos. Sólo hay un despilfarro mayor que perderse el presente por el miedo al futuro: hipotecarnos el futuro por el sobresfuerzo presente.
Una vez aclarado quiénes queremos ser y qué acciones, al transformarse en hábitos, nos acercarían a ello, una miríada de manías, automatismos heredados y excusas varias (perezas, incomodidades, costumbres anquilosadas) acostumbran a interponerse entre nuestros deseos y nuestras conductas. Todo eso que llamamos debilidades, ¿Cómo pueden parecer tan fuertes? ¿De dónde sacan su poder para, con tanta eficiencia, hacernos descarrilar una y otra vez en nuestros mejores propósitos? ¿Tan fuertes son nuestras debilidades… o las fortalecemos nosotros a base de sobredimensionar nimiedades? ¿Es posible hacer que nos guste lo que nos gustaría… que nos gustase? Si en El Hábito SI hace al monje (I y II), las preguntas eran “¿Cómo me he convertido en quién soy?” y “¿En quién quiero convertirme?”, las que tratará de responder este artículo son “¿Cómo me impido implementar las conductas que quiero?” y ¿Qué puedo hacer para que me apetezca convertirlas en mis hábitos?”. Para ello, lo primero es entender qué son las conductas y cómo las formamos. Lejos de ser la plasmación lógica de nuestra personalidad o alma heredada e inmutable, nuestras conductas son la consecuencia del conjunto de nuestra actividad intrapsíquica previa a la acción. Actuaremos en función de cómo sentimos y sentimos en función de cómo pensamos, por lo que cualquier cambio de conducta ha de basarse en un cambio de la manera de pensar y sentir que la sustenta (de lo contrario, estaremos empezando la casa por el tejado… con los desplomes previsibles). Para facilitar un cambio de conductas, debemos previamente cambiar los diferentes escalones que componen el proceso cognitivo en que todo hábito se sustenta. A saber: 1. CREENCIAS. Como vimos en el post “Si no lo creo, no lo veo”, las creencias son aquellos dogmas sobre uno mismo, los demás y el mundo que aceptamos como ciertos y mediante los cuales regimos nuestras conductas. Dejar atrás un hábito castrante o iniciar uno potenciador, sin sufrir infinitamente al hacerlo, requiere de una reestructuración de aquellas creencias que nos hacían persistir en el hábito que queremos superar. ¿Cómo dejar de fumar cuando “si no bebes, no fumas y no follas, para qué vives, gilipollas”? ¿Hacer ejercicio, si mimarse es despanzurrarse en el sofá frente a la primera bazofia que a la TV le dé por vomitar? ¿Superar una ruptura de pareja, cuándo “sin ti no soy nada”? ¿Aprender inglés, cuándo “soy malo para los idiomas”? Lanzarse a un cambio de hábitos sin haber detectado y refutado las creencias que los sostenían es como intentar salir del coche sin habernos desabrochado el cinturón de seguridad: inútil o, cuanto menos, gratuitamente trabajoso. 2. VALORES. Tal y cómo vimos en los post sobre valores, nos resistimos a hacer aquello que en el fondo no va con nuestros valores esenciales, por lo que todo cambio fluido precisa de auditar (conocer), cambiar (si no nos cuadran) o reestructurar la jerarquía (priorizar aquellos que decidimos que sean prioritarios) de nuestros valores. De no hacerlo, multiplicaremos exponencialmente las resistencias que todo cambio, per se, conlleva. Pretender un cambio de hábitos sin haber auditado previamente nuestros valores es como echar a correr para llegar puntual a un lugar… que ni sabemos cuál es ni, mucho menos, dónde está. 3. FOCO DE ATENCIÓN. ¿En qué centras tu atención al pensar en lo que quieres hacer: en el coste o en el beneficio de hacerlo? ¿En el esfuerzo previo a la consolidación del hábito a estrenar o en el placer tras haberlo hecho? ¿En el sudor de sembrar o en la perfume de la cosecha? ¿En lo que te va a costar a ti hacerlo o en el beneficio de que tus hijos te vean haciéndolo? Intentar desear sobre lo que reparamos exclusivamente en sus aspectos más presuntamente incómodos o desagradables sólo puede motivar a los acólitos más militantes del sadomasoquismo. 4. SUBMODALIDADES. Las submodalidades son como los ladrillos del edificio de nuestro pensamiento, los átomos que lo conforman. Son los detalles (visuales, auditivos, kinestésicos) que colorean y ponen banda sonora a las imágenes mentales que creamos al pensar o recordar. Se refieren no a lo QUE pensamos, sino a CÓMO lo pensamos. Al recordar un episodio cualquiera de tu vida o vislumbrar un posible cambio, ¿Cómo son las imágenes de ese recuerdo? ¿Luz, tono de voz, tamaño? ¿Qué escenas escoge tu memoria (o imaginación) para representar ese pensamiento? La respuesta a estas preguntas serán las submodalidades que conforman tu manera de pensar respecto a cualquier tema, y éstas determinarán tus emociones al respecto. No puede gustarnos algo cuya representación mental está compuesta de detalles lúgubres, sufridos o desagradables. De hacerlo, es como intentar excitarnos sexualmente pensando en la flora bacteriana de los genitales de nuestro partenaire erótico. 5. INTENCIÓN POSITIVA. Toda conducta es a) Coherente y lógica respecto a nuestra manera de pensar (tal vez la que no sea coherente ni lógica sea nuestra manera de pensar, pero siempre lo será la conducta respecto a esa manera de pensar) y b) alberga una intención positiva por la cual la implementemos. Incluso las conductas más obviamente autodestructivas tienen, de fondo, una intención presuntamente positiva para quien las ejecuta (¿Suicidio?: dejar de sufrir; ¿Adicción a la heroína? –perder de vista el mundo-; ¿Ver T5? –Buf, ahí ya no llego…-). Por muy contraproducente que una conducta sea, por mucho dolor que nos acarree, siempre hacemos lo que hacemos para salvaguardar algo valioso para nosotros, por lo que si no queremos enfrentarnos a resistencias (extras) al cambio deberemos detectar primero e incluir después esa intención positiva en nuestras nuevas conductas y hábitos a consolidar. Sin incluir la conducta positiva, intentar cambiar de hábitos es como vender el coche para comprar gasolina y la gasolina para comprar otro coche: derrochamos el dinero, y jamás nos moveremos del sitio. ¿Por qué fracasamos tan a menudo al intentar cambiar? Pues porque intentamos cambiar las conductas directamente, sin prestar atención a como nos “convencíamos” para hacer lo que hacíamos. De actuar sobre el techo de las conductas y no desde sus cimientos cognitivos, tendremos que apelar a la épica sufridora de la fuerza de voluntad (que no acostumbra a ser ni fuerte ni, mucho menos, voluntaria). La fuerza de voluntad viene a ser como la primera marcha de un coche: totalmente necesaria para arrancar, pero terriblemente ineficiente –y devastadora para el motor del coche- para realizar todo el trayecto deseado. En la 1a de la fuerza de la voluntad, fundimos el depósito y quemamos el motor a los pocos kilómetros de haber arrancado. Pero, como hemos visto, hay una opción mucho más eficiente como base y cimiento al cambio de la conducta deseada: cambiar previamente tus creencias, tus valores prioritarios de facto, dirigir voluntariamente tu foco de atención hacia las ventajas de la nueva conducta, prestar atención y remodelar tus submodalidades e incluir tu intención positiva en el nuevo hábito. ¿Difícil? Para nada, como mucho complejo. Pero se puede cambiar, y hacerlo de la manera más sencilla, elegante y agradable posible. Para eso estamos los Coaches que nos dedicamos a algo más que a musarañear con los cuatro topicazos más manidos del mal llamado pensamiento positivo. Recuerda que cambia SIEMPRE QUIEN QUIERE hacerlo, sin pensar en el precio a pagar por ello. Eso sí: no cambia NUNCA QUIEN en el fondo NO QUIERE hacerlo, sea porque realmente no lo desea, sea porque confía cándidamente en que, aun manteniendo las conductas anteriores, el azar, papá o mamá, dios o el diablo acabarán consiguiendo para él o ella esos resultados diferentes que desea (¿Qué forma más sofisticada de locura, verdad?: hacer lo mismo pero esperar resultados diferentes… Si es que estamos todos de frenopático). Y la clave para “querer querer” estriba en este trabajo de auditoría y cambio de nuestra manera de pensar al que te invito con toda mi convicción. Ahora ya sabes cómo cambiar eficientemente, por lo que ya es una mera cuestión de querer. De querer querer. ¿Te atreves a desearlo?
¿Qué hace que nos guste o nos disguste hacer una actividad en concreto? ¿Por qué unas actividades nos cuestan tanto esfuerzo y otras no? ¿Por qué hay cosas mínimas que nos cuesta tanto hacer y otras, que aún representando inversiones titánicas de tiempo y esfuerzo, ni nos damos cuenta de haber empezado a hacer o ni nos cuestionamos el seguir haciéndolas? En resumen: ¿Por qué nos motivamos con tanta facilidad frente a algunos desafíos y frente a otros no? Parece que estar motivados sucede sin más, como algo ajeno a nuestra voluntad, pero… ¿Podemos hacer algo para dirigir voluntaria y conscientemente nuestra motivación? Muchos son los factores que intervienen en la motivación: la educación recibida, los hábitos de la infancia, las cartas biológicas que nos hayan tocado, las inclinaciones temperamentales, etc. Como Coach y Formador, no me interesan gran cosa todo estos factores ya que, por muy diversos que parezcan, todos ellos están fuera de nuestra influencia directa. Ni elegimos la educación recibida, ni las actividades que nos inculcaron ni, mucho menos, las habilidades cognitivas o físicas que hayamos heredado de la genética. Todas ellos influyen, y mucho… pero no determinan. Pero aparte de todos estos motivos enraizados en un pasado educacional o biológico sobre el que no tenemos control alguno, hay una serie de factores que, bien presentes y potencialmente bajo nuestro control voluntario, si determinan nuestra motivación actual. ¿Cómo procesa la información el cerebro para motivarnos? ¿Y para desmotivarnos? ¿A qué presta atención, qué magnifica y qué minimiza? Veamos… M = R – E Recuerda alguna situación de tu vida (compleja, a largo plazo, a sabiendas de los ingentes recursos que precisaría) para la que te sentiste especialmente motivado y acabaste realizando. ¿Qué fue? ¿Aprobar un examen? ¿Tener un hijo? ¿Comprar un piso? ¿Perder o ganar peso? Déjame explicarte qué ocurrió en tu cerebro para motivarte hasta lanzarte por ese objetivo, por mucho que supieras los muchos esfuerzos que podría conllevar. El cerebro es el órgano del cuerpo encargado de procesar la información exterior (sentidos) e interior (propias cogniciones) que llegan hasta él a la hora de decidir qué conducta resultará más adaptativa en función del contexto concreto. Para ello, dispone de dos maneras de analizar la información: una consciente (elaborada pero muy lenta, presuntamente focalizada en el neocórtex) y una inconsciente (imprecisa pero automática, presuntamente activada desde el cerebro reptilínio, el más primitivo). Ante la llegada de cualquier estímulo, interno o externo, el cerebro primitivo realiza dos evaluaciones automáticas (demasiado veloces para ser conscientes): ¿Esto es una fuente potencial de placer o de dolor? Y a renglón seguido: ¿Qué puedo hacer para acercarme al placer (y aumentarlo) o para alejarme del dolor (y disminuirlo)? Una vez tomada su decisión (precipitada y a brocha gorda), el cerebro primitivo pasa la información al neocórtex (la parte más racional del cerebro) que, ya conscientemente, engalanará esa decisión a bote pronto de razones y razones, a cuál de ellas más presuntamente objetivas, para justificarla. Pero no nos engañemos: la decisión ya la tomó la parte más primitiva del cerebro (la más primaria e imprecisa, la que compartimos con mamíferos y reptiles). La motivación funciona de manera análoga. Al plantearnos un reto, un objetivo, el cerebro hace un análisis a bote pronto de la situación. ¿Recuerdas la fórmula anterior? Motivación = R –E. Los dos criterios en los que se basa el cerebro son el de la Recompensa potencial de la(s) accione(s) y el del Esfuerzo a invertir para implementarla(s). Te pongo un ejemplo: a la hora de decidir si salgo a correr o me tumbo en el sofá, mi cerebro evalúa el beneficio de salir a correr (salud, estética, ánimo…) y le restará el esfuerzo a invertir para conseguirlo (frío o calor, cansancio, incomodidad…) ¿Qué estaré motivado a hacer? Aquello a lo que dé más importancia y preste más atención. Si focalizo mi atención en la recompensa por hacerlo, mi pensamiento aumentará la importancia y el beneficio de hacer ejercicio, y finalmente me pondré las bambas y saldré a correr. Por el contrario, si focalizo mi atención en el esfuerzo a realizar, mi atención disminuirá los beneficios del ejercicio y multiplicará los inconvenientes de ponerme a hacerlo. ¿Conclusiones de todo ello? Varias e importantes. Veamos: La motivación depende de DONDE DECIDIMOS FOCALIZAR NUESTRA ATENCIÓN: si en los beneficios o en el coste de realizar o no las acciones para conseguir nuestro objetivo El primero en evaluar la información concerniente al coste – beneficio de una acción es el cerebro reptilineo (el que, para tomar decisiones rápidas que garanticen nuestra supervivencia, debe procesar a brocha gorda, sin mucho miramiento y baremando la información en base a sus cuatro criterios favoritos: inmediatez, corto plazo, seguridad y comodidad). De ello se desprende que la motivación para todo aquello que, por educación, biología o falta de hábito no nos sintamos espontáneamente inclinados a hacer dependerá de la reflexión pausada y lenta de nuestro cerebro más humano y consciente: el neocórtex. Sin reflexión, sólo haremos aquello que al cerebro primitivo primero le apetezca (que no ha de coincidir, necesariamente, con lo que nos conviene). La decisión de donde focalizar nuestra atención, si en la recompensa o en el esfuerzo, es voluntaria, si, pero no por ello necesariamente consciente. Al realizarla en primera instancia el cerebro primitivo, es inconsciente; no se hará consciente hasta que la información llegue (y ya manipulada) hasta el neocórtex. Éste, si no hacemos un esfuerzo crítico muy explícito, se limitará a elucubrar razones presuntamente objetivas cuya finalidad será justificar la decisión del cerebro primitivo (basada en la seguridad y la comodidad a corto plazo). Obviamente, no hace falta aplicar nada de esto a aquellos retos para los que “espontáneamente” ya nos sentimos motivados. Pero sabemos que, aunque las motivaciones “automáticas” son ideales, hay centenares de temas cruciales en nuestras vidas para los que la motivación no es un regalo, sino un logro. Por suerte, tenemos en nuestras manos herramientas motivacionales para desear hacer cualquier cosa que nos propongamos. Cualquier hábito que quieras cambiar, cualquier reto que quieras conseguir pero que no te apetezca lanzarte a por él… ESTÁ EN TU MANO MOTIVARTE PARA HACERLO: DEPENDE EXCLUSIVAMENTE DE TU VOLUNTAD CONSCIENTE. Si decides prestar más atención, magnificar y regodearte en el presunto esfuerzo que conllevará multiplicando su importancia, te garantizo que no lo harás. Por el contrario, si decides focalizar tu atención, magnificar y multiplicar la recompensa o beneficio, te garantizo que acabará apeteciéndote hacerlo. Perder o ganar peso, dejar de fumar, aprender un idioma, ser más empático o asertivo, cambiar de pareja, trabajo o residencia, construirte una nueva carrera profesional, comer mejor… ¿Qué harás o dejarás de hacer? Aquello a lo que decidas prestar más atención: a los beneficios o al coste de hacerlo. Somos radicalmente libres para motivarnos con los que nos dé la gana. La libertad conlleva responsabilidad, y ésta acostumbra a incomodar, pues siempre es más fácil convencerse que uno no puede (así no nos sentimos obligados a hacer el más mínimo esfuerzo para conseguir motivarnos) y, además, echarle la culpa de nuestra desmotivación a factores sobre los que no tenemos ninguna incidencia posible (la educación, la biología, el temperamento y demás zarandajas con las que nos autojustificamos para no asumir las riendas de nuestra vida). Superemos los complejos victimistas del tipo “soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”: tomemos las riendas de nuestra vida, de nuestros deseos y voluntades. Empecemos por dejar atrás el uso tan irresponsable que hacemos del lenguaje: no volvamos a repetir falacias tipo “es que eso no me motiva” (nada motiva per se: te motivas tú con ello). Recuerda: la tortilla de patatas no engorda (engordas tú al comértela) y las llaves no pueden perderse (las pierdes tú). Déjame proponerte un ejercicio para que te adueñes de lo que es tuyo: tu capacidad de automotivación. Elije un tema importante (concreto, específico) para el que te gustaría sentirte motivado. Haz una lista de Recompensas y otra de Esfuerzos potenciales si te lanzaras a conseguir ese objetivo. Decide qué quieres querer. Si realmente lo quieres hacer, focaliza tu atención en las recompensas que conllevaría. Regodéate en ellas, magnifícalas, reúne razones que multiplicarán tanto su número como el impacto positivo que tendrían en tu vida (y en la de tus seres amados) todas y cada una de esas recompensas. Piensa en los esfuerzos potenciales, y focaliza tu atención en toda la información que los relativice, minimice y reduzca su fuerza. Repite la operación tantas veces / días / semanas como sea necesario hasta que realmente desees hacerlo .Créeme: sea una, diez o mil veces, si repites este ejercicio las ocasiones necesarias, podrás motivarte para hacer cualquier cosa. Eso si: cuanto más alejado esté tu reto de los automatismos heredados de tu biología, educación o hábitos, más veces tendrás que repetirlo para automatizarlo. Ah! También vale dejar de intentarlo, obviamente es legítimo. Pero si no consigues motivarte para hacer lo que quieres… ¡Relájate y disfruta! Señal de que no era tan importante, o si pero no te da la real gana hacerlo. Caso de dejar de intentar motivarte, al menos ya sabes que no se debe a imposibilidades fuera de tu alcance, ni maldiciones bíblicas ni condenas de los hados, sino a que, haciendo uso de tu más que legítima libertad… no te da la gana pagar el precio que todo logro conlleva. La motivación es como un supermercado: somos libres de elegir el producto que queremos comprar… pero no su precio. No olvides que querer llevarse un producto sin pagar tiene un nombre: robar. Y en la vida, abundamos los chorizos existenciales que queremos los mejores productos (como la motivación)… pero sin pagar ningún esfuerzo por él. La motivación es gratis… lo cual no quiere decir que no tenga un precio. El de construírnosla nosotros cunado no nos llegue sola. Decidas automotivarte o no: ¡Enhorabuena! Relájate y disfruta de la ilusión por las recompensas… o de haberte librado de un esfuerzo que, ahora sabes, sencillamente no te apetecía invertir. ¿Qué el tema es muy importante? Pues a repetir el ejercicio anterior hasta motivarte. ¿Qué no te apetece repetirlo? Pues a disfrutar del relax de no esforzarte por algo que, en el fondo, tampoco te importa tanto. Eso sí, no cometas el error más habitual: sentirte culpable por no hacer nada o agobiado por el esfuerzo a invertir por hacerlo. No te condenes a este juego pierde /pierde digno de los más sórdidos tugurios de sadomasoquismo. Decía Tolstoi que había dos maneras de ser feliz: O haciendo lo que queremos o queriendo lo que hacemos. Elige si vas a motivarte o no para conseguir tus objetivos, sabes que depende exclusivamente de ti. Pero elijas lo que elijas: ¡Disfruta! De tu ambición o de tu descanso, pero no te hagas trampas al solitario condenándote a un sufrimiento estéril y gratuito. Disfruta del sofá o de las bambas… pero disfruta de tus decisiones. Son tuyas, y las has tomado libremente: ¡Enhorabuena!
Para erguir la espalda… enraizar las piernas Al hilo de la importancia de erguir la espalda (como nos sugiere la meditación Zen para elevar la cabeza), la semana pasada os animé a plantearnos hasta qué punto animamos a nuestros adolescentes a descubrir sus pasiones, posible vocación y a descubrir sus puntos fuertes. Esta semana os quería hablar de la importancia, precisamente para poder estirar bien la espalda, de ayudar a nuestros adolescentes a que enraícen sus piernas en la realidad actual, sin escatimarles ni un ápice la dureza del suelo sobre el que deberán apoyarlas. Las raíces de la des-motivación adolescente Hace años dejó de sorprenderme (que no de escandalizarme) el grado de desconocimiento sobre la situación socioeconómica de los adolescentes actuales, y qué consecuencias sobre su conducta tenía su desconocimiento. Si un adjetivo resume el estado de ánimo de los chicos y chicas que nos llegan al PQPI, éste sería el de desmotivados. Literalmente, sin motivos para estudiar, ni formarse ni preocuparse por absolutamente nada más allá de hedonismos varios, todos inmediatos y superficiales. Desde hace años me dedico a indagar sobre las causas de esa falta de motivos para la responsabilidad en general y la formación en particular. Para ello, en las primeras clases del curso les paso un cuestionario en el que reflejar su grado de conocimiento sobre la situación sociolaboral actual y el coste de (sobre)vivir, así como el rol y la utilidad de la formación en su sentido más amplio (estudiar, leer, aprendizaje continuo…). Para no escribir una tesis doctoral sobre ello, resumiré más allá de lo aconsejable y reduciré su falta de motivos a tres ámbitos principales. Para ilustrar mi elección, a continuación os paso algunas de las respuestas más habituales que recibo a las preguntas que les formulo y que, tal vez, nos puedan indicar algunas de las claves de su des-motivación para construirse una carrera formativa y profesional: DESCONOCIMIENTO DE LA REALIDAD LABORAL DEL PAÍS. TASA DE PARO ESTADO ESPAÑOL: 5% TASA DE PARO JUVENIL: 10% SALARIO MEDIO ESTATAL: 3.000 € DESCONOCIMIENTO DE LAS EXIGENCIAS ECONÓMICAS DE LA VIDA COTIDIANA. HIPOTECA / ALQUILER: 400 € CESTA DE LA COMPRA: 100 € (mensual / 4 pax) TOTAL FACTURAS MENSUAL: 100 € (gas, luz, agua, tlf) TOTAL GASTOS FAMILIA: entre 500 y 700 € (mensual / 4 pax) CLAVES PARA CONSEGUIR UNA VIDA PROFESIONAL Y ECONÓMICA SATISFACTORIA (por orden de importancia) SALIR POR LA TV: futbolista, modelo, famosete TENER ENCHUFES (por Dios, a ver si somos nosotros quien se lo hemos inculcado…) SER GUAP@ TENER SUERTE ESTUDIOS Y EXPERIENCIA (último lugar) Podría continuar con algunos ejemplos más dignos de una antología del disparate, pero el rubor me lo impide. Manejando esta información… ¿Qué motivos habría para estudiar? ¿Para comerse la cabeza pensando en qué quiero ser o dejar de ser? ¿Para cultivarse, mejorar, descubrir, esforzarse, ilusionarse? ¿Esperanzados o engañados? La clave de la motivación adolescente es idéntica a la adulta: consiste en aprender a ILUSIONARSE con una meta futura. Ilusión, etimológicamente, proviene de illudere (jugar contra), y en las diferentes lenguas latinas ha generado una sinonimia envenenada que nos puede llevar a equívoco. Ilusión quiere decir tanto “esperanzas y expectativas”, como “engaño, percepción irreal”. Al no ayudarles a estirar la espalda, contribuimos a que no estiren sus esperanzas, expectativas y sueños. ¿Y cómo ilusionarnos, de adolescentes, con una vida que se limitará a alquilar horas por un salario que nos permita escuetamente sobrevivir? Esforzarse hoy para pagar facturas mañana se parece mucho a un (des)engaño. Con el cerebro anegado de endorfinas, el neocórtex por madurar (también hablaremos de la neurobiología del cerebro adolescente) y las hormonas desaforadas… ¿Sacrificaremos siquiera una migaja del presente por un posible futuro que ni entreveo y, caso de hacerlo, no me pone lo más mínimo? Para esto sirve la primera parte fisiológica de la meditación Zen: para animarles a que sueñen más y mejor, y hacerles sentir que serán capaces de conseguir hasta el último de los sueños a los que comprometan el esfuerzo necesario para alcanzarlos. Y algo si cabe más importante: que el esfuerzo no sólo merece la pena en cuanto a resultados, sino que podemos convertirlo en un placer en sí mismo, independientemente del objetivo que nos facilitará. Estirar la espalda les servirá, literalmente, para que conciban la ilusión como “esperanzas y expectativas”, no como “engaño, percepción irreal”. La vida profesional puede ser infinitamente más que un mero pagafactureo y convertirse en una fuente de realización personal lejos de la maldición bíblica del “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. De adolescentes, sólo nos ilusionaremos con nuestra carrera formativa si la entendemos como una potencial fuente de placer y satisfacción futura mucho más allá de la mera superviviencia económica. De no hacerlo, el hedonismo inmediato y miope será su prioridad… como tal vez fue la nuestra a su edad. Ojalá y alguien me hubiera hecho tomar conciencia de todo esto a su edad. Lamentablemente, nadie supo hacerlo, y supongo que como venganza retroactiva, es una de las razones por las que me dedico a trabajar con ellos. ¿Soñadores o ingenuos? Quien se ilusiona, por definición, es un ILUSO, y la sinonimia de este derivado otra vez puede ser una trampa. Porque “iluso” tiene dos significados: O tendente a soñar (soñador, utopista, fantasioso) o tendente a la credulidad (crédulo, engañado, inocente). Y en este tipo de ingenuos convertiremos a nuestros adolescentes si no los informamos (in-formar: formarlos interiormente con datos relevantes y significativos) sobre el precio a pagar por no construirnos una vida profesional ilusionante, satisfactoria y plena (desde lo personal a lo económico, familiar, vital; en términos de felicidad, libertad económica, realización personal…). Si, por un contraproducente sentido de la sobreprotección no les informamos del precio económico de (sobre)vivir y del precio emocional de la frustración profesional o el paro, los estamos desproveyendo de motivos (des-motivando) para, partiendo de la formación académica y la responsabilidad personal, construirse una vida profesional satisfactoria. No compartir con ellos responsabilidades domésticas y datos económicos (tanto nacionales como familiares) los condena a una visión infantiloide, inmadura e ingenua de la vida. Sin saber los costes de nada, las consecuencias de sus actos ni la realidad macroeconómica a la que se enfrentarán… ¿Por qué deberían responsabilizare de nada? ¿Para qué esforzarse, si todo cae del cielo? ¿Para qué obligarme a nada, si me han hecho entender que tengo derecho a todo? Al escatimarle toda esta información clave para forjar la responsabilidad, los condenamos a la desmotivación, mientras que al compartirla con ellos les estamos dando MOTIVOS para tomar las riendas de sus vidas. Y quien tiene motivos está, literalmente, motiv-ado. Con piernas fuertes en firme contacto con la realidad, serán ilusos pero no por ingenuos, sino por soñadores. Manos a la masa Al final del post anterior os animaba a cuestionaros hasta qué punto ayudabais a vuestros adolescentes a “erguir la espalda”. Hoy os animo a que os preguntéis sobre cómo ayudáis a vuestros adolescentes a fortalecer y asentar sus piernas: ¿Conocen vuestros adolescentes la realidad sociolaboral del país? ¿Habéis hablado con ellos –no A ellos: CON ellos- sobre las perspectivas futuras? ¿Qué demandará el mundo profesional del futuro? ¿Se parecerá en algo su realidad profesional a la fantasía mongoloide del famoseo televisivo? Concretamente, ¿Qué cambiará disfrutar de una vida profesional plena o de una basada en la necesidad y el odio a su dedicación? Específicamente, ¿en qué se diferencia la una de la otra en lo económico, emocional y vital? Si habéis intentado hablar con ellos de todo esto, ¿Cómo lo habéis hecho? ¿Tras esperar el momento adecuado, sin prisas, intentando influir de a pocos y reiteradamente? ¿O en el momento que os iba bien a vosotros, con prisa por convencer de una vez y definitivamente? Si notamos que no nos escuchan, ¿nos lo tomamos como una invitación a cambiar de estrategia, momento, manera, o como la excusa para no intentarlo más, o de otra manera? ¿Paramos, hablamos más fuerte, nos lo tomamos como una afrenta personal? ¿Compartimos con ellos esta información, aparte de broncas, discursos, filípicas y puntuales arrebatos de exigencia que acostumbran a acontecer sólo cuando estamos a punto de estallar? ¿Comunicamos desde la confianza, las ganas de compartir, la paciencia y la constancia, o desde la ira, la impaciencia, la acusación, el dramatismo y la voluntad de culpabilizar? ¿Cuándo fue la última vez que os sentasteis con vuestros adolescentes a sumar las facturas de la casa? ¿Con números exactos o con juicios de valor (muuuucho; demasiaaaado, intoleraaaaable)?; ¿Saben lo que paga la familia de alquiler o hipoteca? ¿Lo que cuesta comer, ducharse, ver la TV? ¿El % que estos gastos de mera supervivencia representan sobre el total de ingresos familiares? ¿Conocen los números exactos de los ingresos familiares? ¿Sospechan el % sobre los ingresos familiares –tras gastos de supervivencia- que representa un móvil, un jersey o un ordenador? ¿Participan de algún modo –una vez con pleno conocimiento de la información pertinente- de las decisiones económicas familiares? ¿Quién y cómo decide las inversiones importantes de la familia (coche, electrodomésticos, etc.)? De los valores clave para la formación personal y la superación profesional que les demandamos (constancia, paciencia, esfuerzo, motivación, superación constante, etc.), ¿Cuántos ven encarnados en las conductas cotidianas de sus adultos más directos? ¿Están presentes en nuestra vida profesional? ¿Qué valoramos nosotros mismos en la vida? ¿A qué dedicamos nuestro tiempo? Exactamente, ¿Qué estamos aprendiendo ahora? ¿Cómo, concretamente, estamos esforzándonos por mejorar? ¿Qué están viendo que hago? ¿Coincide con lo que les demando a ellos? ¿Encarnamos con nuestras creencias cotidianas aquello que querríamos que ellos creyeran? (Me vuelvo a adelantar a próximos post: educamos por lo que hacemos, no por lo que decimos. Es la conducta, no los discursos, lo que imparte doctrina). El Zen de la Motivación Adolescente: piernas firmemente enraizadas en el Estado Actual para permitir que la cabeza se estire hacia el Estado Deseado. No erguirán la cabeza hacia el cielo si no fortalecemos y afianzamos sus piernas con información plena y pertinente sobre la realidad socioeconómica y profesional que les toca y tocará vivir. Pero no encontrarán motivos para fortalecer sus piernas si no saben que con ello contribuirán a conseguir unos objetivos más ilusionantes que el alquilar horas para pagar facturas. Como en la fisiología Zen, sin cabeza erguida no hay piernas enraizadas, pero sin piernas enraizadas no erguiremos la cabeza. Os animo a que los ayudéis a ambas cosas con vuestras preguntas y, sobre todo, conducta cotidiana. Mucho más que con grandes filípicas, anatemas apocalípticos o grandilocuentes discursos culpabilizadores. Como decía Gandhi: “Sé tú el cambio que quieres ver en los demás”.
¿Alguna vez habéis practicado la meditación? Aunque con una irregularidad sonrojante, llevo casi una década meditando en sus diferentes escuelas y métodos (existen una infinidad, desde históricas y profundamente enraizadas en la sabiduría oriental hasta fantasmadas new age de nuevo cuño, que en cuanto mezclas espiritualidad y negocio, hasta el más tonto se pone a hacer relojes…). Aunque el objetivo de la Meditación es mental (focalización de la atención para evitar que los pensamientos se dispersen hasta desquiciarnos), utiliza el cuerpo como principal herramienta para conseguirla. Para meditar, mi fisiología preferida es la que propone el budismo Zen: sentarse con las piernas entrecruzadas, la espalda estirada y con la barbilla ligeramente hacia atrás. La finalidad de esta posición es estirar la espalda y apuntar la coronilla lo más arriba posible, pero esta posición resulta extremadamente difícil de sostener si no se trabaja bien su base: unas piernas firmemente enraizadas al suelo para aportar el apoyo necesario que permita al torso estirarse y, con ello, proyectar el cuello y la cabeza hacia el cielo. Resumiendo a brocha gorda su simbología, esta postura busca estirarnos para proyectarnos hacia el “cielo”, pero sin perder el contacto con la “tierra” (el famoso aquí y ahora). Y a mí, obsesionado con mi profesión, esta posición me parece la versión budista del ABC del Coaching: apuntar hacia el cielo del Estado Deseado… pero sin dejar de examinar la tierra del Estado Actual. Por mucho que sea marca de la casa el interconectar absolutamente todo lo que hago, nunca pensé que la meditación Zen y mi pasión como profesor de adolescentes tuviera nada que ver. Amén del primer día de presentación, estas últimas semanas he disfrutado de las dos primeras clases con mis alumnos del PQPI (Adolescentes con Fracaso Escolar… ¿O Escuelas con Fracaso Adolescente? También hablaremos de ello…). En la primera clase empezamos a trabajar dos temas absolutamente cruciales en el proceso de cambio personal necesario para redirigir su situación formativa: encontrar su vocación (todos la tienen, aunque ni a ellos les haya dado la gana buscarla ni nosotros hayamos sabido animarles a hacerlo), y ayudarles a que se cuestionen sobre su verdadero potencial personal. Estos adolescentes llegan hasta el PQPI con tres creencias especialmente limitantes: 1. No tienen la menor idea de qué les motiva, qué profesión les llenaría personalmente. No sólo no sospechan que, si buscan bien, encontrarán una dedicación profesional que les haría felices… es que ni siquiera sospechan que pudiera existir, pues para ellos trabajar es de pringados y los triunfadores son futboleros, grandeshermanos o estrellas del chafardeo zafio. Tampoco imaginaron nunca la influencia determinante de la satisfacción profesional sobre la felicidad (ni la económica, ni la personal, ni mucho menos la intelectual), y jamás conectaron el aprendizaje, la cultura y la formación con trabajar la mitad, ganar el doble o disfrutar el triple (o lo mejor de todo: ¡Las tres posibilidades!). Si trabajar es de pringados que nunca serán famosoides y estudiar es de freacks que, como ni ligan ni tienen amigos, se dedican a leer libros… ¿Para qué estudiar? ¿Para qué forjarse una carrera profesional? 2. Como buenos hijos de nuestro tiempo, confunden garrafalmente CONDUCTA con IDENTIDAD. Y como su conducta formativa no ha sido precisamente un dechado de virtudes hasta ese momento, han interiorizado que “SON” vagos, o problemáticos o difíciles (ni se plantean ni nadie les ha dicho que, sencillamente, actúan vaga o problemáticamente debido a sus creencias, y que en cuanto éstas cambien, su conducta cambiará automáticamente). Por conveniencia o resignación, aceptan todas las etiquetas con las que los hayamos marcado a fuego. Etiquetas denigrantes para ellos y frustrantes para profesores y padres… pero cómodas para todos (“Claro, como el Luisma es tonto”… y asunto zanjado) 3. Al hilo de lo anterior, también confunden POTENCIAL ACTUAL con IDENTIDAD. La mayoría (no todos) llega con niveles formativos muy bajos, y creen que su misérrimo nivel de competencia actual es fruto de “SER” poco capaces, y no de que (ahora) carecen de unas habilidades cognitivas (lecto-escritura, técnicas de estudio, recursos mnemotécnicos, etc.) que, si deciden adquirirlas, les convertirán automáticamente en “inteligentes”. Porque, ¿Qué es ser inteligente? Sencillamente, hacerse con y practicar hasta desarrollar las habilidades y capacidades necesarias. Una persona inteligente no es más que un tonto que ha aprendido las competencias que le permiten actuar inteligentemente. Y a estos alumnos o nadie se las ha enseñado o a ellos no les ha dado la gana aprenderlas y practicarlas hasta su automatización. Ni ellos ni nosotros: no somos nada. Somos en función de cómo actuamos, y actuamos en función de lo que sabemos hacer. En posteriores post os hablaré sobre las falacias castrantes de la Identidad… No os podéis imaginar los efectos de empezar a desafiarles estas tres creencias, limitantes como cepos. Ya han iniciado su transformación aquéllos alumnos que en esta primera clase empiezan a sospechar que tal vez: 1. … Haya un trabajo que les podría hacer infinitamente felices y que, para ser una fuente de satisfacción, ese trabajo no tiene ni que caerles del cielo ni reportarles decenas de miles de euros por tan sólo menear el culo, patear un balón en calzoncillos, despellejar a alguien a berridos destemplados o discutir sobre lo que haga o deje de hacer con sus genitales un famosoide más o menos asilvestrado. 2.… Nuestra vida profesional pueda ser la principal fuente de satisfacción vital y felicidad también –y especialmente- fuera del trabajo. 3.… Comportarse como un tonto no equivale a ser tonto, sino a actuar tontamente 4. … No sean malos estudiantes, sino estudiantes con malos resultados porque no han desarrollado las competencias que les permitirán obtenerlos brillantes. Con sólo desafiar estas creencias, su comunicación no verbal empieza a cambiar, y salen de clase con un primer atisbo de duda que tal vez todavía no sea nada, pero que es la primera semilla de absolutamente todo. En algunos (nunca la mayoría), ya se notan los efectos euforizantes de empezar a sospechar que no “son” vagos sino desmotivados (des-motivados: sin motivos) y que tampoco “son” tontos, sino personas que no han desarrollado el conjunto de competencias y habilidades que les habrían permitido implementar lo mejor de su inteligencia. Todas estas creencias limitantes, nunca desafiadas con la intensidad y constancia que necesitaban, les han hecho andar durante años con la ESPALDA ENCORBADA, y aquí empezamos a enseñarles como estirarla. En términos de meditación Zen, en estas primeras cinco horas empezamos el laaaaaaaargo proceso de animarles a apuntar su coronilla mucho más alto de lo que nunca se atrevieron siquiera a desear erguirla. Aquí empiezan a aprender que ellos (y cualquiera) puede llegar a convertirse en su mejor versión (y las consecuencias de hacerlo), siempre y cuando hagan lo que toque hacer para conseguirlo. No es problema de SER (en el sentido de haber nacido con unos determinados atributos), sino de HACER. Heidegger decía que “la Conducta genera Ser”. Y ellos, sin tener ni idea de quién narices sea Heidegger (ni falta que les hace, por ahora) empiezan a presentirlo tras esta primera clase. Pero les (y nos) engañaríamos si les dejáramos pensar que todo es así de fácil: unas clasecitas, unas reestructuraciones cognitivas… ¡Y a vivir la vida! ¡A conseguir todo lo que quieran! Qué lejos está la realidad de ser así de sencilla: para que el torso se yerga y la coronilla pueda estirarse más allá de lo imaginable, se necesitan unas piernas fuertes que se enraícen firmemente en la dura realidad del suelo. Y éste será el tema de mi siguiente post sobre educación adolescente. Una vez les empezamos a estirar la espalda haciéndoles saber que pueden ser en la vida todo lo que se comprometan a ser, toca explicarles cómo fortalecer esas piernas (sin las que la espalda erguida no se aguantaría mucho) y la dureza extrema del suelo sobre el que las han de asentar. Sin contacto con la realidad cotidiana (el contexto laboral y económico actual, y el tiempo y esfuerzo que comporta la (re)construcción personal y el aprendizaje), estirar la espalda no les serviría para soñar ambiciosos, sino para desbarrar sin sentido con supuestas utopías de éxito que nunca se materializarán si esperamos que lleguen por un mero guiño del azar, automáticamente y sin inversión de recurso alguno (tiempo, dinero, práctica…). Si no les elevamos la coronilla de sus sueños y capacidades, les condenamos a una vida literalmente jorobada. Pero si no les asentamos las piernas sobre la cruda realidad actual, los condenamos a delirar con grandes sueños que, por no entender el esfuerzo y constancia que todos los sueños demandan, nunca llegarán a alcanzar. A los que os interese, os espero en el próximo post para aprender a enseñar a nuestros adolescentes a asentar las piernas en el suelo y no perder contacto con la realidad. Tan importante es insuflarles la motivación y la confianza para saltar como aposentarlos sobre el duro suelo que necesita para propulsarse el mero hecho de saltar. Y el suelo socioeconómico de este principio de siglo XXI resulta especialmente duro. Paro, mercado laboral, precios, facturas, formación requerida, salarios… qué os voy a contar que no sepáis, ¿Verdad? Vosotros si pero… ¿Y ellos? ¿Se lo explicamos suficientemente, más allá de filípicas abstractas, apresuradas, catastrofistas y puntuales? Os propongo que esta semana les ayudemos a estirar la espalda, animándoles a reflexionar sobre qué les gusta hacer, a qué les haría inmensamente felices dedicar un tercio de sus vidas, qué necesitarían aprender para poder mostrar su inteligencia latente. La semana que viene, a fortalecer piernas. Esta, os propongo que os planteéis: ¿Cuánto tiempo hemos dedicado a que nuestros adolescentes descubran su vocación? ¿Cuándo fue la última vez que valoramos explícitamente aquello en lo que son buenos? Al decir “Mi hijo es…” ¿Cómo acabo la frase? ¿Me he planteado, respecto a él, la diferencia entre IDENTIDAD y CONDUCTA? ¿Hasta qué punto confundo sus CONDUCTAS con su IDENTIDAD? ¿Qué consecuencias tiene en mí y en nuestra relación todos esos “ES”? ¿Cuándo fue la última vez que hablaste –sin adoctrinar- sobre la diferencia en dinero o tiempo o satisfacción entre vivir nuestra vocación o desperdiciar un tercio de nuestra vida en ocupaciones que odiamos? ¿Cuándo fue la última vez que hablasteis sobre la pasión de formarse, crecer profesionalmente, el placer de aprender continuamente? ¿Hasta qué punto encarnas con tu conducta tus discursos y consejos?
“Nosotros construimos nuestros hábitos; luego ellos nos construyen a nosotros”, sentenció el gran John Dryden. Y si de algo me han servido el Coaching, la Pedagogía, la Inteligencia Emocional y las Filosofías varias es para intentar contestarme con claridad y coraje a dos cuestiones esenciales: Quién quiero ser y a través de qué acciones podré irme acercando algo más a esa versión ansiada de mí mismo. 1. DIME QUÉ HACES Y TE DIRÉ QUIEN SERÁS Tus hábitos actuales, lo que ahora haces o dejas de hacer, no dicen quien eres en realidad, pero sí en quien te acabarás convirtiendo. A pesar de mis escepticismos personales, milito firmemente en la fe de Sartre en el potencial ilimitado de cambio y mejora de todo individuo (“Yo no veo al hombre tal y como es… sino tal y como podría llegar a ser”). Tus hábitos actuales hablan de tu estado actual, pero no de todo aquello que potencialmente podrías llegar a ser si te lo propusieras en la práctica. ¿Sabes cuáles son los principales límites de tu identidad futura? Tus hábitos presentes. No somos lo que hacemos… pero lo seremos de seguir haciéndolo. Frente a este llamado a la responsabilidad radical sobre nuestra conducta (como la base para confeccionarnos una vida a nuestra medida), se alzan toda una miríada de discursos esencialistas (el destino, la predestinación, el azar… y como no, la “identidad”) con un denominador común: achacar nuestras acciones y resultados a factores más allá de nuestra posible influencia, frente a los que somos meros espectadores indefensos e impotentes. ¿De dónde vienen esos discursos? ¿Cómo han llegado a estar tan arraigados en nuestra cultura cotidiana? 2. LAS CÁRCELES DEL SER: el camelo de la Identidad. Todo el pensamiento judeocristiano occidental nace con la filosofía griega. Una de las preguntas cruciales del pensamiento helénico fue “¿Qué somos? ¿Qué es la conciencia y el alma humana?”. Y sólo un elemento une la disparidad de respuestas que los diferentes filósofos griegos dieron a esta pregunta: desde Parménides a Platón, todas creían en un alma humana inmutable y heredada de vete tú a saber dónde, respecto a la cual debíamos limitarnos a buscar hasta encontrarla para reconocerla… y ceñirnos a sus dictados y caprichos. Según esta versión, somos como somos, como somos viene determinado por fuerzas más allá de nuestra influencia (la genética, la educación recibida, la infancia, etc.) y al ser humano sólo le queda la introspección intelectual para llegar a conocer esa alma o identidad, tan ineludible y azarosa como la estatura o el color de ojos que te haya tocado en la rifa genética (¿Nos suena el tema, 25 siglos después, de a) Creer que cambiaremos pensando b) Resignarnos a no cambiar, pues “somos como somos”?). Por suerte, desde el siglo pasado toda una trouppe de filósofos europeos empezaron a contradecir esta versión del alma humana inmutable y recibida pasivamente. Pensadores como Nietszche, Heidegger, Schopenhauer, Buber, Sartre y muchos otros empezaron a desenmascarar el mito de la identidad como determinante de nuestros resultados en la vida. De diferentes modos y maneras, todos ellos venían a decirnos que no somos absolutamente nada en esencia. Al nacer, somos casi una tabula rasa que, más allá de cuatro instintos programados e inclinaciones temperamentales, está por modelar desde prácticamente cero. Y si bien es cierto que hasta la etapa adulta el peso de los factores externos determina nuestras acciones (ergo nuestra primera identidad), ya de adultos nos vamos convirtiendo en lo que pensamos, sentimos y, como consecuencia de ello, hacemos en y con nuestra cotidianidad. Aquellas acciones que repetimos suficientemente se acaban convirtiendo en hábitos y éstos, al automatizarlos por reiteración masiva, nos acaban pareciendo espontáneos y naturales, como si emanaran con naturalidad de una supuesta identidad previa a las acciones que los conformaron. Así, acabamos padeciendo el “síndrome Weissmuller” (el actor que, a fuerza de interpretar a Tarzán, acabó chillando en taparrabos por la 5ª avenida de Nueva York, con una mona alcoholizada. J.J. Millás ya lo dijo: “La identidad es una ficción que nos vamos creyendo a base de representarla una y otra vez, como esos actores locos que acaban identificándose masivamente con su personaje”). La identidad viene a ser el resultado de la leyenda personal sobre nosotros mismos que llevan y llevamos contándonos durante el tiempo suficiente como para creerla esencialmente cierta (y lo que es peor: objetiva e inmutable). En la identidad desembocan todos nuestros actos pasados, y el pasado es una película de la que la memoria es su mejor guionista (o en palabras de Vargas Llosa, “Algo que se aprende tratando de reconstruir un suceso a base de testimonios es, justamente, que todas las historias son cuentos”). La identidad no es la causa, sino la consecuencia de nuestros actos reiterados infinitamente a lo largo de una vida entera. Por todo ello, los problemas no se resuelven pensando en lo que somos, sino atendiendo a lo que hacemos (¡y cambiándolo si no nos satisface!), olvidándonos de malabarismos estériles sobre esencias predeterminadas, temperamentos inmutables y demás mitologías personales. No somos: vamos siendo. Y en función de lo que pensamos, sentimos y, sobre todo, hacemos habitualmente. 3. ¿ACTUAMOS CÓMO SOMOS… O SOMOS CÓMO ACTUAMOS? Los antiguos filósofos griegos defendían que “el ser genera acción”. Y, por supuesto, también es cierto: una vez que nos hemos convertido en lo que somos, actuamos acorde a esa identidad fabricada por cien mil avatares, conductas, creencias y valores profundamente arraigados y reflejados en nuestros hábitos. Unos hábitos tan consolidados que parecen emanar de una esencia inmutable, determinada mística o genéticamente. Y al creerlo así, sentimos que ante nuestra “identidad” sólo nos cabe obedecer sus modos maneras y directrices conductuales, resignádonos a sufrir o disfrutar de sus caprichos ajenos e indiferentes a nuestra voluntad e influencia. Por suerte, los filósofos europeos de los siglos XIX y XX nos enseñaron que, también y primordialmente, “la acción genera ser”. Hemos llegado a ser lo que somos por nuestros hábitos pasados, por la acumulación cuántica de los millones de acciones (conductas, pensamientos y sentimientos) que, acorde con esa presunta identidad, hemos reiterado hasta la automatización más aparentemente espontánea. La gran suerte, la gran habilidad, la gran responsabilidad de toda persona es darse cuenta que está en sus manos fabricarse otra identidad a partir de empezar a arraigar otros hábitos presentes que, a la larga, la acaben confeccionando. La primera pregunta clave no es quién soy… sino quién quiero ser; la segunda, no es cómo he llegado hasta aquí… sino a donde quiero llegar a continuación. Aristóteles ya lo sentenció con claridad: “Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto; es un hábito“. Y Richard Conniff (25 siglos después, en su infinitamente recomendable Historia Natural de los Ricos), decía que “Nosotros damos forma a nuestras casas, y después nuestras casas nos dan forma a nosotros”. A poco que nos atrevamos a pensar con un mínimo de honestidad, nos parecerá de una obviedad rayana a la perogrullería que no comemos mucho por ser gordos, ni corremos porque estamos en forma ni fumamos porque tosemos… sino a la inversa. Primero es la acción (repito: un determinado pensamiento o emoción también son acciones, que además determinarán la conducat) la que genera ser; después, ese ser ya construido genera acciones acorde con su naturaleza, en un círculo interminable. De nosotros depende que sea vicioso… o virtuoso. No te dejes engañar por las convenciones culturales imperantes ni por los cantos de sirena de la comodidad disfrazada de resignación razonada: si hoy eres en función de lo que hiciste ayer, mañana serás en función de lo que hagas hoy. Si nos parece razonable aceptar que el pasado determina el presente, no debería costarnos validar que el futuro lo determinará el presente. No olvides que el ser genera acción… pero la acción también genera ser. Te animo a que te formules las dos preguntas esenciales para tomar las riendas de tu vida y convertirte en la mejor, más satisfecha y feliz de tus versiones: ¿En quién quieres convertirte?; ¿Qué acciones habituales y reiteradas facilitarían tu transformación en esa persona que te haría más feliz a ti y a tus seres queridos? Vuelve ahora a leer el texto publicado esta mañana en Facebook, y te darás cuenta como los hábitos de pensamiento, sentimiento y acción SI hacen al monje. Estar orgulloso de uno mismo y satisfecho con la propia vida no es más que enterarnos de qué monje queremos ser… y confeccionarnos los hábitos de su congregación. De nuestra voluntad y empeño depende vestir los primeros hábitos que nos toquen o convertirnos en nuestros propios diseñadores pret à porter. El próximo post será una clase de corte y confección. Espero que lo leas con aguja, hilo y tijeras en ristre. Te mereces el hábito que mejor te siente, y está en tu mano el confeccionarlo.