Ansiedad y estrés en tiempos del COVID-19
Gracias a LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor y HERIDAS Y MASOQUISMO: las sinrazones del alcohol, ya sabemos las consecuencias tanto del abuso de la mercromina y del alcohol como los condicionantes sociales y biológicos que nos empujan a la una y al otro. Y las funestas sinergias que se dan entre extremos tan presuntamente antagónicos. También vimos cuales son los presuntos beneficios de la mercromina (alivio a la corta y apariencia de sanación) y del alcohol (desinfección profunda), y los precios que pagamos por ambos. Pero teniendo tanto de malo y algo de bueno… ¿Es posible combinar la desinfección del alcohol con el alivio de la mercromina? ¿Se puede evitar la abrasión del uno y la infección postergada de la otra? ¿Existe alguna substancia que reúna todos sus beneficios sin acarrear ninguno de sus efectos secundarios? Y caso de existir, ¿Nos cae del cielo o hemos de aprender a fabricarla nosotros mismos cuándo la necesitemos? Si te interesa saberlo… I. AGUA OXIGENADA Y MADUREZ. Muy a menudo, nuestras madres no tiraban directamente de alcohol ni de mercromina, sino de Agua Oxigenada. Tal vez no desinfectara tan profundamente como el alcohol ni aliviara tan automáticamente como la mercromina. Pero curaba también y, además, no ardía con la comezón ensañada del alcohol puro. Lo mejor de ambos mundos. De niños, como no podía ser de otra manera, eran nuestras madres quiénes decidían qué utilizar, qué comprar y cómo aplicarlo sobre nuestras heridas. Una de las diferencias básicas entre la niñez y la madurez estriba en que, presuntamente, de adultos decidimos y tenemos que proveernos por nosotros mismos, y ya no queda bien el sentarnos llorando y quejarnos a papá y mamá para que nos sanen las heridas, abastezcan el botiquín y paguen ellos el precio de nuestros productos. Pero de adultos arrastramos algunas rémoras infantiloides (sólo las que nos convienen, claro), entre ellas las de quejarnos del alcohol y la mercromina en vez de enterarnos como se fabrica el agua oxigenada y ponernos a ello. Queremos que la mercromina desinfecte, el alcohol no escueza…. y que el agua oxigenada aparezca por sí sola en el botiquín. Caprichosillos que somos… La buena noticia es que el adulto puede darse cuenta de sus conductas más infantiles, y dejar de implementarlas. Una vez nos damos cuenta que a) Necesitamos agua oxigenada b) Podemos fabricárnosla nosotros mismos c) Nadie es responsable de traérnosla… ya sólo nos queda aprender la receta, levantar el culo y ponernos a destilarla. II. INGREDIENTES DE LA FÓRMULA MÁGICA. 1. ANÁLISIS DE PEORES ESCENARIOS. Para no caer en la tentación de la mercromina, podemos prever el escenario futurible más difícil en el que podría desembocar la dificultad presente que nos hiere. ¿Duro, verdad? Claro, escuece, como todo lo que cura de verdad. Pero para tampoco sucumbir al escozor excesivo del alcohol a mansalva, podemos pasar ese peor escenario por el tamiz de tres criterios: Gravedad, Irreversibilidad, y Probabilidad. Y preguntarnos: ¿Hasta qué punto resultaría grave, comparado con los temas realmente graves de la existencia (enfermedades mortales, dolor crónico o pérdida de los seres amados)? ¿Es una situación que sería eternamente irreversible, frente a la que –nunca- podremos hacer absolutamente nada para revertirla o matizarla? Y finalmente: siendo realista y tirando de estadística pura y dura, ¿Qué posibilidades hay de que ese escenario impeorable llegara a acontecer? Hay que vigilar que las respuestas a dichas preguntas las formule la razón, pues si las riendas las toma la angustia, el pánico o la ansiedad propias de según qué heridas, seguro que nos daremos la razón catalogándolo todo como gravísimo, seguro e irreversible. O nos lo preguntamos desde la calma y la perspectiva precisa para analizar la validez de la información objetiva en la que se sustentan nuestros juicios… o mejor no nos preguntemos nada, pues la respuesta será, amén de falsa, agorera hasta la taquicardia. 2. ARGUMENTOS PARA ACEPTAR EL PEOR ESCENARIO. Una vez dibujado ese peor escenario plausible, y por mucho que tras el tamiz de la razón no resulte ni tan grave ni tan seguro ni tan definitivo, cabe aguantarle la mirada, y preguntarnos: Aún si llegara ese apocalipsis terminal, ¿Qué podría seguir haciendo de valioso? ¿Qué seres queridos me quedarían por amar? ¿A qué podría dedicar mi vida que merezca la pena? Una vez más, la clave estriba en vigilar que las preguntas las conteste nuestro yo más inteligente, objetivo y realista, y no los voceros más neuróticos de nuestro pánico. 3. QUÉ SE PUEDE HACER PARA EVITAR / MINIMIZAR LAS POSIBILIDADES DE QUE ACONTEZCA. Ya aceptado y contextualizado ese peor escenario, ahora es el momento de aparcar reflexiones y lanzarse en pos de la situación a abordar, pasando de la pre-ocupación a la ocupación. ¿Qué está en mi mano hacer para que ese peor escenario no acontezca (o para que de peor se quede en meramente malo o incómodo? ¿Cómo dejo de transformarlo de indeseado a indeseable? De lo que depende de mí, ¿Qué es lo prioritario? ¿De qué recursos dispongo? ¿Con qué aliados cuento? ¿Por dónde puedo y me conviene empezar? 4. DIRECCIÓN CONSCIENTE Y VOLUNTARIA DE LA ATENCIÓN. Siempre: prestar atención a la propia atención. ¿En qué me estoy enfocando? ¿Qué me colapsa el pensamiento? ¿Qué efectos prácticos y emocionales conlleva girar obsesivamente alrededor de estos pensamientos? ¿Es lo más realista, inteligente y conveniente para abordar mi situación? Cada vez que nos demos cuenta que nos obsesionamos recursivamente con aspectos gratuitamente dolorosos, estériles o meramente posibles: CORTAR. Desviar voluntariamente la atención de ello, y dirigirla tirando de voluntad hacia aquellos aspectos que nos permitirán actuar más eficientemente sobre las causas de nuestras heridas. 5. EJERCICIO FÍSICO. Frente al abatimiento del lamento excesivo o la angustia soterrada del mirar hacia otro lado, mejor correr, nadar, sudar, andar, berrear o pegarle puñetazos a un cojín. Lo que nos aportará dos beneficios: Primero, hacer acopio de esas pilas que tanto nos faltan y tanta falta nos hacen para enfrentar todo lo enfrentable; Segundo, toda preocupación, ansiedad o miedo conlleva la generación de una adrenalina y cortisol que bien nos conviene eliminar sudando.. si no queremos, amén de amargarnos, envenenarnos la salud (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago). 6. RESPIRACIÓN VOLUNTARIA: concentrar y rebajar. Si algo tienen todas las emociones es que en cuanto aparecen nos cambian el patrón de respiración. Y como ya aprendimos en Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje, incidiendo voluntariamente sobre él, influimos directamente sobre las emociones que lo provocaron. Muy a menudo, enfrentarnos a retos y heridas nos provoca emociones cercanas al miedo, la inquietud, la ansiedad, y la angustia, todas ellas tan desagradables como limitantes. Por ello, concentrarnos en nuestra propia respiración y hacerla más artificialmente profunda, abdominal y lenta ayuda a rebajar progresivamente esa tensión que, a su vez, nos ayudará a no obsesionarnos con la versión más limitantes de los peores escenarios (todos ellos, insoportables) que desde la angustia nos inventamos obsesivamente. 7. FACILITAR EL DESCANSO. Una de las peores consecuencias de las preocupaciones obsesivas es su impacto en el sueño. Para recuperarlo total o parcialmente (condición sin equa non para poder enderezar rumbos torcidos), nos conviene tirar de cansancio físico (sudar hasta quedar exhaustos facilita el caer como una piedra en la cama), Respiración o Sexo (que no será lo ideal, pero también vale con uno mismo). Cualquier truco distraernos del propio hilo mental, apartándonos de la madeja de monsergas agoreras con que nos bombareamos compulsivamente desde la inquietud. Desde abrir los ojos y negarnos el derecho a cerrarlos (ya veréis que ganas os entran de hacerlo…) hasta “ver” la TV ojos los ojos cerrados (atentos a los diálogos), música, atención a nuestras sensaciones físicas (y nuestra reacción a ellas). Probad hasta encontrar el que os funcione. 8. PAJA MENTAL. Así me gusta llamar a la conocida técnica de autosugestión del Haz como si ya todo hubiera pasado o ya hubiéramos aprendido a vivir en paz con lo que nos preocupa. Como en el caso de la masturbación, nuestras pajas mentales de paz y aceptación no serán realidades fácticas en el momento de hacérnoslas… pero a falta de pan, buenas son tortas. Que la paja mental nos ayude a predisponernos a hacer aquello que acabará sanando nuestras heridas es una opinión -que comparto-; que nos ayuda a desconectar un ratito de nuestros lamentos, es un hecho que ya justifica el onanismo emocional. III. CONCLUYENDO, QUE YA TOCA SANAR La sanación de nuestras heridas pasa, como siempre, por un justo medio aristotélico entre la mercromina y el alcohol: el agua oxigenada. Desdramatizar, aceptar nuestro dolor… y a la mínima oportunidad reírnos a carcajadas de nosotros mismos y de nuestras neuritas miopes y egocéntricas (el 99%). Eso sí: sin caer en la tentación de utilizar tanto relativismo (potencialmente sano) como coartada para mirar hacia otro lado y no enfrentarnos a nuestros retos, heridas y cuentas pendientes. Tan sencillo de decir como complejo de llevar a cabo: afrontar sin regodearnos en nuestro dolor, ni utilizarlo como medalla, ni justificante ni atajo a cielo alguno. El alivio a la corta no soluciona, sino que agrava. Pero el dolor innecesario no da galones: quita vida. Esa que, según la mayoría de científicos que aplican métodos aceptados por la epistemología de la ciencia, es la única que tenemos. Y bien cortita, por lo que parece, comparada con la eternidad de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos cada segundo de nuestra vida (especialmente, los que desperdiciamos). El agua oxigenada hace milagros. Eso sí: requiere tomarse la molestia de encontrar su receta y el esfuerzo de destilarla, siguiendo los pasos e ingredientes antes descritos. Como todo en la vida, cuestión de Paciencia, Humildad y Constancia. Esas tres virtudes cardinales que, como ya vimos en El Yoga de la superación cotidiana, tanto escasean. Con la faltita que nos hacen… Como la tierra: el agua oxigenada, para el que se la trabaja. Cuesta destilarla, nadie lo ha de hacer por nosotros… pero el esfuerzo bien merece la pena. En un momento u otro la vida va a herirnos irremediablemente, así que mejor que nos pillen sus zarpazos con el botiquín bien equipado. De no hacerlo, nos condenaremos a los rigores de la mercromina o el alcohol, a sufrir o a infectarnos las heridas. Y siempre podremos echarle la culpa a las farmacéuticas, claro, pero ya sabemos que sólo nosotros seremos los responsables de ello. Será incómodo aceptarlo, pero de lo más desinfectante.
Algunos de vosotros os habréis dado cuenta de que llevo casi un año sin escribir un sólo artículo en este blog. Otros, hasta me habéis escrito preguntándome porqué. La respuesta es tan sencilla como contundente: porque no me sentía legitimado a volver a hacerlo hasta que pudiera permitirme esa congruencia que tanto cacareo en mis clases y charlas. Y he pasado demasiados meses sin estar a la altura de quién soy y sólo ahora, que ya voy pareciéndome algo a mí mismo, me considero digno de volver a asomar por vuestra atención. Hay escenarios y momentos en la vida que no son precisamente una invitación a la euforia. Decepciones, traiciones, fracasos, enfermedades y todo un doloroso etcétera pueden resultar toda una asistencia a la rabia, la decepción, la tristeza, el odio, el resentimiento, la angustia… Mi vida, tal como la concebía, pareció estallar en mil pedazos en Agosto pasado, todo un compendio de contratiempos y agravios uno encima del otro. Pero los que hayáis seguido este blog bien sabéis cómo defiendo que la realidad influye –y mucho- en cómo nos sentimos, pero que sólo lo determina nuestra significación de ella. Nuestra vida no la marca a fuego lo que nos sucede, sino lo que hacemos nosotros mismos con aquello que nos suceda. Ahora, que ya me baño goloso en la luz al final del túnel, es el momento de hacer una crítica sensata de qué he hecho yo con mis dolores durante este último año, y extraer de ella valiosas lecciones a compartir con quienes os interese. Pero supongo que para poder entender esos aprendizajes deben conocerse algo de los hechos de los que emanan, y me tocará entrar en los detalles que tanto he dejado que me marquen. Si te interesa conocerlos, Aunque no me vaya mucho el estilo autobiográfico, entender según qué categorías precisa de conocer las anécdotas de las que se desprenden. Sin tener muy claro donde empieza la explicación pertinente y dónde el chafardeo intrascendente, debo compartíos que vengo de pasar el año más duro de mi vida. ¿Qué hechos se han tirado un año entero pesándome como plomo en los pies? I. DEL PARAISO AL INFIERNO: los hechos que tanto influyeron. Agosto de 2017. Acabé Julio soñando con unas vacaciones todavía pendientes y jugando a inventarme como empezar mi vida en Septiembre: sueños de trekkings lejanos, nuevas ilusiones personales, proyectos profesionales para hacerme con mucho más tiempo libre… Todo al suelo en cuatro días: el día 2 de Agosto, aviso de que tenía que dejar en unas semanas el hogar donde llevaba viviendo 13 años; el 4, percance en un piso en que una dejadez ajena pudo conllevar la ruina propia; el 7, a uno de mis seres más amados le prediagnostican una dolorosa enfermedad degenerativa sin curación posible; el 17 se producen los terribles atentados de les Rambles. A lo largo de Septiembre, va cobrando forma de certeza la sospecha que una familia que llevaba años apadrinando se iba a negar a devolverme el piso que les había prestado durante tres años y que ahora yo necesitaba. Y como guinda, pronto sufrimos las salvajadas del 1 de Octubre y sus múltiples resacas. Mi mundo, mis principios, mis valores hechos fosfatina de arriba abajo, de lo personal a lo social, sin dejar nada en pie. Ni mi hogar, ni mis valores, ni mi país… Entre muchas angustias, estupefacción, miedos y rabias pasé los meses de Octubre y Noviembre en los que logré alargar, tras mucho mendigar, la estancia en el piso de Gràcia que todavía sentía como mi hogar y que pronto debería abandonar. Y lo peor estaba por empezar: el 1 de Diciembre me vi abocado a una vida nómada arrastrando maletas de piso en piso de amigos, pues todavía me aferraba a la esperanza infundada que la ingratitud de esa familia, tan estúpidamente mantenida, tendría un límite… y recuperaría mi techo de un día para otro. Fueron meses en los que dedicar cada segundo que me sobró del overbooking profesional a luchar contra la rabia homicida que a ratos me invadía, a contener el odio para que no acabara por envenenarme y plantarle cara a la insoportable sensación de traición y desahucio que me invadía (y que todo ello no afectara ni mis clases ni mi proyectos ni mis clientes particulares). Puse en práctica todas las herramientas, reencuadres y acciones con las que me he tirado cuatro años sermoneándoos para intentar contener el diluvio… y siempre sirvió de algo, pero nunca para tanto como deseaba. De Agosto a Diciembre no pude ni siquiera soñar con salir del mar tras el naufragio, limitándome a intentar aferrarme a cuatro mástiles para no ahogarme. ¿Fui lo suficientemente torpe para no salir del naufragio en el que me sentía… o lo suficientemente hábil para no ahogarme en él? Todavía no lo sé. Ambos, supongo. II. DEL INFIERNO AL PURGATORIO: como sacarme de dónde yo mismo me metí. Seguí sin pasarlo mucho mejor desde Enero hasta Abril, pero supongo que la experiencia de meses de agonía, la práctica de un otoño horrible, las pilas de mis pasiones profesionales o la mera extenuación me permitieron empezar a disfrutar de una cierta perspectiva que, contra viento y marea, llevaba meses intentando construirme (con éxito, sí, aunque más que humilde). Empecé el año descartando esa posible enfermedad de un ser amadísimo (que, al final, no fue más que un terrible ejemplo de mala diagnosis y de cómo los malos médicos actúan como meros fontaneros –y muy chapuzas- de cuerpos). Por fin acabé resignándome a denunciar a esa familia que tan cándidamente mantuve durante años… y seguí aprendiendo a aplicar lo mejor que pude todo lo que racionalmente tan bien sé. Me tiré estos meses aprendiendo a luchar a brazo partido contra todas esas emociones limitantes (tristeza, despecho, rabia, asco, impotencia, vergüenza, odio) que llevo años avisando de la facilidad con la que nos pueden reducir a mera caricatura apocada de quién en realidad somos. Meses apretando dientes, confabulándome para no volverme -anegado de tanto resentimiento e impotencia- en un ser amargado y vengativo en quien nunca consentiré convertirme. Meses entrenando el estómago para que mis jugos gástricos aprendieran a digerir lo indigerible. Finalmente, en Abril me alquilé un techo desde donde esperar a recuperar mi piso y -a ratos mejor, a ratos peor- seguir capeando el temporal. III. DEL PURGATORIO AL PARAÍSO: transformando la mierda en estiércol El calendario se alió con mi tozudez, y el tiempo permitió que se acumularan los granitos de arena de mi sentido común hasta formar una discreta montañita de lucidez que me brindara un mínimo de perspectiva razonable. Y los hechos empezaron a conspirar a mi favor. Tristemente, tuvo que ser la ley la que llegara donde la decencia no alcanzaba, y a principios de Junio recuperé mi piso sin necesidad de sucumbir a según qué orgías de sangre que las entrañas me exigían a alaridos, pero que mis principios me negaban. Además, el 1 de Agosto -curiosa efeméride, justo un año después del principio de todo- encontré el piso en BCN tan extenuantemente buscado durante meses y meses. Y hoy, ya libre de agravios y a un puñadito de semanas de cerrar definitivamente el episodio más nauseabundo de mi vida, me toca el reto más importante de todos: dar sentido a lo vivido. Porque de nada sirve el dolor si se limita a su sufrimiento mientras dura y al mero alivio al cesar. El dolor sólo cobra sentido cuando mejoramos gracias a él y aprendemos a utilizarlo como trampolín que nos catapulte mucho más allá de donde estábamos antes de que llegara. De nada servirá el sufrimiento si, tras él, nos limitamos a regresar – y malheridos- a la misma vida de la que el dolor nos apartó a zarpazos. Si así fuera, el dolor no sería más que una tortura gratuita, un paréntesis vacío, un tiempo perdido expropiado de nuestra vida sin reparación alguna. Y me niego: la única manera de vengarme del dolor sufrido es utilizarlo yo ahora él, más todavía de lo que él me utilizó a mí durante el último año. Lo que he vivido este último año ha sido un cúmulo pútrido de traición a mis principios y valores, derrotas personales y sociales, impotencia, odio a verdugos que pisotearon mi moral… Una descomunal montaña de mierda. Ahora, es mi responsabilidad no limitarme a limpiarla, sino transformarla en estiércol que fertilice un futuro próximo que, no a pesar de sino precisamente gracias a, será infinitamente más exuberante que si nunca hubiera aparecido. Lo ya sucedido en el pasado no puedo cambiarlo; su impacto en mi futuro, sí. Y me confabulo a destilarle hasta el último de los aprendizajes posibles, tan valiosos que hasta me hagan agradecer todo este sainete cruel. El sufrimiento de un año me ha quitado mucho, muchísimo, pero me confabulo a que lo que atine a aprender de él me aporte muchísimo más de lo que me costó. Durante todo este año, algo debí hacer bien, pues no he acabado en un manicomio ni en la cárcel, y este otoño va ser la catapulta definitiva a los mejores años de mi vida. También, seguro, he debido hacer muchas cosas mal, pues con los tiros que llevo pegados -y dedicándome a lo que me dedico- he sufrido como un cerdo abierto en canal. ¿Qué atiné a hacer para ventilar todo este cúmulo de vertederos? ¿Y qué hice para, sin darme cuenta, ensañarme contra mí mismo y enconar las llamas de esos incendios que no provoqué? ¿Cómo supe disminuir el importe de las facturas inherentes a tantas fracturas? ¿Y cómo las multipliqué yo mismo más allá de su propio importe? Los próximos posts los dedicaré a compartir con vosotros esos aprendizajes. Dicen que Churchill dijo que “La crítica no es agradable, pero es necesaria y cumple la misma función que el dolor en el cuerpo humano”. Espero que los frutos de esa crítica os resulten a vosotros tan útiles leerlos como a mí escribirlos.
En El síndrome posvacacional… y otras zarandajas me cuestionaba la naturaleza de este mal llamado síndrome e indagaba sobre las razones que nos llevan a sobredimensionarlo. Pero también dejaba claro que, independientemente de su existencia científica, existe y hace sufrir muchísima gente, por lo que merece la pena atenderlo. Pero, como para cualquier tema abordado con un mínimo de propiedad, toda clarificación es poca en cuanto se supera el simplismo de los juicios definitivos (tan sumarios como superficiales). Así que, si queremos entender, atender y aprovechar las particularidades del pseudosíndrome, toca clarificar y ampliar algunos puntos cruciales que nos permitirán convertir la mierda del rollo posvacacional en el estiércol del bienestar personal. Si te interesa saber más sobre cómo hacerlo… 1. LA CALIDAD QUE OTORGAMOS A NUESTRA COTIDIANIDAD. Ya sabéis que SATISFACCIÓN = RESULTADOS – EXPECTATIVAS, así que puede que lo que nos haga sentir insatisfechos sean expectativas desaforadas y no los resultados que producimos en nuestra vida. Podemos llevar existencias más que aceptables pero que, al pasarlas por el tamiz de criterios desaforados y fuera de contexto, se nos aparezcan como desabridas e insípidas… cuando en el fondo, no lo son. Así que, en caso de insatisfacción tras el regreso de vacaciones, no hay respuesta unívoca ni razón mágica que nos ahorre la reflexión para dilucidar si nos toca mejorar resultados… o racionalizar expectativas. 2. INSATISFACCIÓN COTIDIANIDAD ≠ BAJA CALIDAD. Puede que así nos lo parezca, pero no ha de serlo necesariamente por el mero hecho de parecerlo. Nuestra insatisfacción ante el regreso a la cotidianidad también puede venir de que las vacaciones hayan resultado tan idílicas y satisfecho tan plenamente nuestros valores más esenciales que, a su lado, cualquier cotidianidad resulte decepcionante. Recuerdo que, sobre todo en mi posadolescencia más desnortada, a menudo mi vida cotidiana se me antojó una farsa inconsistente sin pies ni cabeza tras según qué mochileos heroicos o idílicas residencias en el extranjero. Y ahora comprendo cabalmente que no lo era, ni mucho menos: sencillamente, le pedía las peras de la aventura al olmo de la cotidianidad. 3. SATISFACCIÓN COTIDIANIDAD ≠ ALTA CALIDAD. ¿Satisfecho ante el regreso? Bien podría deberse de una alta estima a tu cotidianidad, pero tampoco es una garantía automática. En el peor de los casos, también podría deberse a una cierta incapacidad de hacer de nuestro tiempo libre una obra de arte, de llenarlo de actividades significativas, retadoras y satisfactorias sin necesidad de que las obligaciones nos lleven como cabestros de obligación en obligación (el miedo a la libertad de Erich From). Cada caso es un mundo: en cuanto nos quitamos el palillo de la boca y soltamos la brocha gorda, qué difícil sobregeneralizar. 4. IMPORTANCIA DE LOS HÁBITOS. Por muy claro que tengamos el origen psicológico del pseudosíndrome, ello no es óbice para que nos afecte real y fisiológicamente. Para minimizar los efectos y reducir su duración, podemos implementar una serie de acciones y reestructuración de hábitos sobre los que, de puro obvio, me aburriría escribir. Por suerte, otros se han tomado la molestia de hacerlo (mil gracias), entre otros en el siguiente link: https://tusbuenosmomentos.com/consejos-sindrome-postvacacional/ CONCLUYENDO Para afrontar las molestias del regreso, Psicología y Fisiología no son disyuntivas, así que no es cuestión de o/o sino de y/y. Si el pseudosíndrome no pasa de mera molestia, podemos limitarnos a pasarlo pasando de él sin mayor atención ni alharacas. Pero si lo vivimos con profundo malestar, me parece mucho más inteligente lanzarnos a tumba abierta a domesticarlo, que remedios tenemos para ello. Y muchos. Y fáciles. Ante la irrupción del pseudosíndrome posvacacional, como ante cualquier otra dificultad en la vida, tenemos dos opciones: o resignarnos impotentemente a padecerlo y quejarnos amargamente de su agobio o estrés (que hoy en día viste mucho: quién no sufre o no se estresa no pasa de mindundi), o nos centramos en todo lo que está en nuestra mano hacer para reducirlo. Siempre será más fácil quejarnos, buscar culpables y justificaciones que ponernos a trabajar sobre nosotros mismos. Pero, como casi todo en la vida, comodidad a la corta y satisfacción a la larga están reñidas. Y no nos queda otra que apostar por la una o por la otra. También el afrontar el pseudosíndrome posvacacional nos ofrece una oportunidad magnífica para mejorar nuestras maneras de pensar, sentir, actuar y afrontar las dificultades. Aprender a minimizarlo nos permitirá entrenar el músculo más necesario y que más flácido tenemos en esta época nuestra en la que toda ha de ser automático, descansado y que caiga por su propio peso: la tolerancia a la frustración. Tanta falta nos hace tonificarlo que yo no perdería esta oportunidad para hacerlo. Ni ninguna otra. Cuando ya no se pueden evitar, bienvenidas sean las dificultades para convertirme en una persona más fuerte, sana y equilibrada. No olvides que sin gravedad, no tendríamos músculos en el cuerpo. Sin dificultades, tampoco en la cabeza.
Empieza Septiembre, así que los vendedores de titulares, los etiquetadores patologizantes y los adictos al bliblablú más anodino vuelven a tener una nueva excusa para rellenar revistitas y conversaciones: ¡Vuelve el síndrome posvacacional! En una sociedad tremendista tan pusilánime, acostumbrada a sobredimensionar lo anodino y dramatizar cualquier anécdota, ya tardaba en llegar la última de las patologías de moda. ¿Qué es esto del síndrome posvacacional? ¿Qué hay de cierto, qué de patraña? ¿Cuánto tiene que ver con su dificultad intrínseca, cuánto con nuestra falta de resiliencia e intolerancia a la frustración? ¿Qué síntomas tiene? ¿Qué hacemos normalmente para exacerbarlos? ¿Y qué podemos hacer para aminorarlos? Y lo más importante: sea lo que sea, ¿Podemos aprovecharlo para sacar valiosísimas enseñanzas de él, más allá de aprender a sobrellevarlo? Si te interesa saberlo… I. EL REGRESO A LA COTIDIANIDAD. En vacaciones, nos tiramos días y semanas haciendo algo más o menos parecido a lo que nos da la gana: nos levantamos cuando queremos, comemos a la hora que se nos antoja, o viajamos a sitios recónditos a descubrir nuevas realidades o nos permitimos siestas faraónicas, más tiempo para nuestros hobbies y libertad para juntarnos con quien nos plazca… De pronto, regresamos al corsé de horarios preestablecidos y obligaciones varias. Y (¡Oh, sorpresa!) nos resulta de todo menos agradable. De un día para otro, pasamos de la desconocido a lo trillado, de la aventura a la cotidianidad, de la libertad a las pautas… ¿Tendríamos que saltar de alegría? ¿Hartarnos de reír? El paso de las vacaciones a la cotidianidad puede provocar un cierto grado de malestar obvio que durará más o menos… en función de cuánto lo saque de contexto nuestra alergia a la más mínima frustración (y algún que otro factor interesantísimo que veremos más adelante). Pero de ahí a vivirlo como una patología… II. SÍNDROME, SÍNDROME… Tras la etiqueta grandilocuente del síndrome de marras se esconde una obviedad de Perogrullo: que se está mejor sin obligaciones y levantándote y comiendo cuando quieres que no pautados por agendas y horarios no siempre deseados. Y que el pasar de lo uno a la otro puede provocar una mayor o menor incomodidad. Regresar a la cotidianidad también conlleva un abrupto cambio de hábitos de sueño, comida y relación que precisará de un tiempo de readaptación. ¿En serio, suena raro? ¿Pero dónde está el misterio a estudiar y analizar? Si es que es de cajón… Al colocarle a lo obvio el cencerro de síndrome, dotamos a este proceso tan lógico de unas ciertas connotaciones de anormalidad y patología. Para referirnos al síndrome, utilizamos frases como “me ha cogido” (él a mí), “me ha entrado” (de fuera a dentro) que ponen la cuestión en el plano autoexculpatorio y ajeno a nuestra influencia que tanto nos gusta. Y convenientemente medicalizado, por supuesto. Las diferencias entre el susodicho síndrome y cualquier patología (una gripe, un cáncer o una depresión endógena) son obvias: Las enfermedades a) Aparecen por sí solas por ciegos procesos biológicos, y no siempre tienen que ver con hábitos personales que las creen o agraven (y aún en el caso de que lo hagan, nunca totalmente) b) Su curación depende de medicamentos (que operan por sí solos una vez tomados) y diagnósticos (que sólo puede establecer un sesudo especialista) c) Más allá de ir al médico y seguir el tratamiento, la curación resulta ajena a nuestra área de influencia. En cambio, lidiar con los inconvenientes del regreso a la cotidianidad es todo lo contrario: a) Nos los creamos nosotros, de cabo a rabo, al dramatizar los síntomas lógicos de todo cambio de hábitos b) El tratamiento que lo curará ni nos lo venden ya empaquetadito en farmacias ni funcionará con tan sólo ingerirlo c) Su cura cae completamente dentro de nuestra área de influencia. Precisamente, para sacudirnos el esfuerzo de todo ello, patologizamos el asunto y lo transformamos en síndrome paramédico, ajeno e impersonal. Y fuera puñetas. Pero, ¿Es gratuita esta equiparación conceptual del síndrome posvacacional con la medicina? A mí se me antoja que es un primer paso para ir preparando el terreno para la marca de los tiempos: ¡La Pastillita Mágica! Nuestra pereza y la avaricia farmacéutica forman un tándem imbatible que ya hemos visto, en otras patologías de nuevo cuño, cuan expiatorio para unos y rentable para otros puede resultar. III. LOS INGREDIENTES DEL SÍNDROME. Dos son los principales vectores que determinan el grado de ilusión o incomodidad de nuestro regreso a la vida diaria: Por un lado, influirá muchísimo la calidad de las vacaciones vividas. Cuanto más nos hayan llenado, cuánto más idílicas y más miméticas con nuestros valores esenciales, más difícil capear su final. Evidentemente, si durante las vacaciones he vivido un tórrido romance incompatible con mi cotidianidad, visitado un lugar remoto al que difícilmente regresaré o vivido experiencias, satisfactorias hasta el éxtasis, que intuyo irrepetibles… pues claro, más duro me resultará abandonarlas. Si así fueron las vacaciones, tocará, a su fin el duelo correspondiente a todo lo bueno que dejamos atrás. Si las vacaciones han resultado humildemente placenteras y meramente agradables, el duelo debería ser mucho menor, pues el dolor de la ausencia ha de ser proporcional al placer de la presencia (si el dolor es mayor que el placer, señal inequívoca que nos estamos haciendo trampas al solitario. Y, encima, para perder la partida). Pero hay un segundo factor decisivo: lo a gusto que estemos con las diferentes vertientes de esa cotidianidad a la que regresamos. Profesión, pareja, ciudad, piso, familia, amigos, tiempo libre, etc. No es lo mismo volver a un trabajo que nos llena profundamente y unas agendas planificadas acorde con nuestros valores que regresar a un sinsentido estresante, y en esta brecha entre cómo queremos vivir y cómo vivimos es donde puede crecer este constructo del tan cacareado síndrome posvacacional. Reitero lo insípidamente obvio: en general, se está mejor a tu olla que rebosante de obligaciones. Una vez pasada por alto esta obviedad sin mayor recorrido, el lugar común del síndrome de marras puede hasta tener cierta utilidad: nos permite reflexionar sobre nuestra vida cotidiana y profesional. ¿Qué hace que el regreso de vacaciones resulte parcialmente incómodo o insoportablemente duro? Muy sencillo: la calidad que otorguemos a esa cotidianidad a la que regresamos (matiz importante: no la que intrínsecamente tenga, sino con la que subjetivamente la evaluemos nosotros). Por mucho que la mayoría de la gente está mejor haciendo lo que le da la gana cuándo y dónde mejor le plazca, lo que determinará el impacto de regresar a agendas y obligaciones será nuestro grado de satisfacción respecto a ellas (y su comparación con la satisfacción durante las vacaciones). IV. DE LA MIERDA AL ESTIÉRCOL. No creo que la cuestión estribe en si existe o no el síndrome posvacacional. Porque será o no será síndrome, pero sí real… en cuanto lo sintamos como tal. ¿Qué narices le importa a quién le duele un miembro fantasma que el miembro ya no exista? Si se le activan las zonas del cerebro desencadenantes del dolor, duele y punto. El miembro ausente ya no estará presente, pero su dolor sí. Y el sufrimiento de la persona que lo padece, también, y atenderlo no es una cuestión de realidad, sino de sentido común. ¿Existe o no existe el síndrome posvacacional? Me importa un pimiento; exista o no, lo podemos llegar a sufrir, por lo tanto hay que atenderlo. Otra cosa es que estoy convencido que colocarle la etiqueta de síndrome y sobredramatizarlo marea la perdiz y no ayuda -sino que dificulta- su tratamiento. Y es ahí donde estriba la utilidad de este jet lag entre ocio y cotidianidad: resulta un termómetro perfecto para comprobar qué nos satisface en nuestra vida y qué no. ¿Qué hace, exactamente, que me resulte tan duro regresar a mi día a día? ¿Qué ámbitos de mi vida se resienten más al regresar, desde lo profesional hasta el ocio? ¿Qué me sobra y qué me falta? ¿Qué tendría que ser diferente para que la brecha entre mis vacaciones y mi cotidianidad fuera mucho más manejable? ¿Y qué puedo empezar a hacer para empezar a cambiarlo? ¿Qué maneras de pensar, sentir y actuar me tocaría tomarme el curro de matizar y mejorar para reducir la distancia entre vacaciones y cotidianidad? De ser así, el pseudosíndrome posvacacional nos serviría para marcarnos los dos puntos principales de todo proceso de mejora personal: Dónde estoy (Estado Actual) y dónde quiero estar (Estado Deseado). De ahí, sólo nos quedaría empezar a trabajar en un plan de acción, mejora y cambio que nos permita acercar el dónde estoy al dónde deseo estar. Eso sí: hacerlo conlleva reflexión, aprendizaje, incomodidad, paciencia, humildad, constancia, incertidumbre y esfuerzo (todo eso a lo que cada vez somos más alérgicos). Y claro, mucho más sencillo patologizar toda la cuestión. Así nos desresponsabilizamos del proceso y, además, abrimos la puerta a su pronta medicalización: mucho más fácil pastillita al canto que embarcarnos en la trepidante aventura de ir convirtiendo nuestra vida, poco a poco, en la que siempre soñamos vivir. Y luego, a quejarnos de la rutina y la falta de motivación e incentivos de la vida madura. Nosotros a ahorrarnos cambiar a cualquier precio, lamentarnos de que nada cambia… y los de siempre a hacer caja pastilleando nuestras insatisfacciones . Viva la mercromina química… El posible malestar al volver de vacaciones será una mierda, pero de nosotros depende utilizarla como el estiércol necesario para que germinen sanos y fuertes nuestros sueños más despiertos. Como siempre, de nosotros depende transformar las molestias de ese mero jet lag en el punto de partida de nuestra transformación personal. Porque el síndrome posvacacional no será ni síndrome ni agradable, pero sí útil. Y mucho, si nos tomamos la molestia de aprender a aprovecharlo para cartografiar nuestro mapa del tesoro a la mejora personal.
Desde LA ALQUIMIA DEL AGUA OXIGENADA, Ya sabemos la receta de esa agua oxigenada que desinfectará nuestras heridas sin herirnos gratuitamente, y también cómo destilarla. Pero de nada servirá ni conocerla ni ponernos a aplicarla si, previamente, no nos hacemos con el equipo de laboratorio que nos permitirá fabricarla. Para este laboratorio, las probetas, alambiques y maquinaria básica son nuestras creencias y actitudes más estructurales que, si no son las adecuadas, condenarán al fracaso todo el proceso. ¿Qué creencias nos impedirán fabricar el agua oxigenada para nuestras heridas? ¿Qué actitudes contaminarían la fórmula? Y lo más importante: ¿Cuáles lo facilitarían? Si te interesa saberlo… I. MONTANDO EL LABORATORIO: SET DE CREENCIAS Y ACTITUDES BÁSICAS. De nada servirá comprar los ingredientes básicos del agua oxigenada, ni empezar a remezclarlos, si no disponemos de las estructuras base para hacerlo. Sin ellas, el proceso resultaría irrealizable o la fórmula quedaría contaminada o inservible. Así que antes de meternos en harina, debemos reencuadrar algunas creencias claves y tener claras un par de actitudes y procedimientos genéricos frente a nuestras heridas. Entre ellos: 1. DARSE PERMISO AL PROPIO DOLOR. Si algo nos hiere, nada más natural, lógico y comprensible que enfadarnos, rebotarnos o agobiarnos con esas dificultades presentes o heridas pasadas que, a la corta, nos negaremos a aceptar. Somos humanos, y tenemos todo el derecho del mundo a necesitar un tiempo para aprender a sobrellevar eficientemente cualquier situación que sintamos que nos sobrepasa o incomoda. El primer zarpazo de cualquier contratiempo siempre resultará doloroso, activará nuestras alarmas más agoreras y nos generará el set de emociones primarias más desagradables y limitantes (miedo, ira, resentimiento, tristeza, etc.). Emociones todas ellas activadoras de nuestro cerebro más primitivo y rudimentario, ese que ni quiere ni puede ni sabe atender esos procesos reflexivos más equilibrados y complejos que tanto necesitamos para sanar heridas, pero que le son impepinablemente ajenos. El cerebro primitivo está hecho para sobrevivir a brocha gorda, no para disquisiciones reflexivas y elaborados reencuadres cognitivos. Al principio siempre mandará él, pero de nosotros depende que su reinado sea efímero. 2. NEGARSE EL SUFRIMIENTO EXTRA. Tras ese primer impacto que otorgará el control de nuestras conductas y emocionalidad al cerebro más primario, el homo sapiens puede sacar a pasear su armamento más lucido: los lóbulos frontales. Tras negaciones y pataletas viscerales (legítimas y comprensibles), los humanos tenemos la capacidad de, poco a poco, ir dando protagonismo a las partes de su cerebro que sí quieren, saben y pueden replantearse sus propias significaciones e ir construyendo relatos más allá de los instintos primarios y que, en vez de hacernos sufrir e inhabilitarnos, nos relativicen el dolor y nos capaciten para solucionar las causas de esas heridas. Tan miope sería negarnos el primer pataleo como arrogarnos el derecho a prolongarlo indefinidamente. 3. ABRAZOS SEVEROS. Ya que estamos pasando por un momento que nos pone a prueba, debemos darnos mucho cariño y comprensión y ser muy benevolentes con las propias debilidades y flaquezas. Eso sí: tirando de asertividad tajante para marcarnos ciertos límites y no permitir que el rebote inicial se convierta en modus operandi ni cheque en blanco para regodearnos morbosamente en el dolor, justificarnos o no hacer nada al respecto. Repito: tenemos derecho a quejarnos y patalear todo lo que nos haga falta, pero no nos conviene –para nada- creernos ni quejas ni pataleos. No por no tener derecho, sino porque aumentará el dolor actual y agravará las dificultades futuras del hecho del que emanen. Los abrazos que nos merecemos ante las heridas serán de oso si no los acotamos a su función: reconfortarnos y hacernos sentir queridos y acompañados a la corta. Si se extralimitan hasta el plañideo eterno, resultarán más que contraproducentes. Los abrazos son como los mimos a los hijos: si puntuales y circunscritos a un contexto, ayudan; si indiscriminados e indiscriminados, imbecilizan. 4. COLLEJAS AMOROSAS. Sin negarnos el derecho a nuestra incomodidad o rechazo, no viene nada mal en momentos heridos el recordar toda la suerte que hemos tenido, todo lo recibido por padres, amigos, parejas y sociedad y el gozar del privilegio –caduco- de estar vivos todavía. También podemos comparar lo que nos sucede con aquello que, objetivamente, la mayoría consideraríamos un verdadero drama. Unas collejitas, con todo el orgullo y el amor del mundo, ayudan a relativizar según qué exageraciones que multiplican exponencialmente el dolor propio de las heridas. En los inicios de momentos difíciles, yo me repito hasta convencerme mantras como “soy tonto, y por eso exagero la gravedad de estos hechos, añado sufrimiento propio al dolor ajeno y me siento como me siento. Pero me doy cuenta de ello y trato de ponerle remedio a mi tontería lo mejor que sé. Y tal vez todavía no, pero pronto será mucho. Cada día, un poquito más. Mi derecho a sentir mi dolor no me exime de la responsabilidad de ir aprendiendo a reconducirlo”. 5. INTEGRIDAD Y EJEMPLO. Todos hemos tenido seres queridos rabiando de dolor ante experiencias difíciles. Hubiéramos matado para que no envenenaran su dolor con sufrimiento extra, pero veíamos claramente como se autolesionaban, más allá del alcance inicial de sus propias heridas, con lo que se decían o hacían. ¿A que hubiéramos dado media vida para que dejaran de hacerlo? ¡Cómo desearíamos tener más influencia sobre ellos para que dejaran de martirizarse innecesariamente! Pues afrontar responsablemente nuestras heridas es una ocasión perfecta para educar a nuestros amados. Porque educar no es sólo cosa de profesores –y mucho menos de materias académicas-. Educar es influir, ayudar, enriquecer a los que nos rodean e importan. Todo ser humano es un profesor y un alumno, a menudo al mismo tiempo, que educa y se educa con ejemplos más que discursos. ¿Cómo quiero que mis hijos, amigos, amantes, padres y parejas lidien con sus propias heridas? Sabemos de sobras la exasperante ineficiencia de los discursitos, por muy razonables que resulten. ¿Por qué? Pues muy sencillo: porque se educa con las actitudes –a la larga- y no con la verborrea – a la corta-. Si queremos optimizar nuestra influencia, seamos ejemplo cierto de nuestras prédicas, y dediquemos menos tiempo a pontificar y más a encarnar en nuestra conducta observable aquello que queramos transmitir. El diálogo, el discurso y el razonamiento ayuda –y mucho- al ejemplo. Siempre que no lo substituyan, claro. 6. EMPATIZAR CON UNO MISMO. ¿Pasamos por momentos difíciles? Pues a cogernos de la mano y acompañarnos en el camino. Nada de culparnos ni por las heridas ni por nuestras reacciones ante ellas: nos debemos toda nuestra ternura, comprensión y compasión. Pero ojo: empatizar no es dejarse arrastrar por la emocionalidad del otro -en este caso, uno mismo- ni darle la razón incondicional. Eso se llama secuestro emocional o dorar la píldora. Empatizar es ver la realidad desde el prisma de ese “otro” que queremos ayudar. Empatizar es entender lo lógico, legítimo y razonable de esas reacción agoreras y contraproducentes si se cree lo que se cree. La empatía no busca cuestionar ni justificar, sino sencillamente entender. Eso sí: una vez colmada la empatía, una vez sienta el “otro” cuan comprendido y aceptado es, toca desafiar con dulzura firme esas creencias limitantes que tanto sufrimiento añaden a su dolor. Empatizar comporta dejar claro que lo erróneo no es ni la persona ni sus conductas, sino el marco significativo desde el que evalúa su situación (y no porque su marco sea esencialmente erróneo, sino porque las consecuencias conductuales que de él se derivan son contraproducentes para su bienestar). El prólogo de la empatía es la compasión, pero su epílogo necesario es la confrontación de las creencias limitantes, con razonamientos sólidamente fundamentados, hechos objetivos e inferencias lógicas. Ah! Detallito: confrontar no es reprobar (juzgar, criticar o deslegitimizar al otro por cómo siente, piensa o actúa). Confrontar es colocar un espejo neutro frente a las creencias, conductas y consecuencias del otro, para que las vea con perspectiva y decida qué pinta tienen. Pero la sana confrontación degenerará en reprobación juzgona si no la acompaña una ternura proporcional a la severidad. 7. NO BUSCAR JUSTIFICACIONES, CULPABLES NI SALVADORES en tercera persona. Si disponemos de probetas y alambiques hechos para fabricar juicios sumarísimos, culpabilizar a otros o reclamar derechos divinos y soluciones mágicas, todo el proceso de destilación se irá a hacer puñetas, y el agua oxigenada pudrirá más que desinfectará. Aprender a fabricar agua oxigenada conlleva aprender a centrarnos en aquello que resulte a) Razonable b) Plausible c) Útil d) En primera persona e) Actúe sobre lo que hay, no sobre lo que decidimos que debería haber. Lo demás… expiar pecados para el juicio final o buscar la inocencia frente a cargos de los que, tal vez, nadie nos acuse. Y escurrir el bulto, que de todo hay un poco. 8. CORTAR LAMENTOS RETROACTIVOS sobre lo que debería haberse hecho o debería haber si todo siguiera siendo como antes del contratiempo. El pasado, pasado está. No podremos cambiar lo que ya haya sucedido, pero si depende de nosotros a) Incidir, aminorando o ampliando, sus consecuencias actuales sobre nuestra vida presente b) El significado y la evaluación actual sobre ese hecho ya pasado c) Lo que hagamos con todo ello a partir de ahora. Lo que determina la vida de las personas no son sus logros o tragedias, sino lo que hacen con ellas. Ganadores de la lotería han arruinado sus vidas o supervivientes del holocausto han disfrutado de existencias envidiables. Nunca me cansaré de recomendar El Hombre en Busca de Sentido, del gigantesco Viktor Frankl (y su deslumbrante biografía La Llamada de la Vida, de su amigo Haddon Klinberg). 9. ANÁLISIS, CONTRANÁLISIS Y CONCLUSIONES. Quien me conoce personalmente, bien sabe de mis tendencias logorreicas y mi natural compulsivamente analítico, siempre en busca de construirle significados y derivadas plausibles a todo lo que me pase, observe, piense o me invente. Siempre fui así, pero con la edad he aprendido algo: a dejarlo para cuando la herida concreta esté ya en vías de sanación. Lo único sano e inteligente, mientras todavía no tenemos ni diagnósticos ni tratamientos, es volcar toda nuestra energía mental y conductas a inventarnos soluciones factibles, responsables y realistas. Y esos análisis y contranálisis, si ayudan a ello, bienvenidos sean (y yo creo que pueden ayudar, y muchísimo). Pero que nos quede claro que son meros medios innegociablemente subordinados al único fin razonable: actuar para sanar. Eso sí: una vez todo encauzado, a ver quién es el comeollas que me convence de privarme del placer de analizar, reanalizar y contranalizar la experiencia, ponerlo todo del derecho y del revés mil veces y deleitarme en construirle un significado y aprendizajes que me vuelvan un pelín menos ignorante y algo más humano que antes de herirme. ¿No he pagado con dolor una herida? Pues al menos, a cambio, quiero exprimirle hasta la última gota de la sabiduría que potencialmente contenga. Sería de tontos quedarnos sólo con lo malo, ¿No? II. PUES A TRABAJAR Y A SANAR En varios post me he hecho eco de una frase de Epícteto que concentra toda la filosofía subyacente de mis procesos de Coaching: “No son las cosas las que nos hieren, sino lo que nos decimos sobre esas cosas”. No siempre estará en nuestra mano cambiar todo lo que querríamos diferente, pero siempre lo estará cambiar nuestra propia visión, significación y conductas respecto a ello. Para generar una visión potenciadora, que nos permita actuar con la mayor eficiencia posible sobre la causa de nuestras dificultades, necesitamos sanar nuestras heridas. Y como ya hemos visto, nunca lo haremos desde ignorarlas sepultándolas en mercromina (LA DICTADURA DE LA MERCROMINA), como tampoco sobre atendiéndolas hasta obsesionarnos con ellas anegándolas en alcohol (EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor). Podemos aprender a desinfectar, sin añadir sufrimiento al dolor, fabricando agua oxigenada. Pero para hacerlo no basta con la receta de LA ALQUIMIA DEL AGUA OXIGENADA: debemos hacernos con, adecuar y mantener en óptimas condiciones el laboratorio básico que nos permita destilarla. Y desde según qué creencias estructurales y paradigmas cognitivos, intentar sanar nuestras heridas es como limpiar tu casa con un trapo sucio. Por mucho tiempo o esfuerzo que le pongas… lo dejarás todo todavía peor que antes. Encima creeremos que limpiar no sirve para nada, y nos cagaremos en los falsarios apologetas de la higiene. Pero es que antes de ponernos a limpiar, toca lavar los trapos, fregar la fregona y barrer la escoba. Suena recursivo y rebuscado, ¿Verdad? Es que lo es. Tanto como imprescindible.
Mientras que en LA DICTADURA DE LA MERCROMINA os hablé de los efectos perniciosos de tratar de cerrar en falso nuestras heridas, en EL ABUSO DEL ALCOHOL: el morbo del propio dolor lo hice sobre los de tratar de sanarlas por desinfección compulsiva abusando del alcohol. Ahora me toca bucear en las razones que nos impelen a hacernos tanto daño urgando en nuestras heridas Aunque ambas resulten idénticamente contraproducentes, al menos tirar de mercromina nos produce un alivio instantáneo al calmar apócrifamente el ardor de las heridas. Pero el abuso de alcohol me resulta especialmente difícil de entender, pues ni alivio ofrece (todo lo contrario: a la larga perjudica igual, y hasta escuece a rabiar a la corta). Entonces, siendo tan doloroso además de tan contraproducente, ¿Por qué abusamos tanto del alcohol? ¿Qué nos empuja a ello, la biología o la cultura? ¿Cómo se nos adoctrina para caer en la trampa del alcohol y el auto flagelo? ¿Desde qué ideas, creencias y paradigmas? I. SINRAZONES PARA EL MASOQUISMO 1. BIOLOGÍA. Ya vimos que, como especie, tenemos tendencia a focalizar nuestra atención en emociones dolorosas, esas que en la jungla nos permitían sobrevivir y propagar nuestros genes. Que haga miles de años que ya no vivamos en ella (y que lo que ayuda a que un león no se te zampe de poco sirve ante un desamor o una insatisfacción profesional) es una mera anécdota para unas estructuras cerebrales que han garantizado nuestra supervivencia así durante millones de años. Por ello, con el piloto automático gobernado por nuestro cerebro más primitivo, siempre focalizaremos nuestra atención en déficits, agravios, penurias, peligros y peores escenarios. Y en quedarnos quietecitos ante un peligro que creemos más fuerte y rápido que nosotros, a ver si así no nos ve y acaba pasando de largo (Perderle el Miedo al Miedo). 2. MARTIROLOGÍA. Creencia absolutamente irracional de que, cuanto más suframos, mejores personas somos y más nos merecemos dejar de hacerlo (como si la enfermedad o el dolor fueran cuestión de deméritos morales; ¿Eso quiere decir que todo el que sufre o enferma… es porque se lo merece?). La cultura judeocristiana (no olvidemos que nuestro icono de virtud y bondad es un personaje que se deja torturar atrozmente para salvar a la humanidad) nos marca a fuego el paradigma, consciente o inconscientemente, que cuanto más suframos más acreedores nos haremos de que Dios, Buda, la Pachamama, el Ratoncito Pérez o el monstruo del lago Ness hagan justicia con sus superpoderes y eliminen de un plumazo –y sin que nosotros tengamos que despeinarnos- las causas de nuestro dolor. 3. GRITO DE AYUDA: provocar compasión en el resto de integrantes de la manada. Mostrarnos afligidos (y, según Stanivslaski, la mejor manera de aparentar cualquier emoción… es sentirla sinceramente) multiplica las posibilidades de que otros acudan en nuestra ayuda, posterguen posibles ataques y se vuelquen en atenciones para con nosotros. Y vete tú a saber si, desde la compasión, alguno se anima a hacer por nosotros lo que a nosotros mismos nos incomodaría hacer (y sin pedírselo explícitamente, claro, que queda feo. Que lo adivine, que para eso está). 4. ADICCIÓN AL SADO. Como toda emoción extrema, el dolor tiene un punto de morbo… que engancha. Por reiteración, bien puede convertirse en una costumbre que, al automatizarla, se vuelve un hábito inconsciente. Además, diversos biólogos moleculares defienden que los aminoácidos de las emociones sirven, también, como combustible básico de nuestras células, y que si nuestras células se han acostumbrado al aminoácido de nuestra aflicción como gasolina, lo reclamarán cuando les falte. Y para sortear su mono, nos empujarán a pensar y focalizar nuestra atención en aquellos sesgos cognitivos que nos provoquen las emociones –aminoácidos- que nos reclaman a alaridos para seguir funcionando con el combustible habitual. 5. DÉFICIT DE RESILIENCIA. Obviamente, hablo de las clases medias para arriba y del mundo noroccidental: llevamos unas vidas tan fáciles, requeteacolchaditas y sobreprotegidas que nos llevan a sufrir como tragedias insoportables lo que, en el fondo, no son más que meros contratiempos (de trascendencia anecdótica o crucial) y que, a poco que nos hayamos atrevido a pensarlo ya sabíamos que iban a suceder (un conflicto personal, enfermedades propias o ajenas, la muerte, disgustos profesionales, etc). Como con nuestros niños y adolescentes, el sobremimo y la obsesión por el camino fácil, entre otras muchas consecuencias desastrosas, conlleva que nos impidamos madurar las partes del cerebro (lóbulos frontales) encargadas de gestionar la frustración. Y así, cuando nos llega una, pataleamos como los niños mimados que somos (no sé vosotros, pero yo sí) cuando las elecciones propias o el azar ajeno me plantan en el camino un obstáculo imprevisto. Es la baja resiliencia lo que transforma lo indeseado en indeseable. 6. SESUDA INTELECTUALIDAD. Uno de los mitos que más nos halaga creernos a los Occidentales sobre nosotros mismos es el de la racionalidad. Como herederos de Platón y Descartes, nos hemos llegado a creer que a) Pensamos objetivamente (el resto del planeta son exóticos a medio domesticar; nosotros tenemos religiones, ellos supersticiones; nosotros somos naciones, ellos tribus, etc.) b) Todo se arregla pensando (actuar, ya veremos: de momento, contempla y filosofa hasta encontrar el Santo Grial objetivo y la perfección platónica de las Ideas prístinas). Y junto con Platones y Descartes, nuestra otra influencia mayor es el cristianismo. Como toda otra religión, todos los paradigmas cristianos se basan en una especie de justicia cósmica, lo que nos lleva a planteárnoslo todo desde parámetros de orden, sentido y, sobre todo, merecimiento. El otro paradigma insuflado por el cristianismo es el de culpa (y suerte que aquí somos culturalmente católicos, lo cual es un negocio redondo en términos de conducta terrenal y vida eterna), así que entre unos y otros paradigmas heredados tendemos a invertir más energía en intentar probar nuestra inocencia y fabricar explicaciones justas que en generar soluciones. Y así nos va. II. DEL DETERMINISMO A LA AUTODETERMINACIÓN Los que habéis tenido la santa paciencia de seguirme desde el inicio de este blog bien sabéis que no seré yo quien reniegue de la influencia social y los factores supra individuales que también –y mucho- modelan la vida de cada uno de nosotros. Ya he manifestado mi profunda alergia personal a las versiones más romas del Coaching más narcisista, las farsas del ultraindividualismo y los mitos más darwinistas del self-made man, siempre tan socorridos para inventarse una justificación a los privilegios propios. Pero ser consciente de todos esos factores que a priori nos superan y nos marcan desde la cuna (socioeconómicos, culturales, religiosos, etc.) no es un cheque en blanco para abdicar de nuestro poder individual para enfrentarlos. Ya sabéis que nunca seremos Supermen o Superwomen, por encima del bien y del mal que todo lo podamos sin que nada nos afecte, pero desde luego nunca somos Calimeros indefensos, meras víctimas y productos pasivos de nuestros contextos. Ni excusas ni vaciles egocéntricos: tal vez no podamos decidir qué nos influirá, pero sí cuánto y cómo. Y sobre todo: lo que haremos con todo ello. Sociedad, aprendizajes inconscientes, educación temprana son las cartas que nos reparten en una partida, pero los malos jugadores bien lo sabemos: no gana quién mejores cartas recibe, sino quien mejor las juega. Llegar a aceptar que cuánto y cómo nos afecte el contexto depende de nosotros es una habilidad que, como todas, se entrena y mejora con reflexión, aprendizaje y práctica. Haber nacido en una cultura de la martirología y el dolor nos marca desde la cuna, pero como individuos podemos aprender a capear esa marca. De no hacerlo, la herencia de biología humana y cultura judeocristiana nos condenará a rebotar constantemente de la indiferencia irresponsable de la mercromina al autoflagelo masoquista del alcohol. Por suerte, podemos ser conscientes de esas tendencias preprogramadas (y de sus consecuencias) y aprender a ponerle puertas al campo. Nuestro éxito y felicidad dependen de ello. Empecemos por grabarnos a fuego que el contexto influye, pero sólo tú determinación determinará como afrontarás tus heridas. Y ello tu vida entera. En el próximo post os explicaré mi método personal, tan falible como útil, para destilar lo mejor de la mercromina y del alcohol y eliminar sus más nocivos efectos secundarios. Compartiré con vosotros mi receta secreta del Agua Oxigenada. Espero que os alivie y sane como, con más o menos dificultades, hace conmigo. Rara vez a la corta, pero siempre a la larga.
En LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, ya vimos las consecuencias de negarnos a enfrentar nuestras heridas pasadas o de pretender darlas por sanadas por decreto ley y actuar como si no estuviéramos todavía lastimados. Pero ya os adelanté otra tendencia a enfrentar el dolor idénticamente perniciosa: el regodeo morboso en la propia aflicción y la obsesión por su análisis compulsivo. Hoy me propongo escribiros sobre los abusos del alcohol. ¿Por qué tendemos tan a menudo a hurgarnos sin piedad en las heridas? ¿Qué es lo contrario de la evitación mercrominera? Y lo más importante… ¿Qué consecuencias concretas acarrea engancharse al propio dolor y hacer de él el centro de nuestra existencia entera? El presunto opuesto de los acólitos de la mercromina es la adicción al alcohol. Mientras que, como vimos, en el modo mercromina nos caracterizamos por la evitación instintiva del dolor, en el de adictos al alcohol parecemos nadar como pez en el agua en nuestras propias miserias. Seguro que recordáis a alguien siguiendo a pies juntillas el siguiente patrón: regodeo compulsivo en todo lo que vaya mal en sus vidas, análisis detallado –con una minuciosidad morbosa- de cada uno de sus problemas, obsesión monotemática por alguno de ellos y razonamiento circular que acostumbra a acabar justo dónde empezó –desde donde se retomará automáticamente a la siguiente tacada-. Además, muy a menudo, la interminable complacencia en el propio infortunio irá acompañado de inferencias –más o menos plausibles- sobre causas remotas, culpables inaccesibles que no actúan como toca e invocaciones a la justicia cósmica. ¿Os suena la cantinela? 1. LA ADICCIÓN AL PROPIO DOLOR Imagínate que te haces una herida y, henchido de militancia desinfectante tras leer LA DICTADURA DE LA MERCROMINA, te vuelves un Sant Jordi determinado a enfrentarte hasta con el último de tus dragones. Levantas la costra artificial de tu herida y echas un chorrito de alcohol para desinfectarla. ¡Perfecto! ¡A la mierda con la pusilanimidad de la mercromina! Y notas que escuece pero te alivia al empezar a sanar, así que te echas otro. Y al día siguiente otro…. Y otro más. ¿Qué acabaría pasando? Evidentemente: que la herida más que sanada acabaría llagada, y que te quemarías la carne sana circundante, creándote nuevas heridas por pura abrasión. Una vez más, el remedio peor que la enfermedad. El abuso del alcohol se basa en un par de creencias irracionales: una, que meramente pensando se arregla algo; dos, que a base de sufrimiento autoinflingido, mereceremos una desinfección más rápida e indolora de nuestras heridas (como si los logros no se basaran en la eficiencia de las soluciones, sino en los méritos morales del solucionador, y sus méritos en su sufrimiento). La reflexión, el análisis y el atender la raíz de un problema (ese primer algodoncito ligeramente empapado en alcohol) siempre será necesario y saludable, pero regodearse en él, nunca. El doble de jarabe no cura el dolor de barriga el doble de rápido, sino al contrario: lo agrava, cronifica y provoca nuevas dolencias a partir de la inicial. No, el doble de lo bueno no es ni mucho menos lo mejor. Recuerda que la diferencia entre un veneno y una medicina estriba, precisamente, en la sabiduría de la dosis. Y en cada cuánto y cómo tomarla. Lo peor de las sobredosis de alcohol estriba en sus mejores o peores consecuencias prácticas. ¿La mala? El dolor extra, constante, al rememorar obsesivamente el tema hiriente (jodiéndonos así el presente). ¿La peor? La serie de emociones que nos provocamos al hacerlo (tristeza, aflicción, rabia, resentimiento, inseguridad) que impiden la motivación y energía necesarias para enfrentar, de facto, aquello que nos preocupe (jodiéndonos así el futuro). A menudo el sobreanálisis cognitivo lleva aparejada la parálisis conductual, en la creencia infantiloide que, como ya me he PRE-ocupado, ya no hace falta ocuparme, pues ya he pagado la cuota de agobio que cuesta esa solución mágica que el universo me debe por sufrir tanto (y ahora es asunto suyo arreglarlo por arte de magia, no mío. Yo a pensar y sufrir hasta merecérmelo mucho…). El regodeo masivo en el propio dolor, en la culpabilidad ajena sobre él y en la injusticia del mismo acostumbra a propiciar una inactividad absoluta al respecto. O peor aún: la reiteración de conductas que no han funcionado en el pasado, pero a las que continuamos aferrándonos con tenacidad compulsiva. Si habéis afilado vuestra memoria, seguro que recordaréis más de cinco personas que exasperaron vuestra paciencia con su testarudez autoflagelante. Y si la afiláis un pelín más, hasta os recordaréis a vosotros mismos habiéndolo hecho otro montón de veces. Y no es cuestión de avergonzarse, pues es una actitud tan común como las excusas de la mercromina. Y tan contraproducente… 2. CUANDO LOS EXTREMOS SE TOCAN Idólatras de la mercromina y adictos al alcohol: actitudes presuntamente opuestas. Supuestos antagonistas cuyas consecuencias hermana: agravar el problema. Los unos por evitar siquiera nombrarlo; los otros, por convertirlo en el único centro de nuestra vida, pero ambos beben de idéntica fuente y, contra pronóstico y apariencias, se retroalimentan. La dictadura de la mercromina (y el síndrome del tío Diego, y el del avestruz) nos impelen a ignorar lo que duele, lo que agrava las heridas, ergo las infecta hasta límites de gangrena, lo que nos aboca a la sobredosis de alcohol ante el pánico al descubrir una desmesura de su infección que a su vez nos provoca aversión, ergo evitación a toda costa… Y acabamos cubriéndolo todo con nuevas capas de mercromina. Tapamos heridas a las que sólo prestamos atención cuando duelen demasiado como para seguir ignorándolas, y entonces la explosión del pus acumulado es tan dolorosa y desagradable que le cogemos un lógico pánico atroz, tan grande que querremos evitarlo en el futuro a cualquier precio (y creeremos hacerlo… ignorándolo: bienvenidos de regreso a la mercromina). Con lo fácil que hubiera sido desinfectar la herida en su momento, cuando no pasaba de rasguño o zarpazo, pero limpio. Voilà la sinergia entre la mercromina y el alcohol en el círculo vicioso de la progresiva impotencia personal. Cualquiera que haya sucumbido a cualquier adicción química sabe perfectamente de lo que hablo, pues las adicciones físicas funcionan exactamente igual que las mentales: menos duermo más café, más café… menos duermo. No hacer nada al respecto de lo que nos preocupa provoca mayor preocupación, ergo más queja, ergo más obsesión, ergo más sobreanálisis, ergo menos acciones remediadoras. Como el círculo vicioso de la cafeína: más me quejo, menos hago; más se agrava, más me quejo, menos hago… ¡Buf! Me agobio de sólo pensarlo. ¿Por qué somos tan torpes cómo para encadenarnos a este círculo vicioso? Muy sencillo: porque somos humanos. Limitaditamente humanos… Como cualquier otro animal: sólo que nosotros tenemos la capacidad –ergo la responsabilidad- de darnos cuenta y cortar amarras con él. Lanzarse en brazos de la mercromina no sana, sino que pudre en silencio al agravar lo que no cura. Pero zaherirse abusando del alcohol tampoco: sencillamente, enferma lo que estaba sano. Como dijo Carmen Martín Gaite: “Te pierde la impaciencia: deja que lo atrancado se abra solo, y no atranques lo abierto”. Lo que hermana la mercromina y el alcohol es esa impaciencia infantil, propia de los niñatos consentidos que se niegan a pagar el tributo de tiempo, incomodidad y esfuerzo que toda solución requiere. Que nos neguemos a pagar el precio de la sanación escondiendo artificialmente las heridas o abrasándolas en alcohol, qué más da. Lo importante es que de ninguna de estas dos maneras sanaremos nunca. Sencillamente, agravaremos nuestras heridas hasta convertirlas en males muy mayores. Y que nos habremos infligido nosotros mismos, sin necesidad de nada ni nadie. ¿Qué hacer para ni sufrir gratuitamente con el exceso de alcohol ni gangrenarnos con la pereza pusilánime de la mercromina? En días o semanas compartiré mi más que falible método, pero que a mí me funciona: El Milagro del Agua Oxigenada. De él haré apología en próximos posts. Pero antes, en el siguiente, intentaré comprender una cuestión crucial: ¿Qué nos empuja a abusar del alcohol y flagelarnos creyendo que así sanaremos? ¿Desde dónde se nos empuja a ello? Antes de abrazar el agua oxigenada, bien nos conviene entender porqué nos conviene tanto alejarnos del abuso del alcohol.
Gracias por la acogida: más de 2.000 personas han leído la serie de cuatro artículos precedentes sobre el amor (lo cual vivo como un exitazo, dadas las temáticas que trato, mis nulas concesiones al marketing y en épocas en las que todo lo que se extienda más allá de 140 caracteres es excesivo y lo que no se bombardee de fotitos o emoticonos, aburre). Y de esos miles, algunas decenas hasta han invertido algo de su tiempo en hacerme llegar mensajes con su opinión personal sobre su contenido (mil gracias por ello). Así que como guinda final, y ante las dificultades de contestar personalmente a todos ellos, he escrito un compendio de clarificaciones a sus dudas, discrepancias y matices, que intuyo que en mayor o menor medida muchos compartiremos. En la serie de artículos AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, MÁSTILES III: El Amor según los demás y DEL EROS AL ÁGAPE: el amor y el tiempo, ¿Dónde queda el romanticismo? ¿Hasta qué punto la visión presentada del amor no le hace perder toda su magia? ¿Y no desvaloriza el propio sentimiento, al ser amado y hasta al propio amante? Si te interesa saberlo… ENTRE ROMÁNTICO Y ROMANTICOIDE Yo diferencio entre romántico (sentimental, generoso y soñador, según la RAE) y romanticoide (romanticismo + clichés). Romántico viene del francés roman (novela), ¿Y qué es una novela? Una historia inventada, una creación del autor, una fantasía que no es real. Así que no soy yo, sino la propia etimología de la palabra la que aclara desde el principio la naturaleza de ensueño, irrealidad y elucubración personal del romanticismo y el amor. Mis artículos subrayan la naturaleza romantique (novelesca) del amor, y es por ello que creo que esos artículos son muy románticos, en el sentido literal de la palabra. Para mí lo verdaderamente romántico es entender el amor sin patrañas, y aún así amarlo y considerarlo la experiencia más sublime y significativa de toda la existencia. Por el contrario, los lugares comunes del romanticoideo más estereotipado (todos ellos perfectamente alineados con los reality shows, la prensa rosa de más baja estopa y las estrategias comerciales del Corte Inglés) no me resultan más que un totum revolutum de clichés consumistas, impotencias personales barnizadas de pseudotranscendencia, mucho machismo parafeminoide y bastante poca reflexión. 2. MAGIA DE QUITA… O DE PON. Reitero la analogía de la magia ya compartida en AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas. Sé que Macondo no existe tal y como lo describe García Márquez, pero es que no necesito creérmelo para disfrutarlo. El amor, como todo arte, ni es literalmente cierto ni necesita serlo. Es más… ¡ES QUE NO DEBE! o no sería arte, sería mera copia, reportaje o reflejo puro. Que, además, es imposible, pues ni el artista es un espejo pasivo ni la realidad algo que se pueda reflejar objetivamente con la nitidez unívoca de una imagen real. Entender la cruda, material, bioquímica y evolutiva raíz del amor y aún así idolatrar las experiencias sublimes que nos permite vivir: ¿Qué puede haber más mágico que transformar a conciencia el mero instinto reproductivo en gloria pura, poesía arrebatada, paraíso suprahumano y razón que basta para vivir ilusionado? Me ocurre con la naturaleza bioquímica del amor como con mi edad, que tiendo no a minimizarla, sino a exagerarla. ¿Para qué? ¡Pues para revalorizar como me conservo, que tendrá más mérito cuantos más años tenga! Conocí una mujer algo mayor que yo de turgencias posadolescentes y elegancia innata, de una vertiginosa verticalidad gótica, sensualidad espontánea y una mirada de fuego helado derritiendo las esmeraldas turquesa de sus ojos… y que guardaba su edad bajo siete llaves, como el secreto más vergonzante de su vida. Todo lo contrario: intuyo que tendría sobre los 50, pero si me hubiera dicho que tenía 55 o 60 todavía la habría admirado más que si bordeara la cuarentena. Cualquiera es bello con 20 años, pero quien sea capaz de serlo a los 60… eso si que tiene mérito. 3. EL VALOR DE LOS AMADOS. Ninguna de mis reflexiones tiene la menor intención de quitarle valor alguno al ser amado. Al revés: entender los factores contextuales del amor, más allá del valor individual del amado, prueba que ese amor es lo suficientemente fuerte para no necesitar toda esa poesía de saldo que mucha gente precisa para convencerse que están enamorados. La perfección objetiva del otro, universos y dioses conspirando a favor o en contra de los amantes, destinos y méritos, medias naranjas y confabulaciones telúricas… para mí, esta poesía barata es el doping del amor, las ilícitas substancias artificiales que necesitan los que no atinan a competir en el amor con la mera fuerza de sus sentimientos desnudos. Para mí, los verdaderos amores sólidos no necesitan creerse estribillos de canción edulcorada, tramas de culebrón ni coelhadas altisonantes para justificarse. Para qué inventarse astracanadas grandilocuentes cuando con la mera y humilde realidad del otro ya sobra. Reconocer que enamorarse es construir castillos en el aire no le quita el menor mérito a la construcción, y mucho menos a la persona que nos la inspira. Toda forma de amor –principalmente, el erótico- es la forma más primaria de imaginación, por lo que todo objeto de nuestro amor es fruto de nuestra propia idealización. Pero nada de todo esto quita la más mínima validez a la persona elegida. ¿Por qué elegimos una persona a idealizar y no otra? Por supuesto, la persona amada tiene todo el mérito personal en que la elijamos como la materia prima con la que elaboramos nuestra pasión… de fabricación casera. Y entenderlo valora más al ser amado, por amarlo por lo que es, sin necesidad de más trampas y artificios que aquellos con los que el amor engalana insoslayablemente al ser amado. Por muy objetivos que pretendamos ser, aún cuando creamos no estarnos haciendo trampas al solitario, nos las estaremos haciendo… Así que imagínate hasta dónde llegaremos si ni nos damos cuenta. EMPODERAMIENTO Y SENTIDO En mis artículos arremeto contra algunos de los topicazos más castrantes del romanticoideo imperante en aras de prestigiar el amor, el amante y el amado. Creo firmemente que clichés aceptados como entrega autolaudatoria y amor admirable (Sin ti no soy nada, no puedo vivir sin ti, te quiero más que a mi vida, sin ti nada tiene sentido, eres mi vida entera, tu ausencia me roba el aire, etc.) le quitan toda validez al amor, pues cargarlo de necesidad y dependencia le roba al amante la libertad que legitima toda elección. ¿Realmente me elige quien sin mí no puede vivir, no es nada o se asfixia? Y si se presenta el desamor… ¿Cómo no voy a morir de dolor si creo que sin esa persona la vida no merece la pena ser vivida? Al confrontar los lugares comunes más atroces del romanticoideo no ataco al amor, sino a las concepciones esclavistas y desvalorizantes con que lo engalanamos creyendo, curiosamente, que lo idealizamos y nos hacemos más dignos de ese amor cuando es necesitado, apocado y obligatorio para subsistir que cuando es una elección íntegra, responsable y asertiva. EN DEFENSA DE LA FANTASÍA Lo he repetido hasta el cansancio, aunque yo nunca me cansaré de repetirlo: el ser humano no se relaciona directamente con la realidad, sino con su interpretación subjetiva de la misma tejida con los relatos personales que sobre ella hilvana. Por lo tanto, lejos de mi intención atacar las narraciones y peliculeos de nadie, mucho menos el negar el derecho a fantasear, y todavía menos con el amor. Yo mismo lo hago: ¿Habrá alguien más iluso que yo, empecinado en creerse constructos improbables como la igualdad, la erradicación del hambre y el derecho humano a una sanidad y educación igual para todo dios? ¿O que la formación transforma vidas, personas y colectivos enteros? Pero, ¿Por qué me creo a pies juntillas estos cuentos? Sencillamente, porque me empujan a convertirme en mejor persona y que esa mejora individual redunde en la sociedad entera, no porque sean más empíricamente ciertos que los del vecino (tan arbitrarios y subjetivos como los míos). Me dejo seducir, arrobar e ilusionar por mis cuentos ideológicos como si fueran impepinablemente ciertos para llenar el depósito de la motivación e ilusión, los mejores combustibles para la acción inteligente y el placer de implementarla. En el momento que esos cuentos –o cualquier otro- me frenarán o me empujaran a convertirme en peor persona, me lanzaría a buscar frenéticamente razones para revocarlos. ¿Por falsos? No: por castrantes. Fabrícate las fantasías que mejor te cuadren respecto al amor, pero intenta que sean sostenibles y no puedan volverse contra ti si al ser amado se le tuerce el rumbo en el futuro. Mientras se mantenga recto, ni te lo plantees. De torcerse, no lo dudes y empieza a arrancarle los galones apócrifos que la cultura y las convenciones han otorgado a las concepciones más romantiques (en francés, novelescas) del amor erótico. Recuerda que cualquier tipo de amor es una creación tuya, nunca tú una de él. A los apóstoles anarcocarcas de barra de bar, cuando simplifican hasta la caricatura pontificando “Todos son iguales: a mí no me interesa la política”, acostumbro a recordarles la frase de Yves Montand: “Si no te ocupas de la política, ella se ocupará de ti”. Pues con tus amores, igual: si no te ocupas tú de darles la forma deseada, ya se encargarán ellos de darte a ti la forma que a ellos les dé la gana, te haga ésta disfrutar o sufrir, ayude o castre a tus seres amados. Para variar, cuestión de adueñarte de tu libertad para elegir.
Tras analizar qué es el amor en AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas. y como lo construímos en AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, quedaron prometidas un par de amorosísimas andanadas extra: la primera, como transitar satisfactoriamente del Eros al Ágape en las relaciones de largo recorrido; la segunda, como desmontar la farsa de los amores podridos y como reforzar las certezas que sostienen los amores sanos. Mientras tanto, me ha parecido de una honestidad básica el compartir con vosotros los ingredientes que gente mucho más sabia me ha ido prestando para cocinar el plato de mis teorías amorosas que os serví en los dos últimos posts. Muy a menudo, a los fantasmillas nos gusta aparentar que hemos sido nosotros los que hemos inventado la sopa de ajo, pero la sencillísima verdad es que todo lo que cualquiera diga, haga o piense se basa, más directamente o menos, en los que otros antes que él dijeron. Y yo siempre he intentado ser un mentiroso muy sincero. ¿Qué piensan lucid@s como Morrison, Kundera, Saramago, Sábato, Montero o Gaite piensan del amor? ¿Qué podemos aprender de ellos para amar más, mejor y más felizmente? Si te interesa saberlo… “Encendemos pasiones en la mecha del propio corazón. Lo que amamos es siempre lluvia, entre el vuelo de la nube y la prisión del charco. Al final somos cazadores que a sí mismos se hieren con su azagaya. En el lanzamiento certero va siempre algo de quien dispara” Mia Couto, Cada Hombre es una Raza “Decías que era hermosa y cuando tú lo decías, Drew, yo lo era. Hacías que me amase a mí misma y creyese que merecía ser amada”, Sandra Cisneros, Erase un Hombre, Erase una Mujer “Conseguí hacer que el mundo te mirara con mis ojos”, Sandra Cisneros, Erase un Hombre, Erase una Mujer “El verdadero secreto del amor está en lo que ponemos en el ser amado, no en lo que tenga”, Zunzunegui “Es la terrible ofuscación del amor la que nos implica, desde el principio, en un juego que no acontece con una mujer del mundo real, sino con una muñeca imaginada en nuestra mente”, Marcel Proust “Hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaz de abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi propia pasión”, Rosa Montero, Amantes y Enemigos “El amor es como un espasmo de nuestra imaginación. Escogemos al prójimo como a una percha y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños”, Rosa Montero, Amantes y Enemigos “Si la pasión amorosa es siempre una ficción, no hay como poner distancia con el objeto amado para convertirlo en algo irresistible”, Rosa Montero, Amantes y Enemigos “Nada me excita más que verte viéndome”, Carlos Fuentes, Los Años con Laura Díaz “Sabía que el deseo era capaz de destruir el propio placer, volverse exigente, descuidando los límites de la mujer y del hombre, obligando a las parejas a volverse demasiado conscientes de su felicidad”, Carlos Fuentes, Los Años con Laura Díaz “Yo te gusto porque he roto tu soledad, te he recogido ante la puerta del infierno y te he despertado de nuevo. Tú me estás agradecido, pero enamorado de mí no lo estás. Tú me necesitas actualmente, de momento, porque estás desesperado y te hace falta un impulso que te eche al agua y te vuelva a reanimar. Me necesitas para aprender a bailar, para aprender a reír, para aprender a vivir”, Herman Hesse, El Lobo Estepario “Querer a una persona es quererla en lo que nos separa de nosotros, en sus errores y calamidades, es quererla querer, empecinarse, es brega solitaria, una pura pelea a tumba abierta contra las evidencias”, Carmen M. Gaite, Retahílas “Poder hablar era quererse, y antes de que los primeros hormiguillos de la pubertad se empezaran a hacer insoportables ya había asociado la idea de amor a la de conversación y se me han quedado unidas irreversiblemente como la uña a la carne”, Carmen M. Gaite, Retahílas “¿La echo de menos? Creo que no. Y sin embargo, tengo que reconocer que me quitaba el miedo y me aplacaba la desazón. Desaparecida ella, va tomando cuerpo el desacuerdo entre actor y decorado y predomina la sensación de equívoco, de inutilidad”, Carmen M. Gaite, La Reina de las Nieves “Lo que es indecoroso de la lascivia es su independencia de la voluntad”, San Agustín “Es amiga mía. Me une a mí mismo. Junta las partes que son y me las devuelve en el orden que corresponde. Es bueno, sabes, tener una mujer que sea amiga de tu mente” Toni Morrison, Beloved “Todo lo que nos diferenciaba era un regalo para nuestro delirio”, Pablo Armando Fernández, Otro Golpe de Dados “El amor no es sino la acuciante necesidad de sentirse con otro, de pensarse con otro, de dejar de padecer la insoportable soledad del que se sabe vivo y condenado. Y así, buscamos en el otro no quien el otro es, sino una simple excusa para imaginar que hemos encontrado un alma gemela, un corazón capaz de palpitar en el silencio enloquecedor que media entre los latidos del nuestro, mientras corremos por la vida o la vida corre por nosotros hasta acabarnos”, Rosa Montero, Bella y Oscura “Pero había una pareja que se sentía especialmente unida. Tal vez no fuera cierto, tal vez estuvieran tan unidos, ni más ni menos, como el resto de las criaturas inmortales. Pero lo importante es que ellos lo creían así”, Rosa Montero, Bella y Oscura “¿Acaso es concebible el amor sin que controlemos angustiados nuestra imagen en la mente de la persona amada? Cuando ya no nos interesamos por la forma en que nos ve aquel a quien amamos, significa que ya no le amamos”, Milan Kundera, La Inmortalidad “Sin el arte de la ambigüedad no hay verdadero erotismo y que cuanto más fuerte es la ambigüedad más poderosa es la excitación”, Milan Kundera, La Inmortalidad “El Amor sólo sobrevive cuando existe una posibilidad, por mínima que sea, de permanecer junto a la persona amada. Sin esta posibilidad, sólo los suicidas son capaces de entregarse totalmente”, Paulo Coelho, A Orillas del río de Piedra me senté y lloré “El proceso de engancharse de alguien: fijarse en un punto específico del rostro o del cuerpo y a partir de ahí contarse las mentiras que hagan falta para redimensionar cada una de las partes que en general no suelen ser tan agraciadas. Una mujer con gracias por todas partes sería una auténtica desgracia, no tendría ni contrapuntos ni contrastes, sería un continuum sin accidentes para agarrarse; no daría oportunidad, a quien se enamorara de ella, de contarse esa serie de mentiras que acaban siendo el acto de creación que hace que el enamorado se vuelva loco por tal mujer, que es en realidad obra suya”, Jordi Soler, La Mujer que Tenía los Pies Feos “Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe de ser la peor manera de gustar”, José Saramago, La Isla Desconocida “L’union dépasse la somme des talents particuliers”, Bernard Werber, Le Jour des Fourmis “Ce que je veux paraître je le parais, belle aussi si c’est ce que l’on veut que je sois. Tout ce que l’on veut de moi je peux le devenir. Et le croire. Dès que je le crois, que cela devienne vrai pour celui qui me voit”, Margarite Duras, L’Amant “La desilusión de Fausto: comprueba, por el hecho de que María le ama en parte sin saber por qué y en parte por cualidades que le atribuye y que él no tiene, que el amor es cosa que no se puede querer comprender”, Fernando Pessoa, Fausto, Tragedia Subjetiva “Aquella casa debió de ser un amor de poca duración, una de esas pasiones bucólicas que atacan a veces y que, como la paja suelta, arden con fuerza si se les acerca un fuego y luego no son nada más que cenizas negras”, José Saramago, El Hombre Duplicado “Se refugiaba en el cuerpo de María Magdalena como si entrara en un capullo del que sólo podría renacer transformado”, José Saramago, El Evangelio según Jesucristo “Esta es una orden de tu esclavo, amada. Esta es una súplica de tu amo, esclava”, Mario Vargas Llosa, Los Cuadernos de Don Rigoberto “The very essence of romance is uncertainty. If ever I get married, I’ll certainly try to forget the fact”, Oscar Wilde, The Importance of Being Earnest “No, no se podía vivir sin amor, como tampoco las arañas –las pequeñas arañas rojizas de la cárcel, por ejemplo- podían moverse por el aire sin un hilo. A veces, por la invisibilidad del hilo, parecía que sí, pero sólo era una ilusión. El hilo era necesario, el amor era necesario. Lo malo era la fragilidad. El hilo se rompía enseguida, el amor también”, Bernardo Atxaga, Esos Cielos “Cuando amas apasionadamente, tienes la sensación de que está a tu alcance el éxtasis de la unión total, la belleza absoluta del amor verdadero. Y cuando estás escribiendo una novela presientes que, si te esfuerzas y estiras los dedos, vas a rozar el éxtasis de la obra perfecta, le belleza absoluta. Ni que decir tiene que esa culminación nunca se alcanza, ni en el amor ni en la narrativa; pero ambas situaciones comparten la formidable expectativa de sentirte en vísperas de un prodigio”, Rosa Montero, La Loca de la Casa “Y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que sueña que está soñando”, Rosa Montero, La Loca de la Casa “Hacía que cada hombre se sintiese completo y magnífico tal como era –sin necesidad de ninguna mejora- y él se relajaba y desfallecía bajo la luz que ella proyectaba sobre él por el mero hecho de ser él”, Sula, Toni Morrison “Crees que soy alguien que yo no creo ser en absoluto, me supones aquello que deseas, imaginas en mí algo que sólo existe en ti”, Pablo Tusset, Lo Mejor que le Puede Pasar a un Croissant “Con qué facilidad emplea el amor, o sus ensayos, o sus espejismos, las más grandes palabras”, Antonio Gala, Más Allá del Jardín “Com podia sentir nostàlgia si el tenia al davant? Com es pot patir per l’absència dálgú que és present? Jean-Marc sabria respondre: es pot patir nostàlgia en presència de l’estimat si entreveus un futur on l’estimat ja no hi serà; si la mort de l’estimat, invisiblement, ja és present”, Milan Kundera, L’Identitat “Tot va cambiar quan et vaig conèixer. no és pas que les meves feinetes es fessin més apassionants. El que passa és que transformo tot el que passa al meu voltant en matèria de conversació entre nosaltres”, Milan Kundera, L’Identitat “Como si el príncipe -pensaba- después de recorrer vastas y solitarias regiones, se encontrase por fin frente a la gruta donde la princesa duerme prisionera del dragón. Y como si, para colmo, advirtiera que el dragón no vigila a su lado amenazante como lo imaginamos en los mitos infantiles sino, lo que era más angustioso, dentro de ella misma: como si fuera una princesa-dragón a la que no se puede liberar sin asesinar”, Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas “Persuádete de que estás enamorado y te convertirás en un amante elocuente. Muchas veces, el que empezó fingiendo acabó amando de veras” Ovidio, Ars Amatoria “Elle est très jolie. Je pourrais la rendre encore plus belle, dans mon imagination, mais je ne les fais pas, pour ne pas augmenter les distances”, Romain Gary, Gros-Câlin “L’amour est peut-être la plus belle forme de dialogue que l’homme a inventé pour se répondre à lui-même”, Romain Gary (Émile Ajar), Gros-Câlin
En el post anterior AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, hablamos de verdades científicas sobre el amor que, muy a menudo, se viven como falsas. Para completar, hoy me toca escribir sobre aquellas mentiras (en el sentido de opiniones indemostrables empíricamente) que se sienten verdades como losas. Y que por muy falsas que sean, canciones, películas, telenovelas y reality shows de la más baja estopa han ido validando como certezas absolutas. Si hasta mi idolatrado Pablo Neruda me hace mirar para otro lado de sonrojo en una de sus maravillosos 20 canciones de amor donde llega a decir “Para mi corazón basta tu pecho, para TU libertad MIS alas”. Nadie es perfecto: ni los más grandes. ¿Qué no es el amor? ¿Se parece más a un flechazo externo a una concienzuda hormiguita interna? ¿Nos llega o lo construimos? Y lo más importante: ¿Podemos aprender a convertirlo en nuestro principal aliado, independientemente de las circunstancias? Si te interesa saberlo… I. FRONTERAS AMBIGUAS: top ten del papanateo romanticoide más contraproducente. 1. El amor NO es etéreo, sino bien real, físico y químico. Como hemos visto, el amor es como cualquier otra emoción: el resultado tangible y material de los cócteles químicos que produce el cerebro para responder a su propia evaluación de la realidad, así como el conjunto de consecuencias y sensaciones físicas que desencadenan en nuestro cuerpo. De dónde provenga ese cóctel y porqué nos lo fabricamos a partir de una persona concreta y no de otra es harina de otro costal (éste sí, mucho más inmaterial, simbólico o abstracto). Pero desde las mariposas en el estómago hasta los vértigos ante meros recuerdos pasando por los vuelcos del corazón, los suspiros hiperventilados o las carnes deshaciéndose de placer o dolor son un fenómeno bien material, meras derivadas físicas de un proceso exclusivamente químico. Saberlo no le quita el más mínimo mérito al Sr. o Sra. que nos despierte este vendaval químico; sencillamente, nos vacuna contra papanateces dignas de diario de adolescentes… que fácilmente pueden volverse en nuestra contra cuando los amores se tuercen (mientras se mantengan bie rectos, ni caso). 2. El Amor NO es Dependencia. Algo de subordinación siempre conllevará, pues al amar profundamente sentimos que una parte de nuestra felicidad depende de la del ser amado. El tema estriba en ser conscientes de ello y luchar por poner límites aceptables, decorosos, íntegros y basados en el autorespeto. Si amamos febrilmente (como febrilmente recomiendo) a amantes o hijos y dejamos que todo el campo se convierta en orégano confundiremos amor con sumisión y necesidad… y acabaremos amando fatal (para el otro pero, sobre todo, para uno mismo). Lo contrario de la independencia (que desde el amor profundo no es ni posible ni recomendable) es la interdependencia de los amantes unidos por sus sentimientos, nunca la dependencia desvalida del que se subordina sumisamente a los humores y reacciones del otro. La emoción amor erótico conlleva una sensación de necesidad compulsiva de acercarnos y compartir nuestro tiempo con el ser amado. Con el amor ágape más intenso que se conoce (hijos, que de tan intenso puede activarnos como el erótico, de ahí que sea tan obsesivo y tan obnubilarador del sentido crítico como el amor erótico), la necesidad de proximidad física es idénticamente compulsiva. Sólo los diferencia que el objetivo pasa de la pulsión sexual al cuidado del otro. Por mucho que uno y otro amor difieran en sus objetivos, coinciden en todos y cada uno de sus peligros. 3. El Amor NO es un Burladero. Demasiado a menudo, convertimos al amor en la panacea de nuestras vidas más por lo que tapa que por lo que enseña, por los déficits que equilibra que por los superávits que aporta. El amor como camuflaje a existencias que sentimos sin demasiado sentido per se acostumbra a tener los días –y las alegrías- contadas. Las huidas hacia adelante serán siempre rápidas, pero casi nunca certeras en el rumbo. Y acostumbran a dejarnos perdidos y lejos de nosotros mismos. El amor es la mejor guinda, pero el peor bizcocho del pastel de nuestra vida, y a la hora de amar bien conviene diferenciar entre el amor que corona, como su cúpula más bella, un edificio bien construido… del que intenta apuntalar una arquitectura carcomida de aluminosis. Parece lo mismo, pero no tiene absolutamente nada que ver. Y el amor sano se puede parecer tanto al enfermo que necesita, para diferenciarse de él, de matices tan sutiles como éste. Porque este es el principal problema del amor enfermo, que se parece al sano como dos copos de nieve: tan diferentes al verlos al microscopio como idénticos a simple vista. Y reconocer el amor sano requiere de microscopios, no de vistazos a brocha gorda. 4. No es un cheque en blanco que justifique absolutamente nada. Como mucho, conocer la magnitud de un amor ayudará a comprender el contexto, pero no absuelve de responsabilidad alguna sobre las acciones que nos permitamos implementar con la excusa o acicate de la emoción del amor. Amar a una pareja desaforadamente explica el porqué de ciertas obsesiones monotemáticas o concesiones excesivas, pero no por ello dejaremos de flirtear con sus consecuencias (hartar a la pareja con nuestras demandas constantes y omnipresencia cansina, desdibujar nuestra identidad o apostatar de la propia libertad, etc.). Como padres, entender la desmesura del amor paterno-filial nos vacuna contra la descalificación, el juicio sumarísimo y la culpa, pero la inocencia no exime de cosechar lo que se siembra. Por mucho que el amor hipertrofiado ayude a explicar las dificultades de poner límites, contrariar a los hijos o disimular una cierta dependencia emocional de ellos (que no les conviene saber, pues les otorga un poder para el que no están preparados), ello no nos releva de nuestra obligación de hacerlo más allá de que nos haga felices o infelices. Porque cuidado: el amor puede convertirse con una facilidad pasmosa en la más egoísta de las formas de entrega. Tanto el Eros como el Ágape si es muy intenso. Uno y otro serán muy diferentes, pero su intensidad hace que los riesgos de dependencia, irresponsabilidad e incoherencia sean idénticos. 5. No es espontáneo, ni automático, ni impersonal . La emoción explosiva, corta y automática tal vez sí (que tampoco, pero aquí se puede aceptar pulpo como animal de compañía), pero el sentimiento amoroso es fruto de una serie de pensamientos, creencias y conexiones neuronales con recuerdos pasados, deseos y proyecciones futuras, experiencias anteriores, simbologías personales, valores individuales… que multiplican o dividen exponencialmente el impulso espontáneo del amor. En-amorarse: proceso por el que nos producimos amor por alguien. En este caso, el Castellano o el Catalán son lenguas más fidedignas que el Inglés o el francés (fall in love/ tomber amoreux: “caerse en el amor”) para describir con precisión el proceso mediante el que nos acabamos en-amorando (literalmente, construyendo internamente nuestra pasión por alguien). II. CONSTRUCCIÓN SUBJETIVA DEL AMOR. EMOCIÓN: las cartas que nos han tocado… El brote espontáneo de la emoción acostumbra a tener que ver con uno o muchísimos de los siguientes aspectos: 1. Atractivo Físico: parámetros de belleza tanto de la época como los individuales. 2. Congruencia no verbal: coherencia y armonía entre paramensajes no verbales. Ese tan presuntamente etéreo buen/mal feeling no es más que la compatibilidad inconsciente de nuestra fisiología, tono de voz o gestualidad facial con la de otra persona. 3. Conexión física automática con momentos o personas del pasado. Muchos enamoramientos ocurren, curiosamente, en contextos simbólicamente parecidos, como viajando, viviendo fuera, según qué meses del año, etc. Y que pueden tener poco que ver con la persona concreta y mucho con nuestra predisposición inconsciente. 4. Momento Peliculero. ¿Qué es lo peor que le puede pasar a alguien con manía persecutoria? Claro, que lo persigan. Pues ese momento mágico de la primera impresión nos impresiona tanto, entre otras muchas razones… porque siempre hemos soñado con que sucediera, o añoramos de por vida cuando lo ha hecho. Y nada es más fácil de ver que lo que se está deseando hacer. … Y SENTIMIENTO: cómo y para qué las jugamos Tras la emoción, el en-amorado elabora cognitivamente sus sensaciones hasta convertirlas en el producto de su pasión que llamamos amor pasional. ¿Con qué ingredientes lo cocinamos? Entre otros, con: 1. Magnificación masiva de aspectos positivos. Sobre identificar los reales, inferir los verosímiles. Y porqué no: hasta inventarse abiertamente los menos probables en intrincadas elaboraciones simbólicas, inferencias obvias o cogidas con pinzas que, curiosamente, acaban probándonos lo que estábamos deseando crear como objetivamente cierto. 2. Minimización masiva de aspectos negativos. O no los vemos o contextualizamos o incluso convertimos en virtudes o atractivos. Los defectos del amado son como los pedos o los hijos: los de los demás molestan, pero los propios hasta nos hacen gracia… 3. Proyecciones futuras positivas (Piscinas de perfume y mierda). Inferencias eufóricas para regalarnos compulsivamente con todo lo bueno que –bola de cristal infalible en mano- ya sabemos con certeza absoluta que va a llegar de la mano del /la superhéroe en que poco a poco vamos convirtiendo al ser amado. Acostumbra a ir acompañado de un regodeo compulsivo en el maravilloso futuro –que, por supuesto, ya está escrito con total seguridad- al lado de esa persona. 4. Proyecciones presentes en primera persona: deseos propios proyectados como atributos inherentes, únicos y fascinantes del otro. Con qué facilidad los amados, al principio, encajan exactamente en nuestras carencias y con qué exactitud encarnan lo que siempre necesitamos. ¡Curioso!… hasta la sospecha. 5. Proyecciones presentes en tercera persona. ¿Y lo que nos gusta vernos viéndonos? ¿Y la gula con qué paladeamos la imagen que nos inventamos que los demás tendrán de nosotros al sabernos al lado de según qué dioses o diosas –que ya nos hemos encargado nosotros de canonizar previamente, claro-? Y es que el Otro nos puede llegar a quedar tan bien al lado… Desde los momentos de euforia del amor pasional, qué sencillo y obvio inventarnos admiraciones y envidias ajenas, y cómo ayuda todo este sainete ególatra a continuar construyendo el amor. 6. Espejito mágico. No hay mejor doping a la autoestima que sentir la admiración de quienes admiramos, la idolatría de los que idolatramos, la entrega de a quién nos entregamos. No hay mayor chuta de endorfinas en vena que el sentir que nos idealiza quien nosotros, previamente, ya nos hemos encargado de idealizar –y olvidar o no darnos cuenta que hemos idealizado nosotros, claro, que lo suyo es que parezca que la persona ES una diosa, no que yo la he divinizado-. ¿Nos enganchamos a la persona… o a las sensaciones paradisiacas que sentimos –o esperamos llegar a sentir- a partir de ella? Pregunta tal vez incómoda, no sé si pertinente… pero seguro que interesantísima a los que se atrevan a planteársela sin amañar la respuesta a priori. III. TRAMPAS AL SOLITARIO… para ganar la partida. Así, sabiendo que… a) El amor no es más que otro de los millones de sustancias químicas que nuestra biología produce para el funcionamiento de nuestro organismo y la preparación de cuerpo y cerebro para implementar acciones adaptativas (en el caso del amor, reproducción, cuidado de la prole, fortalecer relaciones de manada). b) Las endorfinas que produce el amor no son más que el chantaje bioquímico del instinto para ponernos al servicio de la propagación de los genes mediante la reproducción sexual y el cuidado compulsivo de los menores (en ambos casos, para prolongar nuestro legado genético). c) La construcción del amor es arbitraria, subjetiva, e individual, teniendo mucho más que ver con nuestra propia imaginación, necesidades y deseos que con la realidad objetiva del ser amado (“Beauty’s in the eyes of the beholder“, que diría Oscar Wilde). d) Nunca seremos más felices ni la vida tendrá mayor sentido y plenitud que cuando amamos profundamente a nuestros seres más amados. … Entonces, ¿Es el amor la más falsa de las verdades o la más cierta de las mentiras? Pues como siempre, dependiendo del contexto. Los procesos cognitivos que nos llevan a amar con una determinada intensidad y de una determinada manera (que se dan en nuestra mente, sean voluntarios o involuntarios, deseados o indeseados, conscientes o inconscientes… tampoco me doy cuenta del crecimiento del pelo, y no por ello deja de producirse) siempre serán creencias, y ya vimos que las creencias siempre y necesariamente son tan subjetivas y arbitrarias como legítimas (Si no lo creo, no lo veo). La utilidad de una creencia no se mide por su veracidad, sino por su utilidad, por lo que todo el conjunto de creencias que nos lleva a amar más o menos nunca serán válidas o inválidas per se, sino por el conjunto de emociones y acciones que provoquen. Y sus consecuencias prácticas en nuestra vida. Mientras mi relación sentimental y mi manera de relacionarme con la familia sea una fuente de placer, realización y satisfacción, el Amor siempre será la más cierta de las mentiras (y a disfrutar de sus maravillas, misterios, sorpresas, euforias, idealizaciones hiperbólicas y sobredosis de endorfinas). Por el contrario, si nuestras relaciones amorosas actuales juegan en contra y son fuente de conflicto, dolor y frustración, el Amor será la más falsa de las verdades (y a desenmascarar todos sus tripijuegos y trampitas químicas con las que nos obnubila el sentido común). Porque el amor, tanto como verdad más falsa como mentira más cierta, no es más que una herramienta al servicio de nuestra felicidad. No nosotros al suyo. Somos los protagonistas de nuestro amor, no sus víctimas sumisas que lo disfrutarán o sufrirán en función de los caprichos del azar y las conductas o preferencias ajenas. En fechas por determinar, os hablaré de cómo alimentar el amor pasional en momentos que sintamos que flaquea, pero que sigue mereciendo la pena vivir (se titulará Del Eros al Agape: el parejeo a largo plazo… o algo así). De momento, os espero en el próximo artículo Desamor: manual de instrucciones, donde os explicaré como entrenarnos para superar las rupturas sentimentales o los chantajes emocionales de familiares o amigos, ese momento en el que toca desenmascarar todas las sandeces culturales con que relacionamos el amor, y que tanto nos hacen sufrir cuando los amores se complican. Tus amores te pertenecen, no tú a ellos. Es cuestión de aprender a manejarlos. Te animo a que perseveres en ello.
Última entrega de la temporada en Ràdio Sant Andreu. Esta vez, en vez de profundizar en temas y artículos del blog, Jordi Milián me ha sorprendido preguntándome sobre como aplicar durante el tiempo de vacaciones todo lo que hemos ido descubriendo en los temas tratados sobre Coaching, Inteligencia Emocional y filosofeos varios sobre felicidad, satisfacción, coherencia y placer. Como siempre, y ya que estamos en verano poniéndonos internacionales y políglotas, yo contesto en castellano a las preguntas de Jordi en catalán Si hay un tiempo en el que la libertad se muestra como el arma de doble filo que es, ese es el periodo de vacaciones. Recompensa del anterior año y antesala del siguiente, disfrutarlas es una de esas obviedades que aburrimientos varios, tensiones y tasas de divorcios nos demuestran que no son tan obvias. Si te interesa saber cuan sencillo resulta disfrutar de nuestras vacaciones. Espai de Coaching – Com carregar les piles a l’estiu
Se acercan o ya hemos empezado uno de los momentos más venerados del año: las vacaciones. Tiempo de descanso, aventura, reposo y placer que el Homo Currantis contemporáneo, en su infinita torpeza, puede convertir en un vía crucis de tensión, conflicto familiar o mera insatisfacción insípida mejor o peor disimulada. ¿Cómo disfrutar más nuestras vacaciones y sacarles el máximo de satisfacción? ¿Se pueden aprovechar para algo más que para no trabajar? ¿Por qué pueden llegar a complicar tanto las relaciones de pareja o familia? ¿Qué hacemos para que el regreso nos resulte tan duro? Si te interesa conocer los errores más habituales al encarar las vacaciones y como no incurrir en ellos… I. EL CONOCIDO SECRETO DE LA SATISFACCIÓN: errores más habituales frente a las vacaciones 1. Idealización desaforada. Demasiado a menudo, llevamos existencias tan alejadas de nuestros verdaderos valores, creencias y motivaciones personales que tendemos a convertir las vacaciones en el Dorado de nuestras vidas, y abocamos en ellas unas expectativas de satisfacción irreales de tan exageradas. Recuerdo a los 16 años, durante mi primera experiencia profesional en una fábrica, las caras abatidas de los que regresaban de vacaciones, y como en el mes de Septiembre la gente ya contaba los días que les faltaban para las siguientes. Las vacaciones se definían como “ser libre otra vez”, “vivir bien”, “hartarme de…”. Considerar que las vacaciones son el único periodo del año en que podemos “ser libres, vivir bien y hartarme de…” es una ilusión más que legítima y no tiene nada de malo per se, pero puede conllevar una sobreidealización que nos pondrá las expectativas de satisfacción inalcanzablemente altas. Como ya vimos en Los motivos de la motivación, la fórmula de la satisfacción es sencilla: Resultados – Expectativas, por lo que expectativas utópicas acarrean un riesgo altísimo de insatisfacción. Las vacaciones no son más que otro de los múltiples periodos de nuestra vida y, como tal, está plagado de claroscuros, momentos mejores y peores, placeres, desidias y hasta contratiempos. Si las convertimos en el único periodo donde esperamos disfrutar profundísimamente de nuestra vida, nos sometemos a una presión extra no sólo innecesaria sino, sobre todo, contraproducente a la hora de disfrutarlas. 2. El palo de la zanahoria. Convertir las vacaciones en el único El Dorado de nuestras vidas, además, puede pervertirse en coartada para resignarnos en silencio a vidas cotidianas que, como mucho, nos permiten ir tirando con mayor o menor decoro. La idea de “Como ya disfrutaré en vacaciones…” actúa así como el palo de la zanahoria para el burro, como mera válvula de escape que nos ayude a resignarnos a vidas que, en lo más profundo de nosotros, sabemos que no responden a los principios que realmente nos hacen vibrar. Demasiado a menudo sobreidealizamos las vacaciones para, precisamente, limitarnos a sobrellevar el resto del año y sofocar los conatos de rebelión interna frente a vidas personales o profesionales que no nos llenan tanto como deseamos. Pero como “Ya llegarán las vacaciones”… a seguir moviendo la rueda, como hámsters hipnotizados a los que no parece interesarle si tanta carrera les lleva a parte alguna. 3. Activitis o ultrapanching. Otra de nuestras torpezas predilectas a la hora de provocarnos insatisfacción es, frente a una disyuntiva, elegir una opción… y pedirle lo que podía ofrecer la otra. En vacaciones, la mayoría de nosotros queremos descansar, reponer fuerzas y dar rienda suelta a nuestra molicie. Otros, optamos por trufar nuestras vacaciones de todas esas actividades que nuestra cotidianidad a priori parece no permitir: viajar, hacer deporte, tirarnos en parapente o confeccionarnos unas agendas que, aunque en formato vacaciones, no tienen nada que envidiarle a las de la vida cotidiana en cuanto a planificación y prisas. Vaya, la vieja lucha entre nuestro cerebro primitivo (interesado exclusivamente en comer, beber y ahorrar calorías) y nuestro Neocórtex (primando realización, aprendizaje, curiosidad, etc. ¿Qué es mejor hacer: tirarnos un mes a la bartola o mochilear conociendo mil países? ¿Hartarnos de barbacoas y sofás o sudar la gota gorda en un trekking en el culo del mundo? Pues, como siempre, que cada uno elija lo que crea que le va a hacer más feliz. Eso sí: intentando evitar uno de estos dos errores habituales: a) Pedirle peras al olmo: aceptación del precio. Si priorizas descansar, reponer fuerzas y exorcizar el menor atisbo de obligación externa, no pidamos a esta opción los cosquilleos, vibración y adrenalina que no pueden aportarnos. Si por el contrario optamos por recorrer a caballo Kirguistán, prepararnos para una maratón o irnos de voluntarios a Burkina Fasso, no focalizar nuestra atención en lo cansados que regresaremos y que, este año, “no he tenido un minuto para mí”. Suena de sentido común, ¿Verdad? Pues si: ese que dicen por ahí que es el menos común de los sentidos. Cada una de las opciones tiene un beneficio y un precio. Y como todo lo demás en la vida, sopesa el uno y el otro críticamente, invirtiendo el tiempo y esfuerzo mental que precise. Pero una vez decidido, olvídate del precio ya pagado y céntrate en lo bueno que te aportará b) Congruencia entre prioridades y conductas. Antes de decidir qué hacemos, tomarnos un largo café con nosotros mismos y seleccionar conscientemente aquello que queremos hacer basándonos en una auditoría de valores. ¿Qué es lo que más llenaría? ¿Qué es lo verdaderamente prioritario para mí ahora? ¿Qué me hará regresar más realizado a mi vida cotidiana? Las vacaciones –la vida- serán plenamente satisfactorias cuando lo que hago en ellas responde a mis motivaciones más centrales. No te levantes del sofá, déjate la piel poniéndote en forma, hártate de tapitas o vuélvete vegetariano. Eso sí: que lo que elijas responda a lo que realmente quieres priorizar más allá de las convenciones, la comodidad o los automatismos acríticos de las costumbres adquiridas. c) Regatear el precio. Entre el blanco y el negro se extiende una gama infinita de grises, y nuestro trabajo con las vacaciones –la vida- estriba en descubrir la tonalidad que se adapta a nosotros como un traje a medida (y crear el contexto para dibujarlo, claro). Se puede hacer todo, pero no al mismo tiempo y tal vez no al 100%. Como vimos en El arte de soplar y sorber, aceptar el precio de toda decisión es el mejor inicio para acabar rebajándolo considerablemente. Se puede descansar, aventurear y pensar… pero al 33%. O 50% -25% – 25% o… Elije crítica y reflexivamente el porcentaje que te llenará más. Las posibilidades son infinitas. II. TIEMPO EN FAMILIA – PAREJA – CON UNO MISMO ¿Cómo me llevo conmigo mismo? ¿En qué estado están mis relaciones con los demás? ¿Hasta qué punto mi vida responde a mis sueños? Las obligaciones son la excusa perfecta para obviar todas esas cuestiones cruciales de nuestra vida que, por suerte o por desgracia, tan fácil resulta camuflar tras el aluvión de facturas, horarios, compromisos y obligaciones cotidianas. Sin los burladeros cotidianos, esas preguntas clave pueden presentarse en el tiempo libre con la fuerza, furia y resentimiento de un Miura resabiado por el largo tiempo de encierro. Las contradicciones, encabritadas por tanto ninguneo, bien pueden arrollarnos con su furia resentida una vez abierta la puerta del chiquero del tiempo libre. Sólo conozco algo casi tan difícil como llevarse bien con uno mismo: llevarse bien con los demás. Y sobre todo, con los allegados más próximos y amados. Ya lo vimos en Entre la manada y el egocentrismo: aprendiendo a no amargarnos las relaciones: ni los demás son lo que quiero que sean ni piensan, sienten y hablan como yo considero oportuno que lo hagan. También vimos en DEL TEMPERAMENTO AL CARÁCTER: la soledad como anécdota como el pánico atávico a la soledad puede empujarnos a menudo a establecer relaciones y tomar decisiones que sería muy discutible catalogar como plenamente libres. Y un último ingrediente al cóctel: el desgaste de la cotidianidad y las compañías de 365 días al año por decreto ley. Con todo ello presente, no nos sorprenderá el siguiente dato: Septiembre concentra el 70% de los divorcios anuales. Claro, ¿Cómo pelearme con quién no veo? ¿Cómo sentirme insatisfecho totalmente desconectado de mí mismo y del otro? Es precisamente en periodos de tiempo libre cuando puedo comprobar hasta qué punto estoy a gusto conmigo mismo y con los que me rodean. Lo cuál puede ser incómodo a la corta, pero inmensamente beneficioso a la larga, pues darse cuenta de un problema es el primer paso ineludible de toda solución. III. EL MANTRA DEL SÍNDROME POST-VACIONAL Los vendedores de titulares, los etiquetadores patologizantes y los adictos al bliblablú más anodino ya tienen una excusa para rellenar revistas, programitas y conversaciones: el síndrome post-vacacional. Toda un patraña para justificarnos y camuflar tras etiquetas grandilocuentes obviedades de Perogrullo: que se está mejor sin obligaciones, levantándote y comiendo cuando quieres que no maniatados por agendas y horarios. Y que el pasar de lo uno a la otro puede provocar más o menos incomodidad. Olé tú, cuanta perspicacia. Una vez pasada por alto esta obviedad sin mayor recorrido, este lugar común del síndrome de marras puede hasta tener cierta utilidad: reflexionar sobre nuestra vida cotidiana y profesional. ¿Qué hace que el regreso de vacaciones resulte meramente incómodo o insoportablemente duro? Muy sencillo: la calidad que otorguemos a esa cotidianidad a la que regresamos. A priori, se está mejor haciendo lo que te da la gana cuándo y dónde mejor te apetezca, pero lo que determinará el impacto de regresar a agendas y obligaciones será nuestro grado de satisfacción respecto a ellas. No es lo mismo volver a un trabajo que nos llena profundamente y unas agendas planificadas acorde con nuestros valores que regresar a un sinsentido estresante, y es en esta brecha entre cómo queremos vivir y cómo vivimos donde puede crecer este constructo del tan cacareado síndrome post-vacacional. Patología que, imagino, pronto medicalizado: pastillita al canto y a ahorrarnos tanto pensar… y los de siempre a hacer caja. IV. MÁS ALLÁ DEL SOFÁ O LA MOCHILA Una vez críticamente elegidas, una vez aceptado el precio de las elecciones realizadas y convenientemente despojadas de exigencias inasumibles, las vacaciones pueden ser un periodo en el que, además de descansar y vivir intensamente, podemos tomarle el pulso a nuestra vida actual y planificar asaltos a una que se vaya pareciendo progresivamente a la que siempre soñamos vivir. Si tan duro me resulta regresar a la cotidianidad… ¿Qué puedo cambiar para hacerla más cómoda? ¿Qué puedo incorporar –mucho o poco- de las vacaciones a mi vida cotidiana? ¿Cómo puedo empezar a construirme una vida cotidiana mucho más satisfactoria? Las vacaciones pueden ser la excusa perfecta para superar la adicción -y abducción- a la cotidianidad, al cortoplacismo y al dejarse llevar por lo establecido como único posible. El tiempo libre tiene eso: que si lo utilizamos a nuestro favor, ayuda a quitarnos las orejeras que nos impiden ver más allá de lo que hay. Lo peor de la avalancha de obligaciones y el corre-corre del día a día es que nos obliga a plantar miopemente tantos árboles que nos impide diseñar el bosque desde la perspectiva de nuestros valores. Aprovechemos el oasis del tiempo libre de las vacaciones para pasar de jardineros compulsivos a ingenieros agrónomos de nuestra vida. El bosque siempre soñado bien merece la pena. Qué mejor terreno que estas vacaciones para empezar a plantarlo.
Por mucho que amemos la vida, por muy conscientes que seamos del privilegio que supone estar –todavía- vivos y por mucho que nos aferremos a los momentos de placer hasta exprimirles su última gota, nos conviene tener algo claro: llegarán momentos de dolor y sucesos potencialmente traumáticos. Buda dijo que “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento opcional”. En la vida podremos aprender a evitar el sufrimiento innecesario. El dolor puntual, no. ¿Cómo reaccionas ante el dolor? ¿Cómo te enfrentas a esas experiencias pesarosas que también forman parte de la vida? ¿Eres de los que se regodean morbosamente en el dolor y se obsesionan compulsivamente con sus causas? ¿O de los que tratan de esconderse de él y negarlo a cualquier precio, tratando de superarlo a base de apariencias y mera “actitud positiva”? ¿Existe alguna conexión inesperada entre una actitud y la otra? Y lo más importante: ¿Qué consecuencias provoca cada una? No os engañaré: pocas personas acuden a mí profesionalmente para celebrar sus éxitos o para inventarse nuevas maneras de mejorar estando ya la mar de bien (olvidamos con pasmosa facilidad que el momento para sembrar una nueva y mejor cosecha es precisamente con el granero lleno de la anterior, no cuando ya sufrimos los estertores de la escasez. Pero en fin…). Generalmente, mis clientes llegan a mí para conseguir sus objetivos, cierto, pero sus objetivos acostumbran a consistir en superar las emociones castrantes que propician situaciones dolorosas. Un desamor, estrés o estancamiento profesional, la desaparición de un ser querido, relaciones tóxicas con hijos, padres o parejas… y sus derivadas conductuales y emocionales. Tirando de la brocha gorda que exige toda sobregeneralización, mis clientes llegan hasta mí afrontando el dolor de una de las dos maneras anteriormente expuestas: o regodeándose morbosamente en su propio dolor o negándolo a base de marear la perdiz y minimizar racionalmente el verdadero impacto que les provoca. De las causas y derivadas de la primera tendencia hablaré en el próximo artículo. En éste, os hablaré de los segundos: los Adeptos de la Mercromina. Los que sois de mi quinta la conocéis bien: aquel líquido rojo, de olor aséptico y casi dulzón que de niños adornaba sempiternamente nuestras rodillas y codos. En aquella época, los niños jugábamos, nos caíamos y nos raspábamos de cuerpo entero, por lo que las marcas de la mercromina eran como medallas al pundonor: cuanto más mercrominado de pies a cabeza, más temerario y machote aparentabas ser. Pero no era el estatus accidentado que otorgaba lo que me fascinaba de ella, sino la magia de sus efectos. Llegabas a casa tumefacto, raspado y dolorido… y temiendo un dolor mayor: el escozor del alcohol con que tu madre restregaba inclemente las superficies heridas (por supuesto que para curarte, pero como si también quisieran vengarse del dolor que les producían a ellas las consecuencias de tu temeridad descocada). Por suerte, a veces no salía del botiquín familiar la temida botella de alcohol, abrasadoramente incolora, sino que emergía un botecito chiquitín, rojo y elegante… ¡De mercromina! Ummm… ¡Como aliviaba! Sobre todo, comparado con las inclemencias del alcohol. No escocía: refrescaba; no dolía: calmaba la picazón de las raspaduras. Y encima: ¡Qué rápido aceleraba la cicatrización! En vez de tener que sufrir su quemazón y esperar días con tus miembros parcheados de ridículas gasitas, la mercromina teñía miembros y articulaciones de un rojo violento, como pinturas de guerra, que además recubría esas heridas de una costra protectora y digna. ¡Y en un plis! Pero, a lo largo de los 80 y 90, la mercromina fue desapareciendo progresivamente de hospitales y botiquines caseros. ¿Por qué, si era perfecta? Amén de pintar de malote temerario hasta al empollón más timorato, no dolía y cicatrizaba más rápido. ¿Dónde estaba el problema? Pues muy sencillo: como casi todo en la vida, en los efectos secundarios de su presunta bondad. La mercromina, al acelerar artificialmente el proceso de cicatrización, sepultaba bajo su costra microosganismos y suciedad que, una vez enterrados, podían campar a sus anchas por nuestras carnes. Generaba una capa superficial aislante además de la propia costra, así que mientras la superficie parecía estar libre de infección, en el interior seguía creciendo todo lo que se hubiera quedado bajo la costra. Con todo tipo de potenciales consecuencias infecciosas. ¿Por qué el cuerpo tarda en cicatrizar? Pues muy sencillo: porque no empieza a hacerlo hasta que la herida no esté totalmente limpia. Y claro que la mercromina no escocía: es que no acababa de desinfectar. Se limitaba a aliviar y acelerar artificialmente la cicatrización, sepultando unas heridas que no empezarían a cubrirse hasta que el tiempo y el aire las hubiera sanado definitivamente. La mercromina ofrecía alivio superficial y apariencia de sanación a costa de una desinfección necesaria. ¿Nos suena el tema? ¿Le adivinas alguna conexión a las pautas de conducta actual? Cuando en mi adolescencia descubrí la paradoja de la mercromina, todavía no había ni móviles ni omnipresencia de pantallitas ni armas de imbecilización masiva como el whastApp, twitter o facebook. Tampoco nos habíamos inventado ni el Prozac, ni el TDAH, ni a los niños nos sobremimaban hasta la castración cortical. Así que la peor de mis pesadillas (los efectos nocivos de enterrar heridas artificialmente) se quedó corta. La mercromina, como producto sanitario, habrá desaparecido de nuestros botiquines… pero ha colonizado tiránicamente nuestra manera de afrontar el dolor. Hoy la mercromina no se ensaña con nuestras heridas del cuerpo, sino con las del alma. Vivimos, probablemente, los tiempos más emocionalmente pusilánimes de toda nuestra historia como especie. A la tristeza hay que arrollarla con activitis y sonrisas artificiales (sólo los loosers están amargados, los winners estamos siempre felices y radiantes, y somos siempre positifos, nunca negatifos). Todo ha de ser indoloro, aún a precio de gangrenarnos; de apariencia pulcra, aún a precio de pudrirnos por dentro. Pero principalmente, todo ha de ser rápido, fácil y carente de esfuerzo, aún a precio de superficialidad y cuentas pendientes. Recuerda que somos lo que enseñamos en facebook, whatsappeamos o twiteamos: quien no sea un primario risueño que se dedique a dormir, vaguear, alardear de comer hasta reventar y beber por los codos, ese es un peñazo; quién no sea bobaliconamente positivo y graciosoide y no se venda como un feliciano eterno digno de los aparadores de su imagen virtual, ese es un plasta del que hay que huir como de la peste… ¡Ah! Y sólo nos conviene hacer aquello que evite la incomodidad, el esfuerzo o el conflicto: cualquier demanda que exija confrontación o incertidumbre, son ganas de crearse problemas donde no los hay. Con lo bien que se está mirando para otro lado y sólo prestar atención a los retos para exigirle al mundo que sea y actúe como yo crea conveniente… Ya en anteriores artículos me lancé contra las apologías del estrés y el sufrimiento gratuitos (y volveré a hacerlo en el siguiente). Pero ahora toca zurrarle a las consecuencias más gangrenantes de esa manía de (por pereza, vergüenza o cobardía) obligar a las heridas a sanar por decreto-ley, cuando a mí me dé la gana, sin enfrentarlas ni darles el tiempo y cuidados que requieran para curarse en profundidad. ¿La peor de todas las consecuencias de la dictadura de la mercromina? Pues qué no por mirar para otro lado los peligros desaparecen (bien al contrario: como las infecciones, crecerá y se agravará si no se trata como precisa); que negarse a pagar el precio de nuestro dolor hoy conlleva hipotecarse con él mañana (y acabaremos pagándolo igualmente, sólo que con los intereses de demora correspondientes) y que huir de tu propia sombra no conllevará separarte de ella, sino que te seguirá encontrando… sólo que hastiado de tanta carrerita inútil. La dictadura de la mercromina también la llamo el síndrome del Tío Diego. El hermano de mi padre, de pequeño, odiaba las fotos. ¿Y sabéis lo que hacía para no salir en ellas? Pues cerrar los ojos. Obviamente, lo único que conseguía era salir igualmente en la foto… y con los ojos cerrados. Y que aprovecharan su ceguera para hacerle varias fotos más. El mito del avestruz que frente al puro pánico entierra la cabeza en un agujero no consigue que el depredador desaparezca, sino que facilita que le muerda el culo (por eso es falso: no son los avestruces las que lo hacen en la naturaleza, sino nosotros en nuestras vidas). Negarnos a afrontar nuestras dificultades, a desinfectar nuestras heridas hasta que sanen realmente o a darles el tiempo que necesiten para cicatrizar no equivale a sanar más rápido, sino que nos condena a infectarlas más (eso sí: con un decoro externo envidiable). En la vida, como en el sexo, rapidez no es ni mucho menos sinónimo de calidad. Todo lo contrario. Y ojos que no ven no propician corazones que no sienten, sino cegatos con chichones. Y con el corazón bien dolorido… sólo que más tarde. En el próximo post me centraré en los excesos del alcohol. Y en aprender a fabricarnos nuestra propia agua oxigenada. Que entre la dicotomía simploide del blanco y el negro la solución está, como siempre, en la infinita y sutil gama de grises que se interpone entre ellos. Cuestión de dedicar el tiempo, esfuerzo y humildad para encontrar el nuestro.
En el último post analizamos una de las emociones más dolorosas y limitantes: el miedo (Perderle el Miedo al Miedo). En este me planteo analizar la que, probablemente sea la más fascinante del repertorio sentimental humano: la Vergüenza. Tan desagradable y limitante como el miedo, ¿Qué es realmente la vergüenza? ¿Cuándo resulta inteligente y adaptativo sentirla? ¿En qué situaciones será nuestra aliada, tanto individual como socialmente, y en cuáles nuestra peor enemiga? Y siendo una emoción que nos ata tan en corto, ¿Podemos aprender a aprovecharla? Si te interesa saberlo… I. RECONOCIENDO LA VERGÜENZA Como siempre, dejaré que el maestro Marina me preste su definición como primer esbozo de la Vergüenza: “Posibilidad o hecho que los demás contemplen alguna mala acción realizada por el sujeto, alguna falta o carencia, algo que debería permanecer oculto y provoca unas sensaciones desagradables acompañadas del deseo de huir o esconderse”. La finalidad evolutiva de la vergüenza es la de controlar las conductas de los miembros que componen un grupo. Para ello, la vergüenza activa un conjunto de sensaciones desagradables, de las cuales la más visible es el sonrojo. Como toda emoción, la vergüenza puede ser una emoción o un sentimiento. Aunque cognitivamente está emparentada con todo un conjunto de emociones similares (timidez, inseguridad, pudor, rubor, culpa), la vergüenza es, por su singularidad social y moral, la emoción más fácilmente reconocible y discernible del resto de emociones próximas. II. UTILIZAR Y COMPRENDER LA VERGÜENZA Sentimos vergüenza cuando creemos sufrir una pérdida de dignidad acarreada por la comisión de una acción indigna (moral y tabús sociales) o indecorosa (salubridad, sexo y genitales) que acarrea el menoscabo de la propia imagen a ojos del grupo social al que pertenecemos. La vergüenza prepara cuerpo y mente para lo más inteligente que podemos hacer cuando incurrimos en acciones insalubres o descalificantes: desaparecer, escondernos, evitar que nuestros congéneres sigan viéndonos en una situación que compromete nuestra posición en el grupo. Desde la vergüenza, sólo haremos una cosa bien: escondernos e intentar pasar desapercibidos. Recuerda el refrán que mejor resume la derivada conductual de la vergüenza: “Tierra… ¡Trágame!” Pero tan importante como conocer qué acciones facilita la vergüenza resulta saber las que dificulta o incluso impide. De Perogrullo: la vergüenza nos impide mostrarnos en público y, con el riego sanguíneo concentrado en la cara, pensar con un mínimo de claridad. Por lo tanto, la vergüenza dificulta –y mucho- cualquier conato de interacción social, desde hablar en público a salir a la calle pasando por entablar contacto visual o una conversación mínimamente coherente. ¿Nos suena la torpeza in crescendo de nuestras acciones a medida que nos damos cuenta de la vergüenza sentida? Cualquier película de Woody Allen, especialmente con él como actor, lo ilustra a la perfección. Vergüenza por tartamudear equivale a doble tartamudeo, ergo triple vergüenza… Bienvenidos al círculo vicioso de la vergüenza. Y esta es la clave para comprender la vergüenza: ser plenamente conscientes que es una emoción que atenta, precisamente, sobre esa reputación que querríamos salvaguardar. Qué putada: o aprendemos nosotros a manipular nuestra vergüenza… o ella ya se encargará de darnos forma a nosotros. Y no precisamente a nuestro favor. Para su comprensión práctica y su posterior gestión cognitiva, podemos definir la vergüenza como el miedo a ser descubierto implementando acciones indecorosas o insalubres (principalmente, relacionadas con higiene, genitales o sexo) que menoscabarán nuestra imagen pública y podrían acarrear la expulsión del grupo al que pertenecemos. De ahí la fuerza de las sensaciones desagradables que acarrea. Recuerda que el humano, como bicho gregario que es, siente un terror atávico ante la más mínima posibilidad de expulsión de la manada, pues durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva dicha expulsión dividía exponencialmente las posibilidades de devorar y multiplicaba las de ser devorado. Toda una sentencia de muerte que nuestro cerebro primitivo tiene siempre bien presente. Nosotros tal vez no vivamos ya en la sábana; él, sí. III. APRENDIENDO A GESTIONARLA Como con el resto de emociones, conocemos las tres herramientas que podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestras vergüenzas: FISIOLÓGICAMENTE Los patrones fisiológicos de la vergüenza, voluntariamente alterados, erradicarán o cambiarán su intensidad. a) RASGOS FACIALES Mejillas Tensas → Relajadas (sonrojamiento) Cejas Alzadas → Alisadas Ojos Abiertos → Entrecerrados Mirada Focalizada → Panorámica, desenfocada b) CORAZÓN Latido Rápido e irregular → Lento y rítmico (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo) c) RESPIRACIÓN Superficial, rápida, pectoral → Profunda, lenta, abdominal d) TENDENCIA CORPORAL Abajo, atrás, musculatura tensa → Arriba, adelante, musculatura laxa Sólo uno de los rasgos de la vergüenza es difícilmente gestionable desde la fisiología: el sonrojamiento de las mejillas, que sólo podrá aminorarse hasta desaparecer desde la modificación consciente y voluntaria del resto de patrones fisiológicos. A menos que dispongamos de un sistema de climatización subcutáneo, mejor nos concentramos en modificar nuestra respiración o tendencia corporal que en refrescar el ardor de los rubores faciales. Que cuanto más sintamos, más nos avergonzarán… PERCEPTIVAMENTE Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia. Conviene prestar especial atención a los suprasentidos (atención, recuerdo, imaginación). Todo ello sin juzgarlo ni refutarlo ni elaborarlo en sesudas explicaciones: sencillamente, prestándole atención y tomando conciencia de ello. COGNITIVAMENTE Podemos incidir sobre las creencias y pensamientos que nos provocan vergüenza mediante un set de preguntas potenciadoras que nos empujarán a analizar la situación –presuntamente- vergonzante desde una perspectiva más elaborada, basándonos en más, mejor y más pertinente información que significaremos y evaluaremos desde criterios y baremos más inteligentes y realistas. Date cuenta y reflexiona críticamente sobre los paradigmas, creencias, inferencias e ideas desde los que estás analizando la situación que te provoca vergüenza. Hablar en público, no deslumbrar a alguien con nuestra pericia, labia, carisma o potencia física… ¿Hasta qué punto son actos indecorosos? ¿Es indigno haber hecho lo hecho / no saber hacer lo que me propone este reto? ¿Es algo insalubre, asqueroso, repugnante que pone en peligro la superviviencia del grupo? ¿Infringe esto un tabú social importante? ¿Acarrearía mi expulsión de la manada? ¿Tiene esto algo que ver con bacterias, suciedad, virus, genitales o sexualidad? Y en caso de hacerlo, ¿Me parece razonable este tabú o dogma social? ¿Tan importante es si te paras a pensarlo racionalmente? ¿En base a qué estoy obligado a ello y, de no hacerlo, mi dignidad se perderá irremediablemente? Y en última instancia: ¿Acaso se arreglaría huyendo y escondiéndome? Recuerda que, como todo sentimiento, la vergüenza no emana directamente del estímulo externo, sino de nuestra propia evaluación y significación del mismo. Y en mejorar su verosimilitud e inteligencia estriba nuestro margen de incidencia sobre cualquier emoción. No sé si mucho o poco, pero en cualquier caso todo el que disponemos. IV. DESDRAMATIZANDO LA VERGÜENZA: exageraciones más habituales… y utilidades más desaprovechadas De entre todas las emociones desagradables, la vergüenza es sin duda la más limitante socialmente. Por su propia utilidad: la finalidad de la vergüenza es precisamente la de controlar y contener las acciones o palabras socialmente catalogadas como indignas por la manada a la que pertenece el sujeto. Las sensaciones desagradables de la vergüenza desincentivan aquellas conductas que socavarían nuestra pertenencia al grupo y que, presuntamente, pondrían en peligro la salud o la necesaria cohesión del grupo. Como con cualquier otra emoción, la utilidad de la vergüenza estriba en la inteligencia con que la manejemos. ¿Recuerdas el caso del miedo o la ira? Tan desadaptativo resultaba sentir miedo constante por una plaga de termitas o una patera como no sentirlo al firmar algunas hipotecas o votar según que personajuchos. Pues con la vergüenza, igual: ¿En qué se parece tartamudear en una exposición oral a que se te vea un testículo? ¿Chapurrear el inglés con oler mal? ¿Excitación sexual con robar la carne de la presa cazada entre todos? Sentir vergüenza por robar, ensuciar lo público o romper tabús razonables no es sólo lo más ético, sino lo más adaptativo tanto para el individuo como para el grupo al que pertenece. ¿Pero en qué se parecen la mayoría de cosas que nos dan vergüenza a la insalubridad? Demasiado a menudo, lo único realmente vergonzante de la vergüenza no es lo que hacemos bien, mal o regular, sino la estupidez de las razones que nos llevan a sentirla. Y con la factura de ineficiencia extra que la vergüenza lastra… A nivel individual, en el 99% de los casos la vergüenza está totalmente infundada y resulta desadaptativa. Pero abre los ojos y mira la sociedad en la que vivimos y nuestra aportación personal a ella. Tasas de pobreza infantil pornográficas, repugnantes expolios de los recursos públicos, sucios mangoneos de plutócratas y parásitos de todo pelaje viviendo a costilla de nuestro esfuerzo diario, famoseo descerebrado soltando sandeces como panes en cuanto, por desgracia, abren la boca… ¿En serio no nos vendría bien un pelín más de vergüenza en todo aquello por lo que sentirla resultaría inteligente y adaptativo? ¿No convendría que todos nosotros, pero sobre todo según que impresentables, sintieran algo más de vergüenza mucho más a menudo? Me viene a la boca tal aluvión de nombres mediáticos que vendría tan bien que se escondieran un ratito, o como mínimo se callarán de tanto en tanto, o que al menos berrearan más flojito y con menos arrogancia…. Qué bueno sería que se dieran cuenta de lo indecoroso e impúdico de hablar alardeando de su ignorancia o actuar sin límite alguno a su insulsez pretenciosa, sin la más mínima conciencia de lo indigno de su ejemplo. Vale que muchos parlamentos, revistitas, asociaciones políticas y platós de televisión se quedarían irremediablemente vacíos, no digo que no… ¿Pero en serio perderíamos algo sustantivo si la vergüenza obligara a esconderse a según qué famosucho? Por muy claros que tenga los límites desadaptativos de la vergüenza infundada, no por ello dejaré de vindicar esa vergüenza que tan bien nos vendría que sintieran la pléyade de famosoides agarrulados que educan con su ejemplo a nuestros hijos. Y ya de paso: ¿No nos vendría bien sentir nosotros también un poquito de vergüenza al darnos cuenta de las conductas y valores que decidimos valorar en nuestros referentes mediáticos? ¿Qué acciones y principios premiamos y promovemos con nuestras audiencias televisivas y atención? ¿Qué encarnan los ídolos a los que otorgamos pátina de éxito, seguimos y envidiamos? Ahí lo dejo… a reflexionar en cuanto el calor nos devuelva el uso de los lóbulos frontales. La vergüenza no es una excepción: como el resto de emociones, es tan potenciadora si la utilizamos inteligentemente como limitante si ella nos utiliza a nosotros como mendrugos aborregados idolatrando mediocres. Qué maravilla de personas y sociedades construiríamos si aprendiéramos a sentir vergüenza cuando toca y dejar de sentirla cuando no. Sólo de pensarlo se me hace la boca agua. Y con la sed atrasada que tengo…
Tras el mal amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas), la Ira (El boomerang de la IRA) y la Tristeza (VINDICACIÓN DE LA TRISTEZA: preocuparse para ocuparse), el Miedo es probablemente la emoción dolorosa que más sufrimos a lo largo de nuestra existencia. Reales, tangibles, imaginados, abstractos… Por su frecuencia e intensidad, el miedo es una de esas emociones de cuyo manejo inteligente depende directamente la mayor parte de nuestra felicidad. ¿Qué es realmente el miedo? ¿Cuándo resulta inteligente sentirlo? ¿En qué situaciones será nuestro aliado más útil, y en cuáles nuestro peor enemigo? Y siendo una emoción tan visceral y arrolladora, ¿Podemos aprender a aprovecharla? Si te interesa saberlo… I. RECONOCIENDO EL MIEDO El maestro Marina atina a dibujarnos un primer borrador del miedo en su clarividente definición: “Percepción de un peligro o anticipación de un mal que excede la capacidad de control del individuo y que provoca sensaciones desagradables y deseos de huída”. Echando mano una vez más del termómetro emocional, el miedo se sitúa claramente en los dos cuadrantes definidos por sensaciones desagradables. Aunque dependiendo de su grado de intensidad lo hará en mayor o menor medida, el miedo siempre nos activa fisiológicamente, por lo que queda emparentado con emociones como la Ira, la Rabia o el Odio. Pero el miedo comporta una serie de diferencias que nos conviene tener bien presentes para reconocerlo con propiedad. La finalidad evolutiva del miedo no es otra que activar, con la rapidez que requiere cualquier peligro mortal, hasta el último músculo de nuestro cuerpo y acelerar el ritmo cardíaco y respiratorio, todo ello para llevar el oxígeno necesario a esos músculos (en especial, las extremidades) que nos catapultarán lejos de la fuente de peligro. Al mismo tiempo, nos hace abrir los ojos como platos (para recabar toda la información posible que nos permita prever la evolución del peligro y no se nos pase por alto ni el más mínimo detalle relevante) y muy a menudo abrir la boca (preparándonos para el grito de auxilio que todo animal gregario emite al sentirse amenazado). Como resultado, nuestra posición corporal se viene abajo y nos inclina el eje hacia atrás, todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo: huir de la fuente de peligro con la mayor celeridad posible. Aunque la complejidad del miedo puede llevarnos a otras dos posibles derivadas conductuales, como veremos más adelante. REPORT THIS AD Así, siempre que sintamos este conjunto de fisiologías y sensaciones estaremos sintiendo miedo o alguna de sus emociones hermanas: desde el asequible desasosiego hasta el intolerable terror, pasando por las intermedias temor, susto, pavor, pánico, horror… Por desgracia, la lista de emociones relacionadas con matices del miedo resulta extensísima. Y si disponemos de tantas palabras para ello, señal de que las creemos necesarias. Como los Inuit con el hielo: si se han inventado tantas palabras para definirlo en sus diferentes matices, es porque las necesitan. O les parece útil disponer de ellas. Como toda emoción, el miedo puede ser una emoción o un sentimiento, resultado tanto de una reacción directa como de una elaboración de otras emociones emparentadas. ¿Es miedo o intranquilidad lo que siento? ¿Se basa en el estímulo recibido, o en nuestra elaboración catastrofista de dicho estímulo? Recuerda la necesidad de propiedad en el diagnóstico para iniciar correctamente todo el proceso de gestión emocional. Y sin hilar fino ante estas preguntas, ni podremos plantearnos un diagnóstico mínimamente riguroso. II. UTILIZAR Y COMPRENDER EL MIEDO Sentimos miedo cuando creemos estar frente a una situación de peligro extremo, en la que nuestra supervivencia está en juego y ante la que no disponemos de recursos suficientes para afrontar con éxito. El miedo prepara cuerpo y mente para lo más inteligente que podemos hacer en este tipo de situaciones: huir despavoridos. Para facilitar al cuerpo para salir pitando, el miedo propicia el conjunto de cambios fisiológicos y perceptuales que acabamos de ver. El miedo es una emoción tan compleja e instintiva que no se limita a un solo curso de acción. Aunque principalmente el miedo nos predispone a la huida, también puede impelernos tanto a atacar (previa transformación del miedo en ira) como a la parálisis más absoluta. ¿Cuándo optará el cerebro por prepararnos para una u otra derivada conductual? Pues dependiendo del resultado de un cálculo (instintivo, apresurado y a brocha gorda) que las partes más primitivas del cerebro acometen en cuanto se sienten amenazadas: la correlación de fuerza y velocidad para con la fuente de peligro. Si, con toda la imperfección de la precipitación, el cerebro considera que somos más débiles o más rápidos, nos predispondrá a la huida; cuando crea que somos más fuertes o más lentos, transformará el miedo en una ira que nos impelerá a atacar. ¿Y qué ocurre cuándo considera que somos más lentos y más débiles? Optará por la única posibilidad de supervivencia ante una tal amenaza: paralizarnos para intentar pasar desapercibidos. Y, en este caso, puede ordenar también algo que nos hará menos apetecibles al olfato del depredador: liberar esfínteres. ¿De dónde creíais que venía la expresión “cagarse de miedo”?. Hasta un acto tan instintivo y automático –y embarazoso- como mearse o cagarse encima de puro terror tiene una utilidad evolutiva. Nada es gratuito en el mundo de las emociones, de ahí su maravillosa perfección. Pero tan importante como conocer qué acciones facilita el miedo resulta saber las que dificulta o incluso impide. El miedo, al desplazar el riego sanguíneo hacia las extremidades, sólo ofrece al cerebro el mínimo de riego sanguineo indispensable para las funciones más vitales y urgentes, por lo que la calidad del raciocinio se ve mermada ante cualquier situación significada como amenaza. Por lo tanto, el miedo inhabilita cualquier forma de pensamiento elaborado que no tenga que ver directamente con observar, analizar y huir del peligro. El miedo nos obsesiona focalizando los sentidos en todas aquellas informaciones relacionadas con la fuente de peligro, impidiéndonos atender a ningún otro dato que no esté directamente relacionado con él. Así prepara el miedo la mente para desatender cualquier información considerada irrelevante para la supervivencia inmediata. Y ante el altar de esa supervivencia no dudará en sacrificarlo todo, desde el pensamiento analítico y la empatía hasta cualquier sesudo principio moral por el que, en estados normales, intentemos regirnos. De ahí que no haya emoción que nos vuelva más primarios, egoístas, miopes y reactivos. Para su comprensión práctica, podemos definir el miedo como el producto de una información sensorial significada como peligro sustantivo para la supervivencia, y para el que no disponemos de recursos suficientes para superarlo. De entender el enfoque desde el que nuestro cerebro fabrica el miedo, estaremos en disposición de generar algunas preguntas útiles para gestionarlo con acierto. Y conviene hacerlo, pues una vez que un peligro nos coloca las gafas del miedo… todo nos parece terrorificamente amenazante. III. APRENDIENDO A GESTIONARLA Ya conocemos las tres herramientas que también podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestros miedos: 1. FISIOLÓGICAMENTE Los patrones fisiológicos del miedo, voluntariamente alterados, erradicarán o cambiarán su intensidad. a) RASGOS FACIALES Mejillas Tensas → Relajadas Cejas Alzadas → Alisadas Ojos Abiertos → Entrecerrados Mirada Focalizada → Panorámica, desenfocada b) CORAZÓN Latido Rápido e irregular → Lento y rítmico (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo) c) RESPIRACIÓN Superficial, rápida, pectoral → Profunda, lenta, abdominal d) TENDENCIA CORPORAL Abajo, atrás, musculatura tensa → Arriba, adelante, musculatura laxa El miedo, al contemplar una serie infinita de grados (de la intranquilidad al pánico; del desasosiego al terror) es una emoción especialmente manipulable desde la gestión fisiológica. Tal vez desde ella no lo arranquemos de raíz, pero las ventajas de satisfacción, inteligencia y bienestar de reducir el horror a mera inquietud son más que obvias. 2. PERCEPTIVAMENTE Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia. Conviene prestar especial atención a los suprasentidos (atención, recuerdo, imaginación). Todo ello sin juzgarlo ni refutarlo ni elaborarlo en sesudas explicaciones: sencillamente, prestándole atención y tomando conciencia de ello. 3. COGNITIVAMENTE Podemos incidir sobre las creencias y pensamientos que nos provocan el miedo mediante un set de preguntas potenciadoras que nos empujarán a analizar el hecho aterrador desde una perspectiva más elaborada, basándonos en más, mejor y más pertinente información que significaremos y evaluaremos desde criterios y baremos más inteligentes y realistas. Date cuenta y reflexiona críticamente sobre los paradigmas, creencias, inferencias e ideas desde los que estás analizando esa situación que te provoca atemoriza. ¿Hasta qué punto es un peligro? ¿Tan sustantivo e importante? ¿Afecta directamente a tu supervivencia o a algún interés legítimo y tal vez importante, pero del que no depende tu vida entera? Y realmente, ¿No dispones de recursos para enfrentarlo? Y hasta en el caso de carecer de ellos, ¿Tan imposible resultaría adquirirlos o aprenderlos? Y en última instancia: Huir, cabrearme hasta la agresión o quedarme paralizado… ¿Solucionará o agravará el problema? Recuerda que, como todo sentimiento, el miedo no emana directamente del estímulo externo, sino de nuestra propia evaluación y significación del mismo. Y en mejorar la verosimilitud e inteligencia de las mismas estriba nuestro margen de incidencia sobre cualquier emoción. IV. EL MIEDO AL MIEDO: derivadas individuales y sociales De entre todas las emociones desagradables de sentir, el miedo es probablemente la más limitante de todas ellas. Como mayor enemigo del progreso, la innovación y la mejora, el miedo es el principal castrador de nuestros avances tanto individuales como sociales. En concreto, ¿Cómo acaba afectando el miedo a nuestras vidas ? A nivel individual, el miedo es el más terriblemente eficaz antídoto contra el cambio. Al enfrascarnos en un presente inmediato en el que sentimos que nos jugamos la supervivencia, el miedo nos impide siquiera plantearnos nuestro futuro. El miedo urge a protegernos y conservar la vida, nunca a mejorarla. La Ansiedad y la Angustia (que no son más que miedos anticipatorios ante peligros no reales) nos empuja a esa resignación que tanto ayuda (a tan alto precio) a soportar situaciones insoportables. El camino a la mejora lo marca la curiosidad, emoción que el miedo cercena de raíz. Desde el miedo nadie se aventura a salir de una zona de confort que, incluso ella, ya se nos antoja peligrosa, como para exponerse a nuevos territorios desconocidos. El miedo es la brida que frena nuestra tendencia natural a explorar más allá de los confines de lo conocido en busca de mejores entornos. En el plano social, el miedo es la herramienta perfecta para el control de la población. El miedo conlleva todos los ingredientes que precisan las estructuras de poder para dominar a sus súbditos: inmediatez, superficialidad, conclusiones a brocha gorda, supervivencia, egoísmo, miopía, pensamiento de ínfima calidad y nula profundidad. Por ello, el miedo resulta el arma favorita de las oligarquías económicas para imbecilizarnos y convencernos de que en según qué rediles sumisos estaremos más seguros. De no ser por el miedo a perder lo que tenemos, ¿De qué íbamos a permitir a un puñadito de plutócratas vivir a costilla de las mayorías? Sin miedo, pocos tragarían con levantase a las 6 de la mañana para, con sus impuestos y esfuerzos, crear unas instituciones que deberían estar al servicio de la mayoría que las paga, pero de las que según que parásitos se creen dueños y beneficiarios exclusivos por derecho divino. Si no se insuflara miedo a todas horas vía medios de comunicación (más interesados en vender que en informar), pocos consentiríamos la desfachatez de las élites parasitarias que tan horondamente se alimentan de nosotros. Y a quien le quede la más mínima duda al respecto, que le eche un ojo al destartaladamente lúcido Bowling for Colombine de Michael Moore. Pero el miedo tiene su utilidad y, como en el caso de la tristeza, no voy a dejar de vindicárselo: ojalá y sintiéramos más miedo ante peligros mucho más reales y de consecuencias más cotidianas que un atentado terrorista o un huracán. Consumos cotidianos de tabaco y alcohol, elección de según qué pájaros para que gestionen nuestro dinero, lobbies provocando guerras para vender sus armas, facturas de la luz o almacenes Castor… eso sí que son peligros tangibles y diarios que deberían aterrarnos (o cabrearnos como monas, vete tú a saber). El miedo no es una excepción: como el resto de emociones, es tan potenciador si lo utilizamos inteligentemente nosotros a él como limitante si él nos utiliza a nosotros. Una vez más, cuestión de aprender a manejarlo. En provecho propio y ajeno. Qué libres, eficientes y felices seríamos como individuos de aplicar al miedo los fundamentos más transformadores de la inteligencia emocional. Y en el plano social, qué peligrosos para la morralla extractiva que vive de nosotros. Supongo que es por ello por lo que hay tantas reticencias a enseñarla. En esa batalla estoy yo hasta las cejas. Para ganarla – o perderla algo menos- escribo este puñetero blog.
Ya hemos aprendido a gestionar las dos emociones básicas más explosivas del repertorio sentimental humano: la Ira (El boomerang de la IRA) y el Amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, MÁSTILES III: El Amor según los demásDesamor: manual de instrucciones, DEL EROS AL ÁGAPE: el amor y el tiempo). Ahora es el turno de la Tristeza. Glosada por poetas y cantantes, analizada por filósofos y psicólogos y malinterpretada y rehuida por todos nosotros… ¿Qué es realmente la Tristeza? Está claro cómo nos complica la vida, pero… ¿Puede ayudarnos en algo? Una emoción tan dolorosa e incapacitante… ¿Puede resultar de alguna utilidad? ¿Qué ocurre, exactamente, para que acabemos sintiendo tristeza? Y lo crucial: ¿Podemos aprender a aprovecharla? Si te interesa saberlo…I. RECONOCIENDO LA TRISTEZA Una vez más, empecemos por la definición de José A. Marina en su Diccionario de Emociones: “Experiencia de la pérdida del objeto de nuestros deseos o proyectos. Desgracia o contrariedad que hacen imposible la realización de mis deseos y que provocan un sentimiento negativo, acompañado de deseo de alejarse, aislamiento y pasividad”. En el termómetro emocional, la tristeza se situaba en el cuadrante definido por unas sensaciones desagradables como la ira pero que, a diferencia de ésta, nos desactiva fisiológicamente drenando hasta la última gota de nuestra energía. La tristeza, como el Aburrimiento, la Abulia o la Desidia, es una emoción introvertida y pasiva que desincentiva nuestros deseos de actuar y hacer. En cuanto se produce, el aminoácido de la tristeza desactiva hasta el último músculo de nuestro cuerpo y desacelera ritmo cardiaco y respiratorio, todo ello para llevar el oxígeno necesario a un cerebro ya presto al análisis compulsivo de fallos, errores y disonancias. Al mismo tiempo, nos hace bajar y desenfocar la mirada (y así minimizar la información sensorial del exterior, para que no nos distraiga de nuestro reflexionar) y relaja todos nuestros músculos (incluidos los del cuello, de ahí el típico ademán de aguantarnos la frente). Como resultado, nuestra posición corporal se viene abajo y nos inclina el eje hacia atrás. Todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y sobre todo mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo: analizar desde todas las perspectivas posibles los hechos que nos provocan pesar. Del ámbito de emociones como la Impotencia, Depresión, Frustración, Decepción, Aflicción, Pena, Dolor, Pesar, Melancolía, Abatimiento o Preocupación, la tristeza es inconfundible en grado extremo, pero puede resultar relativamente ambigua en cualquiera de sus formas intermedias de intensidad y displacer. ¿Es tristeza o es impotencia tras la rabia lo que siento? ¿O abatimiento, melancolía o una tranquilidad nada agradable? También conviene aprender a reconocer si la tristeza brota espontánea como una emoción directa o es un sentimiento que deriva de la elaboración de otras emociones (principalmente, la ira o el miedo sostenido al que ya nos hemos acostumbrado o el aburrimiento prolongado). De estos matices de reconocimiento, presuntamente insignificantes, dependerá la eficiencia final de su gestión. Recuerda que los diagnósticos, para marcar con acierto el tratamiento a seguir, han de ser precisos. II. UTILIZAR Y COMPRENDENDER LA TRISTEZA Estamos tristes cuando los resultados quedan por debajo de lo esperado. La tristeza prepara cuerpo y mente para lo más inteligente que podemos hacer cuando unos resultados no están a la altura de las expectativas albergadas: reflexionar hasta encontrar qué ha fallado. Para facilitar al cerebro su pensamiento crítico, la tristeza propicia todo un conjunto de cambios fisiológicos: desfocalizar la mirada y colapsar la atención en la fuente de la decepción (para así recabar información de hasta el detalle más nimio) y relajar al máximo los músculos para que, desganados y sin energía, no tengamos la más mínima posibilidad de distracción ni nos sintamos tentados por hacer absolutamente nada. Además, si estamos tristes es porque algo ha salido mal y no sabemos qué, por lo que lo más inteligente es no moverse de dónde estemos hasta saber en qué ni cómo erraba la brújula que debía guiarnos hasta nuestros anhelos. Si no tenemos claro hacia dónde ir, mejor quedarse en el punto de partida hasta que la reflexión nos permita descubrirlo. Moverse sin saber hacia dónde sólo sirve para perdernos aún más. La tristeza se encarga de quitarnos la fuerza para que nos quedemos quietecitos un rato. Pero tan importante como conocer qué acciones facilita cada emoción resulta saber las que dificulta. La tristeza, al activar las zonas del cerebro especializadas en encontrar errores, disonancias e incoherencias, lógicamente desconecta otras. Especialmente, aquellas relacionadas con la liberación de dopamina, serotonina y endorfinas (las droguitas placenteras que, de sentirlas, nos pondrían a dar saltos de alegría y desear comernos el mundo haciendo de todo). Por lo tanto, la tristeza inhabilita otras formas de pensamiento que no sean el crítico: la generación de soluciones, la ensoñación libre, la búsqueda de estímulos, etc. La tristeza nos obsesiona focalizando los sentidos en todas aquellas informaciones relacionadas con nuestra insatisfacción o pérdida, impidiéndonos atender a ninguna otra información que no esté directamente relacionada con ella. Así prepara la tristeza la mente para seguir fabricando más y más argumentos que refuercen su convicción de que todo es un desastre y debemos pararnos a reflexionar sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Cuanto más convencidos de la terrible pérdida, más tristeza; cuanta más tristeza, más predispuestos a seguir encontrándole fallos a todo. Un círculo vicioso y autoreferencial común a todas las emociones, sólo que ésta conlleva un dolor que puede desembocar en emociones todavía más desagradables e inhabilitantes, como la angustia, la ansiedad, el abatimiento o la depresión. Utilizar la tristeza conlleva entender cómo nos incapacita a nivel físico para emprender cualquier tipo de acción. Si algo caracteriza la tristeza, en mayor grado cuanto más profunda sea, es la absoluta desidia ante cualquier acción y el exceso de crítica ante cualquier posible solución. Desde la tristeza, como le encontramos fallos a todo, también se los encontramos a cualquier conato de solución o actividad (precisamente, ésas que podrían ayudar a cambiar lo que nos duele). Es por ello por lo que, una vez que cumpla su función analítica, debemos superarla, pues de quedarnos estancados en ella, amén de sufrir innecesariamente, nunca pondremos en acción las conclusiones extraídas desde la misma tristeza. No movernos de la tristeza nos impide pasar nunca de la pre-ocupación… a la ocupación (que para eso sirve la tristeza: para pensar antes de actuar, y actuar guiados por nuestras conclusiones). La tristeza no sólo es inevitable ante contratiempos dolorosos, es que resulta necesaria y hasta beneficiosa. Tan beneficiosa como estación de paso como perjudicial si la establecemos como domicilio permanente. Tanto ayuda la tristeza a descubrir lo que falla como dificulta el encontrarle solución. Tengamos todo esto en cuenta la próxima vez que, ante un ser querido muy triste, nos quejemos de su actitud derrotista, su testarudez por verlo todo negro o su poca colaboración a hacer aquello que le haría sentir mejor. Tal vez el problema no sea que él o ella estén tristes (ergo sin ganas de hacer nada y focalizados exclusivamente en su pena), sino que nosotros no les demos el derecho a seguirlo estando porque su dolor nos duele… a nosotros. Recordad que el amor y el altruismo son los disfraces más verosímiles y habituales del egocentrismo más egoísta. Para su comprensión práctica, podemos definir la tristeza como el producto de una información sensorial significada como la pérdida definitiva de algo importante o incluso crucial sin lo que nuestra vida perderá irremisiblemente la mayor parte de su calidad; resultados muy por debajo de las expectativas legítimas y razonables que esperábamos de una situación dada. Y claro: como toda definición, por muy válida que resulte, no deja de ser inefablemente subjetiva y arbitraria (ergo opinable y matizable). De ello se ocuparán las técnicas de gestión cognitivas que acabaremos viendo a continuación. III. APRENDIENDO A GESTIONARLA Ya conocemos las tres herramientas que también podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestra tristeza: FISIOLÓGICAMENTE Los patrones fisiológicos de la tristeza, voluntariamente alterados, erradicarán o cambiarán la intensidad de nuestra tristeza a) RASGOS FACIALES Mejillas Relajadas → Tensas Cejas Alisadas → Alzadas Ojos entrecerrados → Abiertos Mirada desenfocada → Focalizada b) CORAZÓN Latido Lento y rítmico → Rápido e irregular (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo) c) RESPIRACIÓN Profunda, lenta, abdominal → Superficial, rápida, pectoral d) TENDENCIA CORPORAL Abajo, atrás, musculatura laxa → Arriba, adelante, musculatura tensa De todas maneras, la tristeza es la emoción más fácilmente tratable desde la fisiología. Si en vez de quebrarte la cabeza intentando impostar todas estas posturas y rasgos quieres algo que las active todas de golpe, hazte un favor: lánzate como un poseso a cualquier tipo de ejercicio físico aeróbico. Correr, saltar, nadar, ir en bici te obligarán a adoptar unos rasgos faciales, ritmos cardiacos y respiratorios y tendencias corporales absolutamente incompatibles con la tristeza. Y así de paso, y gracias a plantarle cara a la tristeza, te pones en forma y hecho todo un pimpollete. Como ya dije en alguno otro post, la mierda en su lugar adecuado se llama estiércol, y resulta de lo más fértil como abono. 2. PERCEPTIVAMENTE Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia (que en el caso de la tristeza, tendrán que ver exclusivamente con derrotas, augurios terribles e impotencias eternas). Conviene prestar especial atención a los suprasentidos: atención, recuerdo e imaginación. Desde la tristeza sólo se activarán para rememorar problemas irresolubles, conclusiones apocalípticas y fracasos anteriores que la imaginación magnificará y extrapolará a todo futuro probable. COGNITIVAMENTE Podemos incidir sobre las creencias y pensamientos que nos provocan la tristeza a base de reencuadrar los hechos de los que, presuntamente, emana esa tristeza sentida. Date cuenta y reflexiona críticamente sobre los paradigmas, creencias, inferencias e ideas desde los que estamos analizando esa situación que tanto nos apena. ¿Realmente, es una pérdida total? ¿Y de algo insoslayablemente crucial, clave para mi vida entera? ¿El problema son resultados cortos… o expectativas irreales o excesivas? ¿O la expectativa era realista… pero no el periodo de tiempo que le otorgué para satisfacerla? Y lo más importante: ¿Podría vivir sin ese resultado, o su falta es causa de tragedia inmediata, eterna e irreversible. IV. VINDICACIÓN DE LA TRISTEZA La tristeza es una de las emociones con peor prensa, y supongo que es por ello por lo que a mí me cae tan bien. No sólo porque le reconozco su utilidad para la reflexión crítica, sino porque se me antoja lo contrario de esta sociedad de sonrisas como muecas obligatorias en la que estar siempre contento parece un deber, aún a costa de volvernos mongoloidemente superficiales. La anatemización radical de la tristeza, del esfuerzo placentero, del dolor creativo y de las derrotas puntuales (necesarias al salir de las zonas de confort) es uno de tantos indicadores de que, como sociedad, cada vez somos más mojigatos, desidiosos y apocadamente alérgicos a no tenerlo todo siempre y sin pagar precio alguno por ello. Vaya, la idiotez pusilánime en persona: esa con la que estamos masacrando la resiliencia y madurez de nuestros niños y adolescentes actuales a base de sobremimos castrantes. Hoy se considera la tristeza como el signo de Caín, como la letra escarlata que nos delata como perdedores con los que nos aterra que nos puedan confundir ojos ajenos o propios. Los ribetes más inconsecuentes de las peores caricaturas del pensamiento positivo van construyendo una sociedad imbecilizada de bobos acríticos a los que todo les parece aceptable a la larga y que huyen como de la peste de cualquier incomodidad, conflicto o insatisfacción que pudiera hacernos sentir puntualmente tristes o meramente contrariados. Pero huir compulsivamente del menor atisbo de incomodidad no permite eliminar las dificultades de la existencia, sino que provoca que éstas nos pillen desentrenados cuando la vida nos plante frente a ellas. Y no lo dudes: tarde o temprano, lo hará. Siempre lo está haciendo, si nos atrevemos a darnos cuenta. Ya no soy el idólatra de la martirología que reconozco haber sido en mi pubertad y postadolescencia. Pasé demasiado tiempo venerando sentencias como “El dolor es el megáfono de dios para despertar nuestras conciencias dormidas” (C.S. Lewis) y otras muchas zarandajas auto flagelantes por el estilo (de ese yo me río en ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN I: la profesionalización de la amargura, ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN II: cultivando el resentimiento y la resignación, ARQUITECTURAS DE LA DEPRESIÓN III: últimas guindillas para el pastel más amargo), Pero aunque ya no lo hago, no por ello dejo de verle a la tristeza las virtudes que puede tener: desarrollo de la compasión, la empatía y la reflexión crítica. Las tres conductas más necesarias para toda sociedad… y las más ausentes de la actual. Así nos va. La tristeza bien utilizada es la mejor materia prima para construirnos como personas más profundas, críticas y empáticas con el dolor y las injusticias ajenas (que son muchas… y muy insultantes). Como el resto de las emociones, el reto para con la tristeza es que aprendamos a utilizarla nosotros a ella, no ella a nosotros. A eso pretendía dedicarse este artículo.
Una vez más, las preguntas de Jordi Milián en su Via Directa me han guiado a través de los vericuetos más insospechados de mis propios artículos. En esta ocasión, Jordi me ha obligado a reflexionar en voz alta más allá de lo ya explicado en Las emociones: ¿Aliados o enemigos? y ¿EMOCIÓN O SENTIMIENTO? La brecha de la autonomía humana sobre la naturaleza, potenciales y amenazas de los complejos procesos emocionales del ser humano ¿Qué es una emoción? ¿En qué se diferencia de un sentimiento? ¿Las emociones nos ayudan o nos dificultan la vida? Si te interesa saberlo… http://www.radiosantandreu.com/espai-coaching-emocions-son-aliades-enemigues/
En los últimos posts, hemos hablado sobre que es la inteligencia emocional, las emociones y los sentimientos (Las emociones: ¿Aliados o enemigos?, ¿EMOCIÓN O SENTIMIENTO? La brecha de la autonomía humana, LA INTELIGENCIA DE LAS EMOCIONES). Y justo en el inmediatamente anterior (Transformando nuestras emociones: del control al reciclaje), de las diferentes técnicas para acabar gestionando los unos y las otras. Ahora toca aplicar las cuatro habilidades de la inteligencia emocional (Reconocer, Utilizar, Comprender y Gestionar: RE-CONOCER EMOCIONES: acierto y coraje, DESCONEXIÓN EMOCIONAL: razones, sinrazones… y precios, Utilizar y Conocer tus emociones) a cada una de las ocho emociones universales que, a caballo de las teorías de Paul Ekman y Daniel Goleman, son la base del resto de nuestro inabarcable repertorio emocional. Hace meses ya analizamos en profundidad una de ellas: el Amor (AMOR Y PASIONES: sus verdades más falsas, AMOR Y PASIONES II: … y sus mentiras más ciertas, MÁSTILES III: El Amor según los demásDesamor: manual de instrucciones, DEL EROS AL ÁGAPE: el amor y el tiempo). Nos quedan la tristeza, el miedo, la vergüenza, la Aversión, la Sorpresa, la Alegría y la Ira. Y por esta última empezaremos. ¿Qué es realmente la Ira? ¿En qué nos ayuda y en qué nos complica la vida? ¿Para qué sirve y para qué no? ¿Cómo nos la fabricamos? Y lo más importante: ¿Podemos aprender a gestionarla? Si te interesa saberlo… 1. RECONOCIENDO LA IRA Mi idolatrado J.A. Marina define la Ira en su Diccionario de Emociones como la “percepción de un obstáculo, una ofensa o una amenaza que dificultan el desarrollo de una acción o la consecución de los deseos y provoca un sentimiento de irritación, acompañado de un movimiento contra el causante y el deseo de apartarlo y destruirlo”. Si recuerdas el termómetro emocional y sus cuatro cuadrantes, la ira se situaba en el que se definía por unas sensaciones desagradables que nos activaban fisiológicamente movilizando todas nuestras energías. La ira, como el odio, el resentimiento o la rabia, es una emoción extrovertida, activa y agresiva que activa nuestros mecanismos de defensa más ancestrales. En cuanto campa a sus anchas por nuestro torrente sanguíneo la ira activa hasta el último rincón de nuestro cuerpo, acelerando el ritmo cardiaco y respiratorio para llevar el oxígeno necesario a unos músculos ya tensos y prestos a la acción explosiva e inmediata. Al mismo tiempo, nos hace fruncir el ceño y mejillas para achinar los ojos (y así focalizar la mirada monopolizándola con la fuente del agravio) y abrir la boca (para intimidar enseñando los dientes y chillando). Como resultado, nuestra posición corporal se yergue viniéndose arriba y volcando nuestro eje hacia adelante. Todo ello para predisponer y preparar óptimamente nuestro cuerpo y mente para el curso de acción que el cerebro ha determinado como más adaptativo (el ataque). La ira moviliza hasta la última de nuestras reservas de energía con el fin de lanzarnos contra el objeto a eliminar o reducir. Así, siempre que sintamos este conjunto de fisiologías y sensaciones estaremos en estado de ira o alguna de sus hermanas o primas que podremos trabajar con las mismas herramientas (rabia, cólera, rencor, furia, indignación, resentimiento, irritabilidad, odio, enojo, etc.). La ira, al ser una emoción explosiva por su alta carga energizante, resulta relativamente sencilla de reconocer fisiológicamente. Pero ojo, que también puede confundirse fácilmente con algunas otras emociones (la euforia o el miedo) que requerirán, como veremos en próximos post, de tratamientos diferentes para ser efectivos. También conviene aprender a reconocer si la ira brota espontánea como una emoción directa o es un sentimiento que deriva de la elaboración de otras emociones (principalmente, el miedo y las diferentes formas de tristeza pueden fácilmente desembocar en ella). Pero las dificultades de reciclaje de la ira no derivan de su reconocimiento, sino principalmente de su comprensión y gestión. Y en menor medida de su utilización. 2. UTILIZAR Y COMPRENDENDER LA IRA Ya lo sabemos: la ira sirve para preparar cuerpo y mente para activarnos óptimamente en pos de un ataque que creemos que salvaguardará nuestra integridad física, moral o emocional. Para facilitar este curso de acción la ira, a su vez, facilita todo un conjunto de cambios fisiológicos: focalizar la mirada, colapsar la atención en la fuente de agravio y tensar al máximo los músculos (principalmente, las extremidades). Pero tan importante como conocer que acciones facilita cada emoción resulta saber que acciones dificulta. La ira, al escatimarle oxígeno al cerebro al desviar la sangre hacia las extremidades, dificulta enormemente el razonamiento, las habilidades comunicativas y la empatía. Desde la ira el otro es un enemigo, demonizado hasta la caricatura, al que destruir (y para qué empatizar con lo que se quiere eliminar). La ira es una de las emociones más obsesivas, ya que la focalización de los sentidos en la afrenta impide atender a ninguna otra información que no esté directamente relacionada con ella. Así prepara la ira a la mente para seguir fabricando más y más argumentos que refuercen su determinación de demonizar al otro y atacar. Cuanto más convencidos de la amenaza injusta recibida, más ira; cuanta más ira, mejor preparados para atacar. Así se activa y retroalimenta el círculo vicioso y autoreferencial de la ira. Igual que el de cualquier otra emoción. Amén del físico, fijaos en el panorama de la ira: reduce la información a aquella que corrobore el agravio sufrido e hiperactiva las áreas del cerebro especializadas en detectar peligros y agravios. Con la mirada afilada, el cerebro neurótico y los músculos crispados… ¿Qué haremos, ponernos a hacer ganchillo? Evidentemente, estar predispuesto a soltar hostias como panes. Con el martillo de la ira en la mano, absolutamente todo nos parecerá un clavo. Cualquier contratiempo, por muy insignificante que pudiera ser en otro momento, desde la ira nos enervará; toda mirada será desconfiada, todo descuido ajeno un insulto personal. Desde la ira, la vida, los demás y el planeta tierra en su conjunto sólo tienen un cometido: tocarnos las narices. Y de una manera tan inaceptable que, obviamente, requiere de un ataque para vengar las afrentas que se sucederán una tras otra. Tengámoslo en cuenta la próxima vez que entremos a casa enrabiados desde el trabajo (o viceversa): tal vez no sean los agravios los que provoquen nuestra ira, sino nuestra ira… los agravios. Para su comprensión práctica, podemos definir la ira como el producto de una información sensorial significada como una ofensa e injusticia; un obstáculo inmerecido e ilegítimo ante objetivos importantes que requieren para su solución de respuestas agresivas, enérgicas y urgentes. De desafiar esta definición podremos generar los reencuadres cognitivos que os expondré a continuación para gestionar la ira. 3. APRENDIENDO A GESTIONARLA Tres son las herramientas que podemos utilizar para incidir conscientemente sobre nuestros ataques de ira: FISIOLÓGICAMENTE Si conocemos los patrones fisiológicos de la ira, confabularnos para alterarlos voluntariamente cambiará su intensidad a) RASGOS FACIALES Mejillas tensas → Relajadas Ceño fruncido → Alisado Boca abierta → Entreabierta Mandíbulas apretadas → Sueltas b) CORAZÓN Latido rápido e irregular → Lento y rítmico (concentración en su latir, su sonido; sin juzgarlo ni evaluarlo) c) RESPIRACIÓN Superficial, rápida, pectoral →Profunda, lenta, abdominal d) TENDENCIA CORPORAL Arriba, adelante, musculatura tensa → Abajo, atrás, musculatura laxa PERCEPTIVAMENTE Toma de conciencia de qué porciones de información sensorial (imágenes, sonidos, olores) están llegando a la conciencia. Conviene prestar especial atención a los suprasentidos (atención, recuerdo, imaginación). Todo ello sin juzgarlo ni refutarlo ni elaborarlo en sesudas explicaciones: sencillamente, prestándole atención y tomando conciencia de ello. COGNITIVAMENTE Date cuenta y reflexiona críticamente desde qué paradigmas, creencias, inferencias e ideas estás analizando esa situación que te provoca tanta ira. ¿Realmente, es una ofensa… o insulta quién puede y no quien quiere? ¿Es injusto… o meramente indeseado para mis intereses? ¿Injusto…según qué? ¿Realmente, es un obstáculo que no podemos soslayar? ¿Y el objetivo en el que se interpone es verdaderamente prioritario e importante? Y lo más importante: ¿De verdad que lo más útil para arreglarlo es a hostias o bufidos? Una vez cuestionado todo esto, permítete un último repaso con algunas preguntas más: ¿Cuál es la verdadera gravedad de las consecuencias de este hecho? ¿Qué es factible que consiga al atacar? ¿Qué pretendo conseguir o probarme? ¿Merece la pena el beneficio por el precio a asumir? 4. EL PRECIO DE LA IRA Relacional y personalmente, como ya vimos, las emociones son gafas que seleccionan y distorsionan las percepciones y sesgan nuestra predisposición a evaluarlas y significarlas. En el caso de la ira, convirtiendo a los demás en enemigos compulsivos y a nosotros mismos en neuróticos egocéntricos convencidos de que el planeta en su conjunto no gira más que para molestarnos intencionadamente. Como toda emoción, la ira no siempre es negativa y cumple su función adaptativa. ¿Cuándo es inteligente? Cada vez que te encuentres ante un peligro mortal que se tenga que solucionar a hostiazo limpio (físico, verbal o emocional), la ira será la emoción más potenciadora que puedas sentir. Siempre que no… la ira jugará en contra no sólo de tu placer y calidad de vida, sino de tu eficiencia a la hora de conseguir lo que te propongas. Y no sé tú, pero la mayoría de las veces que me muestro iracundo no estuve en peligro mortal, sino que me cabreé como una mona por presuntos agravios simbólicos o temas que, a la larga, no hubieran tenido gran importancia. O como mínimo, frente a los que de nada servía liarme a tortazos. También la ira puede resultar útil para movilizarnos, sacándonos de la apatía, la resignación o el derrotismo con su chuta de rabia y adrenalina. Su fuerza, energía y determinación nos puede servir como la primera del coche, para arrancarnos de la inmovilidad, pero ni intentes recorrer todo el camino en esa marcha. O empiezas a meter las marchas largas de la ilusión y la motivación, o te quedarás a medio camino con el motor reventado, las ruedas deshechas y el depósito más que vacío. Prueba a recorrer 10 km con el coche en primera y comprobarás los efectos de la ira a largo plazo como única marcha de tu motor. Pero lo peor de la ira no es el malestar que conlleva ni los conflictos que crea o encona, sino los efectos nocivos que acarrea sobre tu propia salud. Estrés que provoca cortisol que no evacuamos (Porqué las cebras no tienen úlceras de estómago), ritmo cardíaco acelerado e irregular, taquicardias o infartos, úlceras de estómago, órganos pobremente oxigenados por la sangre, digestiones pésimas. Aprender a gestionar la ira no es una mera cuestión de ser más eficiente y vivir mejor hoy, sino de mimar o minar tu salud de mañana. Cada vez que te enfades profundamente frente a una pantalla de ordenador, encerrado en un coche o sentado en una conversación, estarás añadiendo un granito de arena a infinidad de patologías. Que no sufrirá el objeto de tus iras… sino tú mismo. La ira es como piedra atada a una cuerda elástica: no sé si le atizarás al que se la lances, ni si de hacerlo te resultará de la más mínima utilidad. Eso sí: regresará hacia ti y, de retrueque, te atizará seguro. Como mínimo, a tu bienestar y eficiencia a la corta y a tu salud a la larga. La ira sirve para atacar, pero la mayoría de las veces es ella quien nos acaba atacando a nosotros. Llámame raro, pero no acabo de verle el qué a esto de pegarle un puñetazo a alguien y que me salga a mí el morado. Y en la mayoría de los casos, es lo único para lo que la ira acaba sirviendo.
En RE-CONOCER EMOCIONES: acierto y coraje y DESCONEXIÓN EMOCIONAL: razones, sinrazones… y precios., aprendimos a llamar las emociones por su nombre y a clasificarlas en función del bienestar y la energía que producen (y porqué hacerlo cuesta mucho más de lo que parecería a simple vista). En Utilizar y Conocer tus emociones, a qué acciones y pensamientos nos predisponen y cómo nos las fabricamos cognitivamente. Ahora ya estamos en disposición de aprender a usar las herramientas concretas que nos permitirán deshacernos –o reducir- las emociones más limitantes y crearnos o ampliar aquellas más potenciadoras para nuestro bienestar, eficiencia y felicidad propia y ajena. Pero, ¿En qué consiste, exactamente, esto de gestionar las emociones? ¿Qué nos permitirá conseguir… y qué no? ¿A través de qué herramientas podemos darle la forma deseada a nuestros estados emocionales? Si te interesa saberlo… GESTIONAR: de controlar a reciclar Aprender a gestionar nuestras emociones consiste en dotarnos de un conjunto de técnicas y herramientas que nos permitirá transformar las más desagradables y limitantes en aquellas más placenteras y potenciadoras de nuestras conductas y talentos. ¿Se pueden controlar las emociones? A menudo, esta pregunta despierta suspicacias, dudas y reticencias. Como siempre, entender el meollo de la gestión emocional precisa de hilar fino y tomarse la molestia de clarificar cuatro cositas clave para su comprensión más allá de la confusión del topicazo superficial: 1) EMOCIÓN o SENTIMIENTO. Como ya vimos en Las emociones: ¿Aliados o enemigos? y ¿EMOCIÓN O SENTIMIENTO? La brecha de la autonomía humana., la mayoría de emociones son demasiado rápidas y primarias como para tener un dominio absoluto y automática sobre ellas. También sabemos que los sentimientos son la elaboración racional, consciente y voluntaria de las emociones, por lo que desde ellos tendremos todos los recursos –de aprenderlos, claro- para incidir en nuestros estados emocionales. Recuerda: nadie es culpable de las emociones que sienta a bote pronto y fruto de mil automatismos más allá de nuestra incidencia directa, pero sí responsable de darles la forma sentimental que considere más inteligente, sana y conveniente para uno mismo y para los suyos. Sobre las emociones, poca incidencia a la corta; sobre los sentimientos, toda la que aprendamos a ejercer a la larga. 2) RECICLAJE. Más que de control, me gusta hablar de Reciclaje emocional. Análogamente a cualquier producto de desecho, el reciclaje no sólo permite neutralizar el potencial dañino de los materiales contaminantes si se tiran de cualquier manera en cualquier sitio, sino que nos permite convertirlo en algo intrínsecamente beneficioso al evitar tener que producir uno nuevo. Igual que el plástico, el cristal, la basura orgánica o el papel una vez usado, todas las emociones (incluso las menos agradables) nos aportan una energía valiosísima de la que no tenemos porqué prescindir. Es cuestión de aprender a aprovecharla, y aprovecharla conlleva, como con el reciclaje, un tiempito y esfuerzo para aprender a identificar, utilizar y separar los diferentes materiales a reciclar. Claro que es más cómodo tirarlo todo junto y deshacernos de ello de cualquier manera, pero… ¿Mejor? ¿Más ecológico? ¿Más responsable y respetuoso con uno mismo y los demás? Por supuesto que no. 3) PROGRESIVIDAD DEL APRENDIZAJE. La Gestión Emocional no es más que una habilidad o competencia personal que, como cualquier otra (desde hablar inglés hasta bailar salsa pasando por hacer calceta o conducir), precisa para dar sus frutos de aprendizaje y práctica reiterada hasta su automatización. Por desgracia –o por suerte-, no es ni una pastilla ni una varita mágica. Mucho más eficiente y humilde: la gestión Emocional nos permite ir aprendiendo progresivamente a matizar nuestras emociones, minimizando poco a poco las más desadaptativas y maximizando las más deseables. Y como todo aprendizaje, no es cuestión de absolutos: de la misma manera que no sabemos hablar inglés un día pero al siguiente sí, el aprendizaje de la gestión de nuestras emociones es una cuestión gradual. Entre el negro del descontrol más descerebradamente impulsivo y el blanco de un autocontrol perfecto y absoluto se extiende el gris humilde de la gestión emocional. Aplicar las técnicas que os propondré a continuación no nos convertirá automáticamente en el Dalai Lama ni nos permitirá acceder a capricho a los sentimientos deseados, como si nuestro cerebro límbico fuera una máquina expendedora de emociones que, para conseguirlas, sólo tengamos que introducir una moneda y apretar un botón. Eso sí: nos permitirá disminuir la frecuencia, la intensidad y la duración de las emociones más contraproducentes y aumentar la de las emociones más convenientes (desde El Yoga de la superación cotidiana, ya conocemos los ingredientes indispensables de todo aprendizaje: Paciencia, constancia y humildad) TRANSFORMACIÓN EMOCIONAL: Técnicas de Gestión FISIOLÓGICAS Como también sabemos, la primera consecuencia de las emociones es un cambio casi inmediato de nuestra fisiología que prepara el cuerpo para las conductas con las que el cerebro haya considerado más oportuno afrontar las demandas del contexto exterior. Como veremos en los próximos post, cada emoción conlleva una fisiología asociada que podremos utilizar conscientemente a nuestro favor. ¿Cómo gestionar una emoción desde nuestro cuerpo? Muy sencillo: copiando la fisiología de la emoción que querríamos sentir. Si pretendes desactivar los ribetes más explosivos de la ira, atemperar el desánimo de la tristeza o adecentar la bobería más acrítica del amor erótico, copia y adopta lo siguientes patrones de emociones como la tranquilidad, la satisfacción o la indiferencia: RESPIRACIÓN: Rápida o lenta, superficial o pectoral, profunda o abdominal, cada emoción tiene su propio patrón. De copiarlo, nos ayudará a gatillar la emoción acorde a ese patrón. EXPRESIÓN FACIAL. Mirada (focalizada o panorámica); Boca (abierta o cerrada); Labios (sonrientes o hacia abajo); Tensión de las maejillas, Apertura ocular… cualquiera de estos cambios incide en la emoción sentida. ACTIVACIÓN MUSCULAR. Grado de tensión o relajación del tono de todos los músculos de nuestro cuerpo, en especial los de las extremidades POSICIÓN CORPORAL. Hacia adelante o hacia a tras, hacia abajo o hacia arriba En esos próximos post ya prometidos analizaremos una por una la fisiología de cada una de las emociones básicas y aprenderemos a gestionarlas todas ellas. Pero de momento, párate a pensarlo: todas las religiones, escuelas de pensamiento y colectivos sociales tienen sus propios rituales en los que adoptan una fisiología característica. Judíos frente al muro de las lamentaciones oscilando adelante y atrás para entrar en trance y colapsar su atención en el momento; la plegaria musulmana de sumisión a los preceptos libremente aceptados; la posición de meditación budista facilitando la introspección; el rezo cristiano de rodillas y mirando al suelo para analizar las propias culpas; la posición de firmes del ejército (yo es tensar músculos, sacar pecho, focalizar la mirada hacia arriba y fruncir el ceño… y es que me vienen unas ganas de invadir Polonia…). Todos ellos con una idéntica finalidad: que esa fisiología concreta ayude a gatillar inconscientemente la serie de emociones que buscan provocar. La gestión fisiológica de las emociones funciona por tres razones principales a) Per se, por efectos bioquímicos directos más allá de la consciencia y la razón. Cambiar la fisiología incide en la bioquímica de la que se componen nuestras emociones. Y cambiarle cualquier ingrediente a una receta cambia necesariamente el sabor final de todo plato. b) Al trasladar la atención al cuerpo, dejamos de pensar obsesivamente de la manera que lo hacíamos para provocarnos dicha emoción. Con la fisiología tal vez no apaguemos el fuego, pero si dejamos de echarle nueva leña, el fuego se irá consumiendo en su propia combustión y acabará por apagarse. c) Cuerpo y mente forman un bucle informativo de doble dirección: Al principio, el pensamiento activa una emoción que modifica el cuerpo; a su vez, el cuerpo refuerza esa emoción que también potencia los pensamientos que la provocaron. Al variar voluntariamente el patrón fisiológico, de entrada, ya confundimos al cerebro, lo desconcertamos y le provocamos sorpresa (y ya veremos la utilidad de la sorpresa cuando estudiemos esta emoción: paralizarnos, detener el curso de acción y buscar nueva información). Si el cerebro significa una situación como peligro mortal sentiremos miedo y muscularmente nos tensaremos y el cuerpo se nos vendrá automáticamente para abajo y hacia atrás; pero si de vuelta, al cerebro le llega como feedback corporal unos músculos relajados y una corporalidad erguida… empezará a replantearse inconscientemente su juicio de peligro máximo. Ergo sentiremos menos miedo. ¿Tonto? Tal vez. Tanto como eficiente. PERCEPTIVAS Todo el que haya pisado una mierda o surfeado sobre una pota sanferminera sabrá que es de auténtico cajón: si son los sentidos los que captan la información externa que propicia una emoción, apartarlos de esas fuentes hará desaparecer –o como mínimo aminorará- dicha emoción. Ojos que no ven… narices que no huelen u oídos que no oyen. Pero todos los animales tenemos un sexto sentido: la atención. Summerset Moghan definía el dinero como “el sexto sentido: el que permite disfrutar de los otros cinco”. Pues la atención funciona igual: sin ella, obviamos la información que nos llega de los otros cinco sentidos, así que apartar –o acercar- la atención a una fuente de información sensorial matizará las emociones que sentimos. Podremos así aminorar la intensidad de las desagradables y potenciar las agradables si dirigimos voluntariamente nuestra atención, alejándola a conciencia de las fuentes de información de las primeras y acercándola a las de las segundas. En el caso humano, hasta podríamos estirar el tema y considerar un séptimo y hasta un octavo sentido: el recuerdo y la imaginación. Al humano le basta con imaginar o recordar algo para gatillar todo un conjunto de emociones asociadas a ese recuerdo. La atención, el recuerdo y la imaginación son los suprasentidos que permiten que la información de los otros cinco acceda a nuestra conciencia y nos impacte emocionalmente. Suprasentidos que podemos aprender a utilizar voluntariamente para crearnos las emociones deseadas. COGNITIVAS Tanto las técnicas fisiológicas como las perceptivas son técnicas cortafuegos, pues ayudan a acotar o atemperar a bote pronto… pero no se ocupan de la raíz de los conflictos emocionales: nuestras propias creencias, metaprogramas y maneras automáticas de pensar. La verdadera transformación personal estriba en aplicar con acierto las técnicas de gestión cognitivas. La herramienta básica de estas técnicas es el reencuadre cognitivo. Consiste en reflexionar consciente y voluntariamente sobre las evaluaciones y significaciones que realizamos sobre los hechos que nos hacen sentir de una determinada manera. Nuestras evaluaciones y significaciones acostumbran a ser apresuradas, superficiales y, muy a menudo, alarmistas hasta el catastrofismo; analizarlas críticamente nos permite darnos cuenta de la calidad y el grado de realismo y objetividad de dichas evaluaciones, así como la pertinencia, calidad y relevancia de la información en la que presuntamente se basan. ¿Qué consecuencias, realmente, tienen esos hechos? ¿Hasta qué punto se corresponde su gravedad objetiva con mis sentimientos al respecto? ¿Qué otras informaciones, que ahora obvio, sería realista tener en cuenta? Si el miedo es inteligente cuándo enfrentamos un peligro de vida o muerte ante el que precisamos de una huída rápida… ¿Hasta qué punto un contratiempo sentimental o una dificultad profesional es un peligro mortal que se solucionaría entrando en pánico y saliendo por patas atribuladamente? Acostumbramos a pensar fatal: el cerebro no da para más que para sobregeneralizar, exagerar y distorsionar basándonos en automatismos de brocha gorda y apresurados. Las técnicas de gestión cognitivas nos permiten tomar conciencia de qué errores lógicos cometemos al pensar sobre un hecho, y así empezar a desmontar las falacias sobre las que se erigen nuestros propios análisis tremendistas y aprender a pensar mejor. ¿Es objetivamente cierto que TODO me sale mal? ¿Qué SIEMPRE la acabo cagando? ¿Qué ese contratiempo o contrariedad sea un DESASTRE? ¿Que una relación vaya mal es CATASTRÓFICO? Como los malos periodistas, a menudo basamos nuestras conclusiones en unas porciones de información tirando a reducidas y de muy cuestionable rigor, a partir de las cuales realizamos unas inferencias arbitrarias y subjetivas que, incluso, acabamos confundimos con los propios hechos objetivos. El reencuadre cognitivo nos permite buscar más y mejor información en las que basar nuestras inferencias sobre lo que nos sucede, y así generar conclusiones de calidad, más objetivas, realistas y coherentes, más racionales e inteligentemente elaboradas. Mediante las técnicas cognitivas no buscamos pintarnos la vida de rosa o tergiversar los hechos torticeramente, sino pensar con mayor calidad y precisión objetiva. Dada la tendencia a detectar peligros de nuestro cerebro, el reencuadre cognitivo busca todo lo contrario: el optimismo bien documentado acostumbra a ser una cuestión de realismo mucho más objetivo que el catastrofismo desaforado con el que nos fabricamos nuestros dramas apocalípticos. Aprender a pensar con más objetividad y realismo sobre nosotros mismos, los demás y lo que nos ocurre ya no se limita a controlar fuegos ya declarados, sino que nos permite aprender a prevenir y diseñar los bosques como para que no se produzcan más incendios. Las técnicas de gestión cognitivas nos transforman en personas mejores, más equilibradas, atrayentes y felices que realizan juicios de valor más ponderados, inteligentes, razonables y bien fundamentados en informaciones seleccionados con criterios mejor elegidos. Cuestión de aprenderlas y practicarlas hasta que salgan. III. DE INTELIGENCIAS Y TONTERÍAS EMOCIONALES Hemos visto que gestionar no es hacer desaparecer por arte de magia las emociones que nos limitan, mucho menos limitarse a controlarlas reprimiéndolos. Controlar conlleva idea de freno brusco y connotaciones de represión y tragarse el veneno en vez de escupirlo. Y como vimos en LA INTELIGENCIA DE LAS EMOCIONES, las emociones se han de liberar una vez sentidas. Eso sí: no de cualquier manera ni en cualquier momento (La misma Ira se puede liberar soltando una hostia ahora… o corriendo, chillando y con una sauna después). La Gestión emocional nos permite aprender a elegir cómo exteriorizarlas y el momento conveniente para hacerlo. Y no para quedar bien o ganarnos el cielo, sino para conseguir lo que nos haga más felices a nosotros mismos. No siempre podremos elegir sentir Ira, pero sí que ella nos lleve a la cárcel o al hospital en una pelea o nos ayude a ponernos en forma sudando como posesos. Cuestión de estar dispuesto a hacer el esfuerzo de aprender cómo. Como siempre, elige, que para eso eres libre. Los beneficios, créeme, merecen la pena. El esfuerzo, también.